Tengo una carrera y aun así necesito cuatro trabajos para llegar a fin de mes
Antes me gustaba recibir el correo, cuando todavía vivía en casa de mis padres y mi mayor preocupación era descubrir si los zapatos que había comprado por internet serían de mi talla. Ahora me aterra. ¿Encontraré otro aviso de una factura médica que he olvidado pagar? ¿O quizás otra carta de la agencia tributaria para recordarme que necesito un nuevo número PIN porque me han robado la identidad? Las ofertas de tarjetas de crédito son lo peor, como si no fueran parte del motivo por el que estoy metida en este jaleo.
El nudo del estómago es una sensación familiar. Lo sentí hace nueve años cuando mi novio (ahora marido) y yo no pudimos permitirnos seguir alquilando nuestro destartalado piso de dos dormitorios. Lo volví a sentir cuando llegó una factura que nos perseguiría durante años. Recuerdo con claridad estar tumbada en el suelo del pasillo con mi novio mientras me decía que debería minimizar las pérdidas ahora y marcharme. Que él solo me arrastraría al fondo. No pudo estar más equivocado.
Nos conocimos hace casi 10 años en una subasta. Yo tenía 22 años y una mirada alegre. Trabajaba a media jornada actualizando la base de datos de una empresa, de modo que podría incluir la experiencia en mi currículum. Él tenía 42 años y acababa de salir de la escuela de subastas para darle un giro a su carrera profesional. La primera vez que me propuso ir a tomar un café con él, lo rechacé, pero conforme pasamos más tiempo juntos, me di cuenta de que la diferencia de edad no me importaba. De hecho, apenas la notaba.
Siendo algo inocente quizás, pensé que nos iría bien. Yo estaba en mi tercer año de carrera y trabajaba los fines de semana y por las noches en un centro comercial, pero pronto me sacaría la carrera y las empresas se me rifarían. Al fin y al cabo, con la carrera de Filología Inglesa, podría trabajar en cualquier empresa (error). En realidad, hice la carrera porque me encantaba leer y escribir. Que mis dotes matemáticas fueran nulas no hacía más que empujarme en esa dirección. Empecé pronto a hacer listados de editoriales, entusiasmada por el despacho ficticio propio que me había montado en mi mente.
Un mes después de la graduación, me llamaron para una entrevista muy prometedora en Nueva York con una editorial. No cabía en mí de la emoción. ¡Por fin! Me enteré semanas después de que habían cubierto la plaza con una promoción interna. Me quedé hecha pedazos. La tendencia no cambió. Empecé a trabajar para una mujer cuyo perro utilizaba mi cubículo de oficina como retrete. Mis cobros eran esporádicos (cuando se acordaban de pagarme). Contesté a un anuncio de Craigslist e hice prácticas para un autor de Costa Rica. Fui pasando de un trabajo precario a otro.
En 2012, casi dos años después de sacarme la carrera, por fin encontré un trabajo estable de recepcionista en una clínica dental. Era un trabajo ingrato, pero al menos me sentía más cerca de aprovechar esos estudios.
El año que pasé gestionando las citas de los pacientes dio sus frutos: por fin conseguí un trabajo de marketing. Pensé que a partir de entonces mi situación solo mejoraría, pero no tardé en descubrir que el sueldo de una asistente de marketing no iba a ser nuestra salvación. No era suficiente para pagar las facturas y mucho menos el alquiler en un cochambroso complejo de apartamentos detrás de un supermercado Wawa en el extrarradio de Philadelphia.
Mis noches a menudo estaban marcadas por el sonido de peleas, sirenas de la Policía y disparos. Nos arrancaron la rendija del buzón de la puerta y el tirador estaba flojo porque alguien había tratado de entrar. Un hombre con un dispositivo de vigilancia en el tobillo trepó hasta la ventana de nuestro vecino y hurtó una cartera que había sobre la mesa. Yo casi nunca respondía cuando llamaban a la puerta.
Mi marido y yo discutíamos a menudo. Mientras yo me esforzaba en despegar en el mundo del marketing, él cambiaba y se adaptaba a los vaivenes de la vida. Reanudó sus estudios para obtener el certificado de intérprete de lengua de signos. Yo no soportaba la idea de incrementar la deuda de mi préstamo estudiantil, especialmente al no tener ningún valor la carrera que me había sacado. Aún recuerdo la mirada sorprendida de mi supervisor cuando se enteró de que tenía una carrera. Si alguien se pregunta qué valor le dan a los estudios universitarios, la respuesta es menos de un dólar, que es la subida salarial que me hicieron cuando se enteraron de que tenía formación académica.
Hasta que no nos pusimos a pensar en comprarnos una casa en 2016, seis años después de mi graduación, no me di cuenta de lo poco que estaba contribuyendo. En cuestión de pocos meses, aceptaron la oferta que presentamos para la que acabamos considerando la casa de nuestros sueños. Es una magnífica casa de estilo victoriano con un porche envolvente situada en medio de un terreno descuidado de varias hectáreas y aislada de la carretera principal. El interior era un completo desastre, algo que podemos apreciar ahora con mayor claridad. Ignoré las paredes decrépitas y los excrementos de ratones porque me fijé en los asientos que había en las ventanas y el balcón del piso de arriba. No cambié de opinión cuando me cayó un pájaro muerto a los pies al abrir la puerta del ático. Me convencí de que esa casa estaba bien. La verdad es que el estado de la casa era el único motivo por el que podíamos comprarla.
La pesadilla empezó poco después. Nuestra inmobiliaria empezó a llamarnos con regularidad a medida que trabajaban en nuestro papeleo. Como hasta entonces solamente habíamos vivido de alquiler, acatamos sus solicitudes cada vez que pedían extractos bancarios y más documentación. Las llamadas se volvieron más intrusivas y casi acusatorias: ¿Por qué había firmado conjuntamente el préstamo para el coche de mi hermana? ¿Podíamos conseguir declaraciones firmadas de familiares lejanos que corroboraran nuestra versión sobre unos préstamos pasados?
Después de malgastar en inspecciones un montón de dinero que no teníamos, perdimos la casa. Varios meses después nos enteramos de que habían comprado la inmobiliaria y que habían tenido que poner freno a todos los préstamos. Cuando nos volvieron a llamar asegurándonos que ahora sí que nos aprobarían el préstamo, colgamos el teléfono.
Devastados, volvimos a la casa de alquiler con la puerta de entrada destrozada.
Me encontraba frustrada y enfadada. Me cabreaba que mi carrera significara tan poco y que apenas pudiera hacer la compra, pagar la calefacción o las facturas de la luz. Todo lo cargaba en una tarjeta de crédito que casi tres años después aún intento saldar.
Desesperada, rogué por unas horas de trabajo en la casa de subastas donde nos habíamos conocido mi marido y yo. Accedieron de buen grado a contratarme, aunque una parte egoísta de mí deseaba que no lo hicieran. No quería otro trabajo. Mis vacaciones desaparecieron pronto cuando empecé a pasar largas horas introduciendo en el ordenador las ventas para ganar algo de dinero para hacer la compra. Y así tampoco era suficiente.
Encontré la dirección de otra casa de subastas y conduje hasta ahí para suplicar otro trabajo. Decenas de obreros en paro deambulaban por el lugar ofreciendo su ayuda a cambio de propinas. Yo era la única solicitante con carrera. Cuando me dijeron que no necesitaban ayuda, puse a su disposición mi tiempo de forma gratuita. Cualquier cosa para dejarme ver por la casa de subastas y deshacerme de la ansiedad del pecho. Mi persistencia dio resultado y conseguí otra pequeña pero constante fuente de ingresos. Y con esos tres trabajos tampoco era suficiente.
Mi vida giraba en torno al trabajo. Si no estaba en la oficina haciendo papeleo, estaba pasando de una casa de subastas a otra. Tuve suerte: casi siempre necesitaban a alguien que actualizara sus bases de datos. Quizás porque hay que estar realmente desesperados para sentarse delante de un sistema operativo MS-DOS durante interminables horas sin descanso.
Sentía que me estaba perdiendo algo importante. Algo inmenso que podría darle un vuelco a nuestra situación. Trabajando en estas casas de subastas, empecé a prestar atención a lo que se vendía y los precios que tenía que teclear. Las tiendas de segunda mano y los mercadillos no me resultaban ajenos: a menudo compraba cosas para mí. ¿Y si empezaba a comprar para revender?
Abarroté nuestro salón con montañas de mercancías y forré la pared con láminas de ladrillo rasgadas. Un paraguas reflectante con el soporte medio caído me daba la luz suficiente para fotografiar mis artículos antes de almacenarlos en una segunda montaña de contenedores. Mi marido me llamaba Señora Contenedores, pero no quedaba otra.
Mi constancia dio sus frutos y a medida que las ventas fueron llegando, solo pude relajarme.
Pese a todo, sigo sin ganar lo que se esperaría de una persona con carrera. No tengo una oficina cómoda con vistas en Nueva York. Ni siquiera les hago el café a los altos cargos con la esperanza de ascender algún día. Mi carrera sigue abandonada y olvidada en gran medida desde que me gradué en 2010. No suele ser tema de conversación y está claro que no es un motivo de orgullo. Mi carrera es casi una anécdota de última hora en mi currículum. Un minúsculo detalle o una tilde perdida al final de la segunda página. Es mi experiencia en el negocio de las subastas en lo que parecen fijarse los empleadores. La carrera en sí se la saltan igual que mi nombre: saben que lo tengo, pero se olvidan en cuanto se termina la entrevista.
En el instituto no se me pasó por la mente que no tenía por qué estudiar una carrera. ¿Por qué se me iba a ocurrir si la mitad del tiempo en el instituto lo dedicábamos a prepararnos para ello? No me arrepiento de haber hecho la carrera, pese a que las deudas por los préstamos estudiantiles penden sobre mi cabeza como una nube de tormenta. Al menos, es un buen relleno para la parte final de mi currículum.
Ahora mismo sigo trabajando hasta las tantas. Mañana por la mañana iré a trabajar en un empleo mal remunerado con una carrera que no utilizo. Mientras mi marido se marcha para hacer otro turno de noche, me pregunto si en algún momento conseguiremos formar la familia de la que tanto hemos hablado. Quizás algún día, pero no todavía.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.