Teatro La Puerta Estrecha, una sala para llenarse de la humilde y vana humanidad
Este fin de semana me divierto. Me salgo del camino trazado y me voy al Teatro de La Puerta Estrecha en el que tres obras me han mantenido encerrado entre sus cuatro paredes. Ha sido como si se me hubiera aparecido un buen ángel exterminador buñuelesco que avisara de que no podía partir de allí sin antes probar esos tres bocatto di cardinale que tenían preparados.
El primero, La manada. Obra escrita y dirigida por Daniel Dimeco sobre las corrientes telúricas de deseo (sexual, claro) y de poder que encierran las familias. En este caso la formada por tres hermanos a los que la (mala) vida ha vuelto a reunir en la granja en la que crecieron. Juntos, en la cocina, mientras se hacen un café, desayunan, preparan la comida o lavan la fruta, se informan de sus vidas, se confiesan, se dan algo parecido al cariño. Afuera, el calor del Karoo, el desierto sudafricano, la muerte del ganado que anuncia el empobrecimiento y las amenazas. Lugares a los que ponen banda sonora los de balidos de las ovejas moribundas por la sed, los grillos copulando y la radio que emite ininterrumpidamente los discursos supremacistas de los bóers.
Una mezcla explosiva de Chéjov, Tenesse Williams, Coetzee, las películas de vaqueros algo tarintinescas, de familias con secretos y de débiles que resultan ser los fuertes. Una explosión contenida y realista gracias a la dirección y la impertérrita interpretación de los actores de la compañía Karoo Teatro que sucede a un palmo de las narices de los espectadores. El pequeño público que cabe en esa pequeña cocina y que asiste a esta reunión en silencio, sin moverse, como si no quisieran romper la magia de realidad y misterio a la que están asistiendo. Tanto que cuando la obra acaba les da como miedo el aplaudir. Porque a la vida no se la aplaude, solo se puede asistir a ella, estar presente en ella.
La segunda obra que me retiene en este teatro es Por los caminos de Federico. Federico es Federico García Lorca, compañero de Buñuel en la Residencia de Estudiantes. Obra dirigida por Samuel Blanco e interpretada por Flor Saraví que muestra que solo hace falta sensibilidad para que la fuente del poeta no se agote y siga refrescando la carne y el hueso, poniendo sangre en las venas. Obra que junto a la actriz la protagoniza una reproducción del escritorio del apreciado escritor. Una mesa preparada quea permite a la interprete desde alzarse por encima de un púlpito hasta montar un pequeño de teatro de títeres.
Treinta personas llenan la sala, otra sala, el día que veo este espectáculo. Lugar pequeño, de recogimiento e intimidad que permite convocar el duende que hará a los asistentes superar las metáforas del poeta para comprender que todo es amor. Amor por el otro y por los otros. Todo es querer y trabajar ese querer. Como el público, que se siente querido, bien tratado, (re)confortado y a la salida se queda para departir con la actriz sobre el espectáculo. Un quedarse que hace crecer ese vínculo de complicidad, de entendimiento, que se creó previamente en la sala.
Diotima_Clip 4 from La Puerta Estrecha on Vimeo.
Y, si tanta belleza, tanta orfebrería fina, tanto lujo no fuera suficiente, la sala se arriesga aún más y produce y estrena Diotima de María Zambrano. Un complejo texto que protagoniza Diotima de Mantinea, la mujer que, según Platón enEl banquete, le enseñó a Sócrates lo que era la vida y lo que era el amor. Texto que ha servido a Raúl Iaiza y a Eva Varela Lasheras para co-crear un espectáculo sutil a partir de la ambigüedad concreta de la poesía en manos de una filosofa. Obra montada a lo grande, como si esta pequeña sala fuese el Centro Dramático Nacional.
Obra que ocupa casi todo el sobrao de la casa en la que se encuentra el teatro. A la que solo podrán asistir 18 afortunados connaisseurs en cada representación para disfrutar de un exquisito caviar teatral, apto para paladares también exquisitos y refinados que no solo exigen calidad en el producto usado sino conocimiento en la elaboración del plato y de su representación que Eva Varela Lasheras hace en vivo y en directo sin apenas esfuerzo con maneras femeninamente chamánicas.
Los que asistan a sus representaciones aprenderán que adquirir conocimiento no es sencillo, no es fácil. Se necesita un tiempo atravesado, penetrado, fecundado, por el amor para poder tomar el pulso de las cosas de la vida. Pues todo tiene un pálpito, aletea, en el corazón helado (qué bonita metáfora escénica esos discos helados a los que se abraza la actriz) de las cosas y de los seres humanos. Un aleteo que gotea tanto en la luz como en la oscuridad hasta que la muerte las separe (¡qué manejo el de la iluminación para hacer ver en la penumbra como en la claridad!).
Tres espectáculos reservados a tan pocos, los pocos que caben en la sala, que se convierten en un lujo. Un lujo para todos los bolsillos, pero no para todos los públicos. Pues a la predisposición a divertirse (en su acepción de desviarse del camino trillado) hay que añadirle un interés y un amor por asistir al misterio del teatro y de la vida. Un misterio que aligera las mochilas prejuiciosas de los asistentes para llenárselas de una humilde y vana humanidad. De hacerlos humanistas interesados por los otros como lo están por ellos mismos. Lo que sucede en una pequeña sala escondida en Lavapiés, que no es un secreto, que se encuentra cuando uno se divierte.