Soy científica y ni siquiera yo consigo que los míos respeten las normas anti-Covid-19
Los comunicadores más efectivos son aquellos en quienes confía el receptor. Eso es lo que dicen los manuales de comunicación sanitaria. Ojalá pudiera decir que eso también es cierto desde mi experiencia.
Al igual que muchos de vosotros, he tenido pesadillas con el coronavirus. La temática suele ser siempre la misma: en mis sueños, me encuentro expuesta al virus de un modo u otro, ya sea porque estoy en el hospital o porque estoy rodeada de gente que no toma las debidas precauciones. Sea como sea, siempre sufro unos segundos de ansiedad desde que me despierto hasta que me doy cuenta de que solo ha sido un sueño. Entonces, respiro aliviada. No he estado expuesta. Sigo a salvo.
Luego cojo el móvil, me meto en mis redes sociales y me doy cuenta de que la pesadilla es muy real. Mis familiares y amigos cuelgan fotos en las que aparecen exponiéndose al coronavirus, a veces por pequeñas imprudencias, y otras veces directamente saltándose las normas de seguridad. Sea cual sea el caso, en cuanto veo la publicación, envío una respuesta pasivo-agresiva, como puede ser una actualización con los últimos datos de la pandemia, un vídeo con sanitarios agotados o un resumen de mi propia experiencia.
Y hablo de mi experiencia porque soy científica. Concretamente, me dedico a investigar las mejores formas de difundir e implementar información de salud pública entre la población. También trabajo en un centro médico donde todos los días recibo por correo una actualización del número de pacientes ingresados en planta, de trasladados a UCI y de fallecidos.
Pero no solo dispongo de los datos que recibo todos los días, sino que estoy especializada en difundir esta información a la población y he publicado artículos académicos para guiar a la comunidad médica en esta labor de comunicación. Sin embargo, pese a mi experiencia y mi competencia, soy incapaz de lograr que mis propios familiares y amigos sigan las normas y las recomendaciones.
Cuando la pandemia nos golpeó en marzo, mi trabajo consistía en pregonar medidas como los dos metros de distancia entre personas y el uso de mascarillas. Al mismo tiempo que asesoraba al sistema público de sanidad, mis propios familiares y amigos hacían lo que les daba la gana. Y, en la mayoría de los casos, no eran de esas personas que piensan que la pandemia es una farsa. No eran esa clase de personas que comparan sin atisbo de vergüenza la obligatoriedad de las mascarillas con la esclavitud. Eran personas que comprendían que la pandemia es algo real y que el coronavirus es muy contagioso. No es que desconocieran las normas y las recomendaciones, simplemente preferían no seguirlas.
A finales de marzo, mi madre me dijo que iba a hacer un viaje de cuatro horas en coche para visitar a su marido, que llevaba un tiempo en una obra, trabajando hombro con hombro con cientos de personas todos los días. Incluso adelantó el viaje un día para llegar antes de que decretaran el confinamiento en Illinois. Recuerdo mi enfado y mi frustración. Mi madre sabía perfectamente que tenía que permanecer a dos metros de distancia de otras personas y quedarse en casa para reducir el riesgo de exposición y transmisión. También sabía lo importante que me parecen las normas (hay que seguirlas, por muy inconvenientes que parezcan). Pero ella tenía sus motivos para ir, pese a todo. A esas alturas, no tenía sentido ponernos a debatir porque ambas teníamos muy claras nuestras posturas.
Me llamó una semana más tarde y me dijo que le acababan de hacer una PCR porque en el viaje de vuelta había tenido dolor de cabeza, fatiga y tos. Me dijo que no me preocupara. ¿Cómo podía decirle que no estaba preocupada, sino furiosa? Quería gritarle: ”¡Por esto te dije que no hicieras lo que hiciste!”. Pero me controlé, le di mi apoyo y le pedí que me mantuviera informada. Le pregunté todos los días. El 1 de abril, me dijo que su PCR había dado negativo. El 3 de abril, publiqué un artículo académico sobre cómo conseguir que la población rural de Estados Unidos cumpliera las normas. Científicos e investigadores de todo el país confiaban en mi criterio. Mi madre no.
Me gustaría poder decir que el susto de mi madre enderezó la actitud del resto de la familia, pero a medida que la pandemia se ha alargado y me he enterado de su vida por videollamadas, he visto que nada ha cambiado. Hablan mucho de lo duros que son estos tiempos y de lo difícil que debe de ser para mí, pero seguidamente me hablan de lo bien que se lo pasaron en el birrabús el fin de semana pasado con sus amigos. En octubre, publiqué en Facebook una historia de un hombre que organizó una pequeña reunión familiar en la que se produjo un brote que acabó con la vida de varios familiares. Mi madre comentó que lo comprendía y me preguntó si eso significaba que no iba a volver a casa para la Noche de Guy Fawkes con el resto de la familia. Me dicen que “respetan mi posición”, como si seguir las normas fuera un asunto opinable. Parece que vivimos en universos paralelos y ninguno de los dos lados nos hemos dado cuenta.
Ojalá pudiera decir que esto es solo cosa de familia, pero con mis amigos pasa igual. A menudo decimos que los amigos son la familia que se elige y, a veces, tenemos más relación con nuestros amigos que con algunos familiares. Por eso me resulta duro ver a mis amigos reunirse con otras personas, a menudo sin mascarilla, aunque sea en grupos pequeños. Insisto, no son conspiranoicos, ni personas que desconocen las recomendaciones, ni tampoco detractores de la ciencia. Pero, al igual que sucede con mi familia, no coincide lo que saben que deben hacer y lo que acaban haciendo.
El peaje emocional que me está acarreando todo esto es enorme. Ver que todos mis seres queridos ignoran las normas y recomendaciones me sienta como una bofetada en la cara. No es la primera vez que algunas personas muy cercanas a mí han ignorado mis consejos como experta, pero esta es la primera vez que me lo tomo como un asunto de vida o muerte. Me muevo entre la ira y la resignación. A veces me apetece chillarles con todas mis fuerzas cuando se ponen en riesgo para que dejen de poner a los demás en peligro. En otras ocasiones, simplemente me encojo de hombros y pienso: No me van a escuchar diga lo que diga. ¿Para qué repetirme? Si contraen el coronavirus y se mueren, no será mi culpa. Sea cual sea mi actitud en un momento determinado, es horrible sentirme así con mis seres queridos.
Llega un momento que piensas si eres la única persona que no está siendo razonable. ¿Estoy pidiendo demasiado a la gente? Al final, te acabas sintiendo mal por tus privilegios. ¿Adónde voy yo criticando a personas que me conocían antes de terminar mis estudios en ciencias? Incluso ahora me siento culpable por estar escribiendo esto. ¿Van a leer esto, sentir que los estoy delatando y dejarán de hablarme? Quizás no debería decir nada.
Sé que no soy la única científica o sanitaria a la que le pasa esto. Aunque no sea así para la mayoría de la población, esta ha sido nuestra realidad durante los últimos 10 meses. Sentimos que le hemos estado hablando y chillando a la pared, cuando antes éramos un sector respetado y escuchado. En una de mis investigaciones, pedí a mucha gente que pensaran en los aspectos positivos de la pandemia. Una de estas personas respondió que el coronavirus le había ayudado a darse cuenta de lo egoísta que es nuestra sociedad y nuestros conciudadanos. Muchos de nosotros nos enfrentamos a esa fría verdad con nuestros familiares y amigos.
No dejo de reflexionar sobre todo esto. Si solo me limito a seguir hablando desde mi posición de experta, ¿a quién voy a ayudar? Me siento bien en un principio cuando lo hago, pero evidentemente no me está sirviendo para cambiar el comportamiento de nadie, y eso implica que no estoy ayudando a mantener a salvo a la gente. Lo único que estoy consiguiendo es dañar mis relaciones con mi familia y mis amigos. Pero, por otro lado, ellos no están teniendo en cuenta que sus acciones también están dañando nuestra relación. Siento que soy la única persona que arrastra esta carga emocional, como si el problema lo tuviera yo y no ellos. Y la verdad es que soy incapaz de guardar esas emociones en una caja y olvidarme de ellas.
Como casi todos los adolescentes de comienzos de los 2000, yo vi la película Casi famosos varias veces. Recientemente he estado pensando en una de las escenas finales de la película, cuando los protagonistas se encuentran en un avión que empieza a caer al atravesar una tormenta. En medio del pánico, los personajes se sinceran y se empiezan a contar sus secretos mejor guardados y a lanzarse trapos sucios. De milagro, el avión se recupera y acaba el caos. Los personajes, después de haberse infligido heridas emocionales los unos a los otros, se sientan en medio de un silencio incómodo.
Ahora mismo me siento como si estuviera en ese avión con mi familia y mis amigos y el resto del país. Nuestro avión se está cayendo y nos estamos hiriendo emocionalmente los unos a los otros. Pero ¿qué pasará cuando termine el caos? ¿Fingiremos que no ha pasado nada? ¿Cómo se supera algo así?
Hace poco escribí en el periódico de mi ciudad que los comunicadores más efectivos son aquellos en quienes confía el receptor. Como experta, eso es lo que escribí basándome en lo que dicen los manuales y los artículos de comunicación sanitaria. Ojalá pudiera decir que eso también es cierto desde mi experiencia.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.