Tengo alopecia y esto es lo que me gustaría que supieran mis amigos
Cuando te diagnostican una alopecia intratable, lo único que puedes hacer es aceptarte tal y como eres. Ojalá el mundo tomara nota.
Cuando era una niña en los años 90, soñaba con tener la melena lisa y lustrosa de Posh Spice (Victoria Beckham) o Rachel Green. Mi pelo tenía otros planes. Era indomable, encrespado y demasiado denso para parecer normal en una niña pequeña, un homenaje profundamente involuntario a mis orígenes irlandeses. Mis diarios de la infancia están repletos de personitas con monstruosos mantos de pelo de color marrón en la cabeza.
Mi madre y mi abuela odiaban la idea de cortarme el pelo y, cuando les pedí, ya de adolescente, que me compraran una plancha de pelo, reaccionaron como si les hubiera pedido una dosis de crack. Cuando tenía 14, una amiga me alisó el pelo y mi padre se quedó tan impresionado con la transformación que le dio las gracias en persona y me llevó a la tienda para comprarme una plancha de cerámica.
Mi relación con mi pelo siempre ha sido complicada, pero a los 17, me diagnosticaron alopecia areata, una enfermedad autoinmune por la que el pelo se va cayendo en parches. El pelo vuelve a crecer, a veces después de varios años, pero cuando lo hace, tiene una textura increíblemente basta. Está claro que no afecta a la calidad de vida tanto como la alopecia total, por la que la caída del cabello está mucho más extendida, pero aun así afecta a tu autoestima.
Lo cierto es que no me inquietó mucho cuando me diagnosticaron. No sufrí ninguna crisis. Mi pelo y yo llevábamos enemistados desde que tengo memoria, y por lo que a mí respectaba, no era más que otro golpe por su parte. Casi podía oír cómo me decía: ”¿Te quejas de que tienes demasiado pelo? Pues chúpate esta”.
A mi madre, sin embargo, no le dio igual y me llevó directa al especialista. “Por desgracia, no existe tratamiento”, nos dijo, y ahí quedó la cosa. Mi abuela cambió de tema inmediatamente cuando le conté mi enfermedad. Era una persona que tenía en gran estima el pelo de las mujeres, por lo que deduje que no quería seguir hablando de esta mella en la joya de la corona de mi aspecto físico, pero no me molestó.
Durante los años siguientes, fui descubriendo diferentes técnicas para disimular mi alopecia. Hubo muchísima experimentación en el dormitorio de mi universidad a puerta cerrada. Manteniendo el pelo corto parecía disimular un poco la falta de pelo en algunas zonas. Inventar peinados que me hiceran cortinilla para tapar los parches se convirtió en una afición extrañamente satisfactoria. Con el tiempo descubrí que tenía que cambiarme la raya de sitio si no quería que me saliera otro parche en esa zona. Por otro lado, si me hacía peinados muy tirantes, iniciaba una espiral de caída capilar.
Por desgracia, el mayor desencadenante parecía ser el estrés. Eso significaba que si sufría una fase de mayor caída de pelo y me estresaba por ello, lo empeoraba y empezaba un círculo vicioso.
Cuando compartía piso, sacaba puñados de pelo del desagüe por miedo a que mis compañeros los descubrieran. Era consciente de que no podía hacer nada y que eso no me convertía en una persona mala ni desagradable, pero aun así quería evitar sus críticas. Aparte de un par de comentarios sarcásticos por parte de un novio especialmente mal escogido, se me estaba dando bastante bien esconderlo.
Pero daba igual cómo me lo peinara o cuántos medicamentos y acondicionadores probara: a las dos horas, mi pelo ya estaba peor que el de otras personas nada más levantarse de la cama. Mis amigos me daban infinidad de consejos condescendientes para mejorar mi salud capilar, sin conocer mi enfermedad y sin saber que ya había probado sin éxito un montón de remedios. Tuve que soportar que un profesor de Periodismo me regañara porque tener el pelo “despeinado” me hacía parecer “poco profesional”, pese a que había pasado horas arreglándomelo esa mañana.
Las visitas a la peluquería eran una experiencia humillante durante la cual la peluquera llamaba a sus aprendices para que vieran mi cuero cabelludo y me regañaba por tenerlo tan poco hidratado. Cuando se lo conté a una de mis mejores amigas, me mandó callar porque había un hombre mayor cerca y le preocupaba que me hubiera oído. Eso no hizo que me sintiera aceptada, pero quise creer que el problema lo tenían los demás, no yo.
Después de graduarme, me mudé a otra ciudad. Me hice amiga de mujeres fuertes e inteligentes. Hablábamos de todo de forma abierta: dietas, experimentos sexuales y salud mental sin vergüenza ni prejuicios. Éramos millennials; los escritores y famosos de nuestra generación utilizaban libros, artículos y tuits para desmontar los tabús de generaciones anteriores. En esta nueva era de la aceptación, no había temas prohibidos. O eso pensaba.
Sucedía constantemente: en cuanto sacaba el tema de mi alopecia, algo que no hago muy a menudo, sus hombros se tensaban, sus sonrisas se congelaban y sus ojos empezaban a moverse de un lado para otro en busca de un tema de conversación más cómodo. A veces cambiaban de tema con chistes desagradables. Sentía que ni siquiera mis amigas más abiertas estaban preparadas para hablar de esto. Pero, ¿por qué?
Hasta donde yo sé, la raíz de esta incomodidad es que la alopecia es una enfermedad que afecta a mi aspecto. Apenas afecta a mi salud. Nunca he sentido este estigma al hablar de mis ataques de asma o de la vez que mis pulmones colapsaron, unos temas que, de primeras, parecen mucho más complicados de tratar en una conversación.
Hace poco les pregunté a un par de buenos amigos cómo se sentían cuando yo sacaba el tema de mi alopecia. Una me dijo: “Me siento mal por ti porque sé lo mucho que te acompleja tu pelo. También me alegro de que no me pase a mí porque mi pelo es lo mejor que tengo”. Otra amiga me respondió por el móvil después de varios recordatorios: “Me hace sentirme incómoda porque no hay nada que podamos hacer para solucionarlo”.
La cosa es que si engordas y quieres adelgazar, es posible. Si odias la forma de tu nariz, ahorras dinero y te la cambias. Si tienes los labios muy finos, te los puedes rellenar. En la era del Instagram y las Kardashian, si no te gusta tu aspecto, la solución es arreglar el que consideras que es el problema. Pero, ¿qué pasa con los problemas que no tienen solución?
Mis amigas son feministas treintañeras, pero al intentar hablar con ellas sobre mi problema me he dado cuenta de la cantidad de estigmas que interiorizamos sin darnos cuenta. Podemos creernos más fuertes mentalmente que las adolescentes de la sección de comentarios de los influencers pero los efectos sutiles de nuestra cultura movida por la estética llegan mucho más hondo. Tal vez creamos que juzgamos a las mujeres por su intelecto, por sus logros y por su carácter, pero hay algo arraigado en nuestro interior que sigue aceptando ese principio de Disney por el cual las cualidades externas son un reflejo de las internas. Y aunque yo no piense que vivir con alopecia me haya expuesto a la peor parte de las obsesiones de la sociedad, me ha hecho comprender el pánico que sufre la gente cuando el aspecto físico de una mujer se ve amenazado.
Gracias al peso de la inquebrantable visión masculina, la valía de las mujeres sigue ligada a su físico. Mis amigas se sienten incómodas porque me aprecian y no quieren que me sienta inferior. Pero no lo hago y nunca lo haré. Cuando te diagnostican una alopecia intratable, lo único que puedes hacer es aceptarte tal y como eres. Ojalá el mundo tomara nota.
Desde que me diagnosticaron la enfermedad, la alopecia no me ha parecido más que una pequeña inconveniencia que me obliga a pasar más tiempo peinándome con la subsiguiente decepción cuando no me queda tan bien como esperaba. Sin embargo, las reacciones de la gente a la que se lo he contado (y a la que no) antes de cumplir los 30 me han hecho sentir como si fuera un poblema mucho peor de lo que me imaginaba: algo vergonzoso que debía ocultar, como hice durante años con mis compañeros de piso.
No hace mucho tiempo, iba a toda prisa en una estación de tren cuando vi a un grupo de mujeres calvas recaudando dinero alegremente para una organización benéfica contra la alopecia. Metí 10 dólares en uno de los botes y me alejé rápido porque, para mi sorpresa, se me habían saltado las lágrimas. Me di cuenta de que no lloraba por la valentía de esas mujeres, sino por el simple acto de mostrarse como son en una sociedad que valora a las mujeres por su físico. Espero llegar a sentirme igual de apoyada y segura algún dia. Al fin y al cabo, soy más que mi enfermedad y no tengo nada de lo que avergonzarme.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.