Steve McCurry: miradas sobre miradas
"Hace casi 40 años el retrato de Sharbat Gula con sus infinitos ojazos verdes abrió los nuestros".
A Steve McCurry le conocemos sobre todo por haber incrustado en nuestra memoria la mirada penetrante, desamparada y asombrada de una niña afgana en un campo de refugiados de Pakistán en plena invasión soviética. Hace casi 40 años desde la portada de la revista National Geographic, el retrato de Sharbat Gula con sus infinitos ojazos verdes abrió los nuestros, para que tomáramos consciencia de la cruel y tenebrosa situación de los civiles en los Emiratos Islámicos.
Esta famosa imagen, junto a otro centenar, nos mira de frente en Steve McCurry. ICONS, una de las retrospectivas más completas del fotógrafo norteamericano. La exposición, abierta hasta el próximo 13 de febrero de Madrid, es un compendio de sus más de cuarenta años de profesión: un tour de historias visuales, vibrantes y coloridas por los cinco (o seis o siete, según cada cual) continentes.
En algún momento le señalaron por retocar sus fotografías y aún hay gente que se pregunta si Steve McCurry (Filadelfia, Pensilvania, 1950) es un reportero gráfico o un artista. ”¡Dichosas etiquetas!”, responde él y añade: ”¿Es posible que sea ambas cosas?”.
La respuesta la tienen sus fotos. Son imágenes que reflejan verdades, cuentan historias e inyectan belleza en todo lo que evidencian por muy desolador que sea. El trabajo de este fotógrafo “hambriento” y siempre insaciable por comerse la vida con su cámara nos habla de conflictos armados, culturas en extinción, tradiciones antiguas, la sociedad actual, pero esencialmente y siempre de personas. Todo esto lo descubrimos en la magnífica exposición Steve McCurry. ICONS en el Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. La retrospectiva nos lleva de viaje por Afganistán, India, África, el sudeste asiático, Brasil, Cuba, Estados Unidos o Italia.
McCurry nos recibe en el hotel Urso de la capital. Madrid le gusta. “Hace 25 años estuve durante dos o tres semanas aquí haciendo un reportaje. Tanto Madrid como Barcelona son ciudades fascinantes”, nos dice algo afónico y con carraspeo en la voz. Nos advierte de que traía hechos dos test de covid cuando llegó, y que ayer le hicieron otro. La entrevista, distendida y sin prisas, tiene como peculiar banda sonora los agudos ¡plim! de los mensajes que sin cesar le llegan al móvil, aunque nada perturba nuestra charla. El norteamericano responde cada pregunta en inglés y habla muy lento, como si estuviera acostumbrado a tratar con gente de otras nacionalidades y etnias que no hablan su idioma. Sabe hacerse entender y se entrega a la conversación amigable e incondicional.
De mediana estatura, cabello blanco afín a sus 71 años y vestido informal, Steve McCurry no va con su cámara al cuello, pero lleva su iPhone en el bolsillo. “Lo uso todos los días y todo el tiempo, incluso hago vídeos. Para el trabajo recurro a la Leica, pero las fotos del móvil están bien, llevo tomadas unas 30.000. No se trata realmente de la calidad, sino de recuerdos. Es mejor tener eso que nada”. Y la pregunta es inevitable: ahora con los móviles todos somos fotógrafos, la vida está llena de fotógrafos tan silvestres como las margaritas. ¿Qué le parece?
“Todo el mundo tiene un lápiz o una lapicera, así que todos podríamos escribir una canción, un poema, un guión, un libro o lo que sea en cualquier momento y lo hacemos. La gente fotografía a sus amigos, sus cumpleaños, mascotas, etc. Y así como ellos hacen fotos, yo envío muchísimos mensajes de texto a diario, como todo el mundo, pero no es literatura ni poesía. Si alguien hace fotos de lo que le apetece me parece genial, creo que todos deberían hacerlo. Pero el hecho de que las personas puedan enviar mensajes de texto todo el tiempo no significa que vayan a ser grandes escritores”.
McCurry, que ha firmado innumerables portadas en la revista National Geographic y posee una colección de los premios y reconocimientos más codiciados y prestigiosos de su profesión —entre otros el World Press Photo que mereció en cuatro ocasiones—, dista mucho de parecerse al prototipo de fotógrafo que, por ejemplo, encarnó Clint Eastwood en Los puentes de Madison.
Él, sin que nadie lo dudara, podría ser el camarero del hotel, un turista más o el conductor del taxi que te llevara al aeropuerto. Esa apariencia de ‘tipo corriente’ le sirvió a sus veintitantos para pasar desapercibido y unirse a un grupo de refugiados afganos con los que, vestido como ellos, cruzó la frontera a Pakistán, en plena invasión rusa. El país estaba cerrado a todos los periodistas occidentales, pero el arriesgado Steve salió de allí vivo, y con una gran cantidad de carretes cosidos a sus ropas.
Así ofreció al mundo las primeras imágenes del (irresoluble) conflicto en Afganistán, retrató a la niña afgana de 12 años y desencadenó una carrera fulgurante y excepcional. Entonces joven, curioso e irreprimiblemente inconsciente, el norteamericano, con su leal Leica, ya nunca más dejó de viajar.
Y con esa ingenuidad de quien ni piensa que puede arrastrar un ogro pegado a su sombra, a nuestro intrépido reportero lo arrestaron en doce países, estuvo preso en Afganistán y en más de una ocasión tuvo que elegir entre sus carretes o seguir respirando. De entre todas las situaciones en las que vio la sonrisa de La Parca diciéndole “ven, cariñito”, Steve recuerda especialmente Eslovenia. “Tuvimos un accidente de avión en el que íbamos el piloto y yo. Solo tenía dos asientos. Yo estaba seguro de que iba a morir, llevaba puesto el cinturón de seguridad que se había atascado y no podía quitármelo sin ayuda. Estaba atrapado y me era imposible salir nadando como lo había logrado el otro. Realmente no sé cómo lo conseguí, pero fui capaz de arrastrarme y escapar gateando. Esa, sin duda, fue una auténtica pesadilla”.
¿Y es cierto que toda tu vida pasa como en una película por tu mente?
No, yo sólo intentaba pensar en cómo demonios salir de aquello.
¿Le teme a la muerte?
Bueno, no pienso mucho en ello. Es inevitable, ya lo sabemos y hay que estar preparado. Pero eso es todo. No le doy más vueltas al tema.
Este hombre con mirada de narrador no iba tras la pista del Edén en sus proyectos, sino más bien lo contrario. Estuvo en guerras como las de Afganistán, Líbano o la del golfo Pérsico. En cierta medida era un desafío a la suerte… O a la muerte. “Ya no lo hago tanto”, aclara. “Pienso que cuando eres más joven eres más temerario, y quizá intentas demostrarte algo a ti mismo. Ahora hay otras cosas a las que quiero llegar y hacer. Creo que uno debe reinventarse y evolucionar. En 2016 estuve en Afganistán y me pareció interesante, pero un poco repetitivo. Sentí una especie de déjà vu, un esto ya lo he vivido y no estoy aprendiendo nada nuevo. Y creo que siempre es bueno estirarse para llegar un poco más lejos”.
La otra cara de la moneda son las sinfonías de auténtica felicidad y el optimismo que ofrece en sus fotografías de Sri Lanka, Cuba o Nepal. “Voy a lugares que quiero conocer, sitios que me apasionan y me dejo llevar por lo que me intriga. La vida es corta y tienes que hacer cosas que te interesen, que le den un sentido y de las que puedas aprender: personas, otras culturas, otras comidas, la arquitectura… Hago las cosas a mi manera porque creo que todos tenemos que vivir como queremos. Lo importante es hacer lo que quieras hacer, porque al final mueres y da igual lo que hayas hecho o no”.
Y ¿se arrepiente de haber hecho o no haber hecho algo?
No, la vida es demasiado corta. Creo que es mucho mejor seguir adelante de una manera positiva. Por supuesto que uno puede aprender de sus errores, pero estancarse en lo negativo es destructivo y no hay tiempo para eso. Tienes que avanzar.
Este hombre, que en su adolescencia creía que de mayor sería director de documentales, lleva dos vueltas al mundo instruyéndonos con sus andanzas, ″pero nunca me lo he propuesto ni lo he perseguido”, subraya casi justificándose. “He estado en muchos países y varias veces. En India, por ejemplo, unas 80, pero jamás he dicho ’vaya, nunca he estado o sí en Turkmenistán ni en Bielorrusia”.
De todos los que ha visitado, Birmania, Japón, Tíbet, Bután son los que le han impactado especialmente por lo bueno: “Me fascinan en todos los sentidos, me siento cómodo cuando estoy allí y me atrae mucho la cultura budista”. Irak, en cambio, lo ha hecho por lo negativo. “No me refiero a su gente, sino a la situación política. La viví durante el mandato de Saddam Hussein y después de la invasión. Siempre ha sido un gran pueblo con personas maravillosas. No tengo nada en contra de Irak ni de su patrimonio cultural o su historia, pero su régimen es inquietante y perturbador”.
Lo sorprendente es que aún le quedan sitios por conocer. “Hay sitios a los que me gustaría ir, como Irán o Namibia, por ejemplo, pero no los voy marcando en una lista, ni intento llenar las páginas de mi pasaporte, solo trato de hacer mi trabajo”. En cuanto a la ciudad más bonita, no lo tiene tan claro: “Si no fuera por el idioma, me encanta Roma y toda su historia. Venecia porque es un lugar único y Hong Kong, no el de ahora, sino el de antes”.
El caso es que desde hace cuatro años, que es cuando nació Lucía, su primera hija, el fotógrafo ha bajado los niveles de peligrosidad de sus travesías, el número de viajes, el tiempo que está lejos de casa y sus temáticas son bastante más amables. “Bueno, sigo yendo a lugares que me devuelven a algunos de los viejos sitios, pero intentando que se vean de una manera diferente. Estuve en la Antártida y Galápagos antes del covid e hice un libro sobre animales. Solo trato de fotografiar vida. Pero, ¿volver a Afganistán? Es mejor dejar que lo haga otro, alguien más puede contar esa historia. Yo quiero contar otras. Antes solía viajar mucho más, ocho o nueve meses al año, ahora quizá llego a seis, pero nunca los he contado”.
Desde que es padre, es más selectivo. “Tengo una niña y eso ¡sí que es un cometido importante! Requiere muchísimo tiempo y me encanta pasarlo con ella. Entre mi trabajo y mi familia ya hay muchas cosas que no me apetece hacer”, y otras a las que sí se dedica gustoso y con menos presión: los libros. Ha publicado muchísimos, los últimos son Historia y sueños (2021), In search of elsewhere (2020) o Animals (2019). ¿Hay algo mejor que ser el dueño absoluto de tu propio tiempo?
“Solía hacer muchos encargos —recuerda— siempre con el agobio de la fecha de entrega y con todo lo que debía fotografiar como si fuera la lista de la compra sin salirme del guión. Yo sentía que algo no funcionaba. Ahora es el momento de hacerme mis propios encargos y decirme ‘¿Sabes qué? Esta noche me apetece pasear por Madrid y hacer fotos a lo que salga’. Las revistas únicamente quieren lo que te piden y, o llevas esa foto o te despiden. Ahora trabajo para mí”.
¿Cómo es posible que un hombre tan interesante como usted no arrastre unos cuantos divorcios, tenga un montón de hijos y que se haya involucrado en una relación hace solo unos pocos años?
Creo que fue la sencilla combinación de estar muy liado con mi trabajo y quizá la búsqueda de algo que no existía.
La cuestión es que Steve McCurry, pese a haber recorrido casi todo el planeta, ha descubierto un país nuevo en el mapa: su hogar. “He estado viajando la mayor parte de mi carrera y mi pequeño apartamento en Nueva York parecía una habitación de hotel: entraba y salía, daba la sensación de que siempre estaba de paso. Mi maleta era mi hogar. Ahora, incluso cuando estoy de viaje y cojo el teléfono, reconozco esa sensación de Hogar dulce hogar”.
Y para terminar este feliz encuentro, porque su móvil ha sonado, le llaman desde Rusia y debe cogerlo, algunas preguntas de despedida.
¿Cuál cree que fue su mejor momento detrás de la cámara, qué sabe hoy que le habría sido muy útil entonces y qué se perdió en el camino de la experiencia?
No creo haber perdido nada con la experiencia. Sigo teniendo el mismo entusiasmo, conservo la misma energía y la pasión de mis inicios. Me hubiera gustado tener una cámara digital hace 30 o 40 años. Con la película Kodachrome, tal como está esta habitación ahora mismo, demasiado oscura, no podría haber hecho una foto, en cambio con el móvil, sin problemas. La fotografía digital ha alargado el tiempo. Antes era muy difícil hacer fotos en la oscuridad y el tiempo no se podía estirar cuando casi era de noche.
El lujo es…
Supongo que tiempo y tiempo libre.
¿Y la felicidad?
Estar con los amigos y la familia, o con mi hija, quizás simplemente caminar por la calle sin rumbo fijo, como paseando al perro. Estás en la calle, caminas y observas a tu alrededor. Pero solo miras y no intentas llegar a ningún sitio, solo dar un paseo y alejarse de las preocupaciones. Se trata del hecho de estar vivo. Estoy aquí y puedo pasear por la ciudad y eso es algo grande, es un privilegio, Madrid me gusta mucho… También me haría feliz, si alguien lee este reportaje, que sepa que a Steve McCurry le encantaría conseguir una subvención porque le fascinaría hacer un libro sobre esta ciudad. Tal vez necesitaría unos pocos cientos de dólares o miles de euros y en un clic nos pondríamos en marcha.
Además del libro sobre Madrid, ¿qué le queda por hacer?
Bueno, vivir mi vida.