Ser temporero en España, siglo XXI: “Cuando llegamos a los campamentos chabolistas, flipé”
La pandemia ha puesto de manifiesto que su trabajo es imprescindible. Sus condiciones, aparentemente, importan menos.
Ochenta personas han podido dormir a cubierto, al menos durante dos semanas, gracias a Keita Baldé, un futbolista hispanosenegalés que ha pagado dos hoteles para 80 temporeros de la fruta que, hasta hace unos días, pasaban la noche en las calles de Lleida.
Otros no han tenido la misma suerte. Hace , la Guardia Civil detuvo a dos personas en Hormilleja (La Rioja) y a una tercera en Fraga (Huesca) por explotar a trabajadores agrícolas aprovechándose de su situación de vulnerabilidad o de que carecían de la documentación necesaria para trabajar en España.
Los temporeros de La Rioja vivían en el sótano de la vivienda de sus jefes en condiciones insalubres, sufrían amenazas y agresiones físicas, y a veces no recibían salario por su trabajo. Sus patronos les daban sobras de comida para alimentarse, según la Guardia Civil.
El detenido en la provincia de Huesca tenía a sus víctimas en una situación muy vulnerable, sin contrato, a veces sin cobrar, obligándolos a dormir a la intemperie y a superar las horas de jornada laboral permitidas sin protección frente al coronavirus, según fuentes oficiales.
Desgraciadamente, estas noticias no pillan por sorpresa a Chadia Arab, autora de Las señoras de la fresa (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo), ni a Seydou Diop, portavoz de los jornaleros de Huelva en las organizaciones #RegularizaciónYa y ASNUCI. Ni siquiera a la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que ha promovido una campaña para detectar posibles casos de “explotación laboral” , “trata de seres humanos” y “esclavitud” en el campo. Ni siquiera a la Organización de Naciones Unidas (ONU), cuyo relator Philip Alston alertó ya en febrero de que las condiciones que había visto entre los trabajadores migrantes que recogen la fresa en Huelva eran “peores que en un campo de refugiados”, “inhumanas”, viviendo “a kilómetros del agua y sin electricidad o saneamiento adecuado”.
Seydou Diop acompañó a Alston, relator especial sobre la pobreza extrema y los derechos humanos de la ONU, en su visita a los asentamientos de Huelva. El propio Diop vivió allí un tiempo en el que se recuerda “muy triste, deprimido”. Fue a finales de 2016, recién llegado a España tras un largo viaje desde Senegal con una breve parada en Italia. “Yo, gracias a Dios y a la suerte, hoy puedo estar hablando contigo. Pero mucha gente murió en ese viaje, en el desierto. Fue durísimo”, explica Diop por teléfono.
Lo que no esperaba Diop era la situación que se encontraría una vez alcanzado su destino. “Primero llegué a Cataluña y de ahí pasé a Jaén, a hacer la campaña [de fruta]. Nos dijeron que en Huelva había más trabajo, así que fui allí con mis compañeros. Llegamos de noche a los campamentos chabolistas, y flipé. Yo sé que me vine de mi país por la pobreza, pero por lo menos allí vivía de manera digna. El tiempo que estuve en las chabolas no podía pegar ojo. No me atrevía a dormir”, recuerda. “La gente vive en chabolas construidas con palés de madera y cartón, sin agua”, describe.
“No me podía creer que un país tan desarrollado como España se pudiera permitir tener a la gente así. A partir de ahí, me puse a estudiar, vi que era la única forma de salir, y conté a los medios la situación que estábamos viviendo. Hay gente que lleva aquí 20 años y no se atreve a hablar”, cuenta.
El compromiso de Diop “para que la gente sepa lo que se vive aquí” va muy ligado a la Asociación de Nuevos Ciudadanos por la Interculturalidad (ASNUCI). Con ellos colabora desde hace un tiempo y con ellos se ha encargado de repartir agua potable durante la pandemia en los asentamientos de migrantes de Lepe (Huelva), donde durante la campaña agrícola llegan a vivir unas 900 personas.
Nadie estaba preparado para la llegada del coronavirus, pero menos quienes residen en chabolas fabricadas con plásticos y cartones, sin luz y sin saneamiento. “Pedro Sánchez dijo que no iba a dejar a nadie atrás. ¿Y a nosotros? ¿Sabe dónde vivimos? ¿Sin luz, ni agua, bajo plásticos y cartones? No hay distancia de seguridad ni higiene. Alrededor sólo tenemos basura”, exclama Diop.
A finales de abril, la Junta de Andalucía aprobó una ayuda de más de dos millones de euros “para los municipios de las provincias de Almería y Huelva en cuyos territorios existen asentamientos chabolistas de personas inmigrantes, destinada a atender las necesidades básicas de estas personas como consecuencia de la crisis sanitaria-epidemiológica causada por el coronavirus”, se lee en la publicación oficial del Boletín andaluz.
“No han hecho absolutamente nada”, se queja Diop. “Antes venía un camión a llevarnos agua que teníamos que repartir nosotros, pero el 8 de junio nos dijeron que iban a dejar de hacerlo porque estábamos en la tercera fase y se volvía a la normalidad. ¿Cuál es la normalidad? Cargar las garrafas de 25 litros en la bicicleta, o andando uno o dos kilómetros para tener agua potable”, se responde a sí mismo.
La Dirección General de Coordinación de Políticas Migratorias de Andalucía, de la que depende esta partida, alega que estas ayudas de la Junta sólo pueden utilizarse para “alimentación, agua potable, mascarillas o geles, no para instalaciones definitivas”, y que es el Ayuntamiento de cada municipio afectado el que decide cómo gestionar este dinero, que se puede usar “hasta finales de año”. Al municipio de Lepe, donde vive Diop, le corresponde una partida de 260.251 euros. El HuffPost se ha puesto en contacto con el Ayuntamiento de Lepe, sin obtener respuesta por el momento.
Chadia Arab, profesora de Geografía Social y Geografía de las Migraciones en la Universidad de Angers (Francia), ha estado en Lepe, pero también en Cartaya, en Moguer, en Almonte, todos municipios de la provincia de Huelva que la geógrafa recorrió como parte de un profundo trabajo de investigación sobre las temporeras marroquíes de la fresa en España. Fruto de esa investigación nace la obra Las señoras de la fresa. La invisibilidad de las temporeras marroquíes en España (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo), en la que Arab entrevista a decenas de estas mujeres “invisibles para el mundo”.
“España necesita dedos delicados para recoger una fruta tan frágil como la fresa. Desde 2007 de manera oficial, cada año Marruecos selecciona a estas mujeres para enviarlas a España, donde trabajan entre 3 y 4 meses en la recogida de la fresa”, explica Arab a El HuffPost. “Este programa es claramente discriminatorio, ya que se trata de una migración sexuada, de mujeres, de migrantes con hijos para garantizar que al final de la temporada vuelven a su casa”, afirma. Las ‘elegidas’ suelen ser “las más pobres y vulnerables, para que una vez en España sean lo más dóciles posible”, argumenta la investigadora. “Es una migración de usar y tirar, ya que en cualquier momento estas mujeres pueden ser enviadas de vuelta a su casa”.
Arab tiene especialmente marcado lo que ocurrió en 2018. Ese verano, diez mujeres marroquíes que trabajaban recogiendo fresas en Almonte (Huelva) denunciaron abusos sexuales, además de laborales, por parte del dueño de la empresa. Este mes se cumplen dos años de aquel hecho insólito y no sólo no se ha resuelto la investigación, archivada por el momento, sino que estas mujeres viven en un limbo desde entonces: mientras permanecen en España a la espera de un juicio que no llega, algunas de ellas han sido repudiadas por sus familias en Marruecos. Hace dos años, su historia indignó a buena parte de la sociedad española; hoy, pocos se acuerdan de ellas.
A la suya se sumaron otras denuncias de acoso sexual a temporeras que “enturbian aún más la economía del oro rojo en España”, comenta Chadia Arab en referencia al negocio de la fresa. La investigadora, tras entrevistar a las diez mujeres que se atrevieron por primera vez a denunciar, califica como “muy difícil” su situación. “Es urgente que España haga justicia con ellas, que les reconozca sus derechos y les devuelva su dignidad para que puedan volver con la cabeza alta a Marruecos”, sostiene.
“Este reconocimiento es una cuestión de derechos de las mujeres, de derechos de los migrantes, de derecho a un trabajo decente y, en general, de derechos humanos, sobre todo en un gran país como es España”, señala la escritora. “Recordemos que ellas sólo vinieron para una cosa: trabajar y responder a las necesidades de sus familias. Creo que España debería garantizar un tratamiento igualitario entre migrantes y nacionales”, defiende.
El relato de cómo vivían algunas de esas ‘mujeres de la fresa’ es estremecedor. “Vimos cientos de mujeres encerradas en una gran jaula pidiéndonos desesperadamente ayuda, mostrando sus pasaportes y documentos médicos. Vimos lo impensable, lo inefable; todavía enmudecemos con el recuerdo de aquella terrible visión”, escriben en el prólogo de Señoras de la fresa Belén Luján Sáez y Jesús Díaz Formoso, abogados de la asociación AUSAJ que representan a las temporeras que denunciaron abusos. “Vivían esclavizadas y encerradas. 22 meses después, no se ha investigado nada”.
Estas mujeres han aprendido a la fuerza y de la manera más precaria lo que es el confinamiento antes de que llegara el coronavirus. “Las cooperativas de fresas, donde ellas viven y trabajan, están a varios kilómetros de los pueblos. El transporte público es escaso, si lo hay”, explica Arab. “Están obligadas a limitar sus salidas, a algunas las obligan a llevar un chaleco amarillo si salen de las habitaciones, en algunas cooperativas hay cámaras de vigilancia, sin derecho a la intimidad, en habitaciones ínfimas y compartidas”, describe la autora. “Durante meses, viven sin su pareja, sin sus hijos, sin su familia. Les piden que no creen conflictos, pueden ser expulsadas en cualquier momento si surge alguna pelea”, cuenta.
La pandemia no ha puesto las cosas más fáciles. La temporada alta de la fresa se da entre marzo y mayo, y este año ha coincidido con el estado de alarma y el cierre de fronteras. Si en 2019 el trabajo de la recogida de frutos rojos en Huelva se repartió entre 20.000 mujeres marroquíes, este año sólo han conseguido llegar a la provincia andaluza 7.000. “Debido a la escasez de mano de obra agrícola en España, estas mujeres han trabajado de seguido en los campos de fresas, incluso les prolongaron el contrato para cubrir esa necesidad”, cuenta Arab.
“Hasta ahora, los empresarios insisten en que las mujeres cojan las fresas sin protección para no estropear una fruta tan delicada, a riesgo de estropearse ellas las manos y la salud”, afirma la geógrafa, que pone en duda las medidas de protección que se han podido llevar a cabo en estas cooperativas, véanse la distancia física entre trabajadoras y el uso de mascarillas y guantes. No es casual que entre los temporeros se hayan detectado varios de los brotes de coronavirus registrados en España en el último mes.
Pero, probablemente, para estas mujeres el coronavirus no es la mayor de sus preocupaciones. “Algunas de ellas han dejado atrás a sus hijos, a veces sin tutor, sin medios económicos suficientes, y expuestos además a esta crisis sanitaria y socioeconómica sin saber cuándo van a poder volver a Marruecos, que sigue con las fronteras cerradas”, lamenta Chadia Arab. Lo que en principio empezó para ellas como una forma de ganarse la vida y ahorrar durante unos meses las tiene ahora atrapadas en un país que sólo las quiere como recurso de “usar y tirar”.
Para Chadia Arab y Seydou Diop, esto también es racismo.