Soledad, juventud y redes sociales
Algunos jóvenes han otorgado a Instagram la capacidad para hacerles existir frente al grupo.
Distanciamiento, confinamiento o aislamiento. Estos días utilizamos estos términos con una normalidad anteriormente ajena. La pandemia está hurtando a muchos y muchas de su estructura cotidiana. Esta falta de vertebración nos confronta con pequeñas y grandes frustraciones, con nuevos y viejos conflictos o con nuestra propia soledad.
El término soledad viene del latín, solitas, y refiere la cualidad de estar sin compañía. Pocas experiencias son tan universales como el sentimiento de soledad, ya sea producto del confinamiento, la pérdida, o la inadaptación. Sin embargo, dado su carácter subjetivo, variable y emotivo, es difícil de definir y cuantificar.
Desde la década de los setenta la investigación epidemiológica ha puesto el foco sobre el impacto del aislamiento social en la salud de las personas. Hoy en día, la soledad involuntaria se constata como un factor de riesgo asociado a una mayor morbilidad y mortalidad, como son el sedentarismo, el sobrepeso o el consumo de alcohol. Una investigación reciente ha cuantificado el impacto del déficit en las relaciones sociales asociándolo a un incremento del 29% en el riesgo de enfermedad coronaria y a un 32% en el de accidente cardiovascular.
El momento en el ciclo vital, el contexto sociocultural y las expectativas individuales son determinantes en la percepción de soledad. En la madurez, puede ser entendida como el resultado de circunstancias desafortunadas, la pérdida o las propias decisiones. Así, una persona viuda de 75 años puede considerarse a sí misma afortunada y satisfecha manteniendo dos buenas amistades, mientras que una persona joven puede sentirse aislada si, a pesar de contar con una red similar, no tiene pareja o no cuenta con una pandilla cohesionada. La presión normativa recae sobre los hombros de los jóvenes en un arduo proceso autoimpuesto de construcción de redes sociales amplias, relaciones sexo-afectivas, aficiones compartidas o una carrera profesional interesante y exitosa. La pobreza en las relaciones sociales estaría asociada a una menor autoestima, a una disminución en la autoeficacia y mayor prevalencia de depresión y ansiedad.
Curiosamente, el uso de redes sociales ha crecido entre los jóvenes estos días de pandemia, a pesar de que no hay viajes ni fiestas y no es posible tener una cita. Instagram está repleto de jóvenes aparentemente felices e integrados que comparten sus vivencias ante múltiples testigos emisores de “likes”. Tinder ofrece galerías de especímenes pintones a los que evaluar y que valoran la propia deseabilidad a golpe de “match”. Son escenarios virtuales compartidos que retroalimentan el sentido de pertenencia e integración a un grupo normativo.
Son varios los estudios recientes que alertan sobre los efectos negativos del abuso de redes sociales entre los jóvenes. Destaca una investigación llevada a cabo por la Real Sociedad Británica de Salud Pública (RSPH) con jóvenes británicos entre 14 y 24 años que relaciona el mundo virtual de las redes con mayores tasas de ansiedad y depresión.
Resulta paradójico que en una sociedad hiperconectada las propias redes sociales puedan ser motor de sentimientos de soledad o inadecuación. Aquellos que sienten que están fuera del abanico de estereotipos que reparten las redes, o simplemente no reciben el retorno que esperan, obtienen sentimientos de escasa valía y desesperanza.
No creo que debamos demonizar Instagram, Facebook o Tinder. Pueden ser herramientas fantásticas que, especialmente estos días, ofrecen espacios de relación que nutren nuestra esfera social y afectiva. Sin embargo, para ello es necesario tener una identidad bien construida, cimentada sobre valores ya definidos, y una red social y afectiva estable. Tampoco debemos infravalorar a las generaciones frescas, a la mayoría se la trae al pairo el postureo de las redes y sus problemas están entreverados en causas más profundas.
No obstante, algunos jóvenes han otorgado a Instagram la capacidad para hacerles existir frente al grupo. Estos espacios virtuales, a pesar de promover la interacción entre personas, se sustentan en un voyeurismo donde lo fundamental es proyectar una imagen deseable para terceros. La identidad es frágil cuando depende de la aprobación externa, en particular para aquellos que están en una etapa de formación y en la que fácilmente afloran sentimientos de inadecuación. La fragilidad se exacerba cuando los referentes son imágenes saturadas de color, risas, fiestas y abdómenes perfectos. Al fin y al cabo, el proceso de construcción de nuestra identidad es compartido, es especialmente activo en la juventud y se edifica sobre el grupo de iguales.
La soledad en la juventud compone un problema especialmente peliagudo ya que lleva asociado el estigma del fracaso. Para el joven, admitir que está solo/a implica fallar en ámbitos fundamentales; ya sea el sentido de pertenencia al grupo, el afecto o el sexo. Muchos de los que se sienten solos, bien no participan, o bien continúan encarnando en redes una imagen de éxito y plenitud. Y el ciclo de la soledad de la impostura continúa.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.