Tengo cáncer y esta es la última vez que pienso hablar sobre mi pelo
Un modo de evitar mirarme a los ojos y hacerme la verdadera pregunta de "¿Vas a sobrevivir?" es mirarme el pelo, que ha renacido de color gris plateado y con unos rizos increíbles.
Al recoger a mis hijos del colegio, personas a las que no había visto en mucho tiempo me han dicho cosas como: "¡Me encanta tu pelo!", "¡Qué bien te veo!", "¡Te está volviendo a crecer muy bien!", "¡Madre mía, mira ese pelo!" o "¿Esos rizos son naturales?".
Resulta que la vida entera es algo natural, incluida la muerte. Ya me he quedado sin respuestas para esta clase de comentarios, todos bienintencionados, por supuesto, repletos de esperanzas de que ya esté curada (algo que no es así) y sobre que incluso luzco mejor aspecto que antes. La pérdida de peso derivada de la cirugía por el cáncer y este increíble pelo plateado parecen ser algo así como un simple cambio de imagen en vez del resultado natural de intentar salvar mi vida.
Resulta que el pelo es la única parte de mi físico o de mi alma que nunca he sentido la necesidad de mejorar. Mi pelo siempre ha tenido tendencia a obedecer, algo que no puedo decir del resto de mí. Las rodillas se me juntan al doblarlas. Tengo que contener los arcos de mis pies dentro de unos zapatos feos porque tienden a inclinarse hacia dentro. Tengo los hombros anchos de mi familia y las piernas más gordas que cualquiera de mis hermanos, pero el pelo... Antes tenía el pelo espeso, ondulado y rubio rojizo. A diferencia del resto de mí, mi pelo se quedaba de forma natural donde lo colocaras, independientemente de lo raro que fuera el corte de pelo. Tuve suerte con el pelo. En teoría, también iba a tener suerte con el cáncer.
El primer tratamiento que me propusieron implicaba sobre todo radiación, junto con una quiomioterapia tan leve que no me provocaría la pérdida del pelo. Recuerdo haber ladeado la cabeza pensando: "Bueno, eso está bien", aunque el pelo no me importaba mucho por entonces.
Cuando oyes la palabra cáncer, lo que de verdad te importa es vivir en vez de morir, estar sana y presente en vez de enferma y ausente. Te das cuenta de que el exterior de tu cuerpo puede opacar u ocultar muchas cosas, como por ejemplo un tumor increíblemente enrevesado anclado alrededor de tu sistema reproductivo como una de esas criaturas de Stranger Things.
Una exploración por tomografía por emisión de positrones confirmó que el cáncer había hecho metástasis, lo que ponía freno a mi esperanza de curarme y me obligaba pasar por una quimioterapia completa, porque a saber en qué otras partes del cuerpo crecía el cáncer sin ser detectado.
La trabajadora social de la sección de oncología me dio un folleto sobre la pérdida de pelo. Me dijo: "Dentro de unas 2 o 3 semanas, 14 a 21 días". Sé que el folleto tenía más información sobre qué hacer, sobre las pelucas, etc. No lo leí. Esas dos semanas entre el inicio de la quimioterapia y la caída del pelo transcurrieron con normalidad, dentro de lo que cabía esperar. Con el protocolo habitual, me sentí bastante bien. Me tomaba una mezcla de pastillas que me calmaban el estómago y hacían que mis intestinos siguieran en movimiento, así que la vida seguía. Podía llevar a mis hijos al colegio o ir a recogerlos. Podía leer libros y ponerme a escribir. Pasaba tiempo con mi esposa, que pasó un semestre fuera del trabajo para estar conmigo durante el tratamiento.
Para los pacientes de cáncer, seguir vivos es un arma de doble filo. Por un lado, resulta ligeramente insultante. Al fin y al cabo, tenemos cáncer. Te despiertas en mitad de la noche, aquejada por un dolor, preocupada por tus hijos, deseando que termine, deseando que jamás hubiera empezado. Pero, por otro lado, está el gran alivio de ver que sigues ahí, sacando la caja de cereales del armario a la mañana siguiente, ya que te habías imaginado que la enfermedad te habría llevado ya a otra parte.
Pensaba que quizás me preocuparía mi pelo. Me había preparado para ello con dos cortes de pelo que disimulaban la pérdida. Cuando empezó a suceder, estaba sentada en medio de un taller de escritura y sentí cierta tirantez en el cuero cabelludo. Nunca había sentido nada parecido, algo así como una contracción del cuero cabelludo en la coronilla. Entré en el coche y tiré de un mechón de pelo. Casi me eché a reír de la impresión. Nunca había hecho eso.
De camino a casa, seguí tirando de unos cuantos mechones. Fui a Boston para un recital poético esa misma noche. Me senté en el metro y me arranqué unos pocos mechones más, hasta que me di cuenta de que probablemente era algo que resultaba socialmente incómodo e inquietante.
Y así fue. Hubo más avisos durante los días siguientes. Me encontraba mechones de pelo en la ducha. Los recogía y los tiraba rápidamente. Me decía a todas horas: "Esto no es lo que importa", y era verdad. Mi pelo estaba en su mayor parte muerto ya. A mí me preocupaba sobrevivir.
Aun así, me sorprendió la atención que recibieron mis sombreros. "Bonito sombrero", me decían personas a las que no conocía de nada. "Me gusta mucho tu sombrero", me decían los cajeros. Varias personas me preguntaron si iba a llevar peluca. Había una tienda cerca de donde me hacía la quimio con un montón de pelucas y pañuelos, y estoy segura de que a algunas personas les puede resultar una solución cómoda y razonable, pero a mí no me interesaba ser razonable (al fin y al cabo, tenía cáncer metastásico) y no iba a estar cómoda llevando pelo falso.
Estar calva no debería ser (aunque lo es) una señal alarmante de que estás pasando por quimioterapia. Conforme seguía con mi vida, estaba en contacto en la librería Barnes and Noble con historias de otras personas, narradas de forma sincera y con detalles crudos, sobre amigos y familiares de completos desconocidos que habían pasado por la quimioterapia y por los dolores que ocasiona, personas que habían vivido y personas que habían muerto. Si en un momento me sentía especialmente vulnerable, me afectaban esas historias, pero, con mi cabeza resplandeciente entre todos esos superventas, empecé a comprender la necesidad de tener talismanes, la necesidad de contar historias y visibilizar mi experiencia. Se puede decir que lo disfruté.
Cuando terminó la quimioterapia, era verano. Seguí llevando sombreros para no quemarme. No tenía que depilarme las piernas (punto a favor) ni las axilas (doble punto a favor). Sin prisa pero sin pausa, el pelo empezó a renacer, al principio de un color gris blanquecino. No me sorprendió que fuera gris. Ya llevaba un tiempo así. Me sorprendió el afán de la gente por tocarlo o por comentar los progresos, que siempre calificaban de tempranos o rápidos. Para otoño, ya tenía una buena cabellera de nuevo, corta y peinada como siempre había estado, salvo por el color y los rizos.
Meses después de la quimio, en invierno, en un acto benéfico en el colegio, dos madres borrachas empezaron a acariciarme el pelo con los dedos con ternura y como si tuvieran permiso. Me sentí como si estuviera rodando una película porno lésbica cutre.
Probablemente volveré a pasar por quimioterapia y volveré a perder el pelo. Quizás salga de forma diferente la próxima vez. Creo que es posible que en un año vuelva a su estado anterior.
Ojalá el espejo en el que me miro todas las noches pudiera escanear el interior de mi cuerpo. Lo que no deja de preocuparme en ningún momento, como una paranoia, es el estado de mis células, lo que pueda estar creciendo donde estaba el tumor, donde se propagó, o en los recovecos ocultos de mis órganos. El mundo conocido no es estático, claro, pero últimamente me sobrepasa, ya que es mi mundo interior donde tanto mi corazón como mi enfermedad están cantando a todas horas.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.