Soy viticultor y no me interesa la etiqueta de vino ecológico
Cuando lo ecológico se convierte en un reclamo publicitario, caemos en una espiral que no es positiva para nuestra salud ni para el planeta.
La pregunta es recurrente: ¿eres ecológico? Es una pregunta legítima: trabajo con plantas y pongo mucho énfasis en mantener una buena relación con la naturaleza
Las etiquetas monopolizan la atención y el debate en torno a la producción agrícola y el medio ambiente. Son etiquetas que tienen el poder de calmar la conciencia del consumidor, pero ¿podemos decir que realmente garantizan una producción sostenible?
Me instalé en Chassagne-Montrachet en 2013 y me hice cargo de una finca familiar que llevaba dos generaciones sin trabajarse. Acababa de terminar mis estudios de Enología en la alta escuela de viticultura Changins y empecé a llevar a la práctica los principios de la biodinámica. Con el paso de los años, me empezó a resultar difícil sentirme feliz con estas prácticas. Agronómica, económica y filosóficamente. La carga de trabajo administrativo es demencial y los costes de producción son muy elevados. Unas limitaciones demasiado grandes para unos resultados que no respondían a mis expectativas. Ninguna etiqueta tiene en cuenta la felicidad del agricultor. ¿Acaso no importa? ¿Hace falta recordar la elevada tasa de suicidio entre los agricultores?
Lo que más alarmante me pareció fue el nivel agronómico. Los suelos estaban cansados y no mejoraban. Los productos autorizados en la viticultura ecológica son insumos que dañan el ecosistema. Por ejemplo, el producto orgánico que se emplea para combatir la flavescencia dorada es nocivo para los insectos. La solución natural para combatir esta plaga es identificar las vides enfermas, arrancarlas y controlar así su propagación. La anticipación y la prevención son fundamentales. En un gramo de tierra hay mil millones de bacterias. En cuanto el ser humano quiso cambiar el orden natural de las cosas en su beneficio, empezaron los problemas con la aparición de enfermedades. La cuestión no es dejar de utilizar productos químicos para sustituirlos por cobre y azufre. La cuestión es acabar con los tratamientos por completo. Dejar de arar también. Las etiquetas no cuestionan estas prácticas, de las que deberíamos prescindir para cultivar y producir de forma sostenible. Es necesario para nuestra profesión. Es urgente revisar nuestros sistemas de gestión de los viñedos, porque se están quedando obsoletos con el cambio climático.
En 2017, mi mujer y yo nos interesamos por la permacultura y la agroecología. Nos inspiramos en el trabajo de Konrad Schreiber, por ejemplo. La premisa es tener un terreno siempre ocupado y nunca trabajado para poder iniciar un círculo virtuoso de materia orgánica gracias a la actividad de las lombrices y a la vida bacteriológica del suelo.
En vez de mirar catálogos de productos químicos y tractores, miramos catálogos de seres vivos y técnicas de cultivo. Alfalfa, veza, guisantes, lentejas, triticale, trigo, cebada, colza, esparceta, cáñamo, lino, sorgo, mijo, tréboles...
Los resultados no tardaron en llegar: mis parcelas son más resistentes a la sequía y sus suelos están vivos. Prefiero invertir mi tiempo en seleccionar plantas que vivan en armonía con mis vides que en rellenar papeles y formularios para obtener una certificación.
Queremos ser autosuficientes. Nuestro plan es desarrollar una actividad “híbrida”: un viñedo y una granja.
Con Loaris, nuestro huerto de permacultura, hemos descubierto que es posible producir nuestros propios vegetales sin ningún tipo de fertilizantes químicos. No necesito que me den una etiqueta para recordar la esencia de mi profesión. El objetivo es dejar de depender del sector químico-industrial, que ha desconectado a los agricultores de la naturaleza.
Las estanterías de los supermercados son cada vez más ecológicas, pero nuestros paisajes no. Sin embargo, casi todos los productos ecológicos que se encuentran allí son monocultivos industriales. La industrialización y la estandarización van en contra de la biodiversidad y la evolución natural de las especies. Las etiquetas responden, sin duda, a una tendencia en la que los intereses capitalistas y una buena conciencia medioambiental (hipócrita) priman sobre el respeto a la naturaleza. Cuando lo ecológico se convierte en un reclamo publicitario, caemos en una espiral que no es positiva para nuestra salud ni para el planeta. Las etiquetas ecológicas son un gran paso para la industria, pero un paso insuficiente para el planeta.
El criterio de la huella de carbono de estos vinos ecológicos tampoco es serio. Podemos encontrar vinos ecológicos en botellas de vidrio más gruesas, ya que transmiten una mayor calidad y encima son aptas para transportar en avión. ¡Un sinsentido! Igual que los “tomates ecológicos” en pleno mes de noviembre. Me gustaría que las etiquetas exhibieran de forma obligatoria la huella de carbono del producto. Más de una sorpresa se llevaría alguno al conocer el coste ecológico de una botella de vino o una zanahoria. Creo que el requisito mínimo que se le debe exigir a un agricultor es lograr la neutralidad de carbono.
En su libro La Revolución de una Brizna de Paja, el agricultor y biólogo japonés Masanobu Fukuoka escribe: “Algo que nace del orgullo humano y de la búsqueda del placer no puede considerarse verdadera cultura. La verdadera cultura nace en la naturaleza, es sencilla, humilde y pura. Y si carece de verdadera cultura, la humanidad perecerá.
Observemos la naturaleza en lugar de poner una fe ciega en estas complejas e indigestas etiquetas. Cada terreno tiene sus propias características y debemos tenerlas en cuenta. Yo no tengo ninguna certificación ecológica. Yo trabajo con la naturaleza.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Francia y ha sido traducido del francés por Daniel Templeman Sauco.