Sobreviví a un terrible accidente en Perú y no pienso dejar de viajar
A mucha gente le da miedo viajar en la actualidad por lo mucho que se habla de accidentes de avión y otros sucesos terribles. Comprendo ese temor. Yo sobreviví a un incendio fatal en lo que se suponía que debía ser un crucero de placer por el río Amazonas a su paso por Perú.
La mañana del suceso, hace tres años, mi marido y yo sobrevolamos los Andes desde Lima con otros 20 estadounidenses para llegar a Iquitos, una ciudad muy viva pero aislada a la que solo se podía llegar por aire o por agua, además de ser el portal de Perú hacia el Amazonas. No veía la hora de contemplar los delfines rosas brincando en el agua y los guacamayos posados en las copas de los árboles, por no hablar de pescar esas pirañas que tienen unos dientes como cuchillas. Soy una viajera apasionada con una interminable lista de sueños por cumplir.
Por la tarde, subimos al barco fluvial que sería nuestro hotel flotante durante la siguiente semana. A mi marido y a mí nos asignaron la cabina 28, una de las siete que había en el segundo piso. En el primer piso había más cabinas y el tercer piso lo ocupaba un salón al aire libre. Después de una presentación multimedia de seguridad y una cena de mantel blanco consistente en pescado y ensalada de palmito, caímos rendidos en la cama para dormir un poco antes de la actividad programada al amanecer, en la que veríamos guacamayos.
En torno a las 2 de la mañana, me sobresaltaron unos golpes feroces y chillidos amortiguados al otro lado de la puerta. Al principio me entretuve, porque pensé que sería un simulacro rutinario y además porque estaba muy cansada. Al abrir la puerta, vi a los tripulantes corriendo por el estrecho pasillo al grito de ”¡Emergencia! ¡Emergencia!”. Una neblina blanquecina, opaca y acre me atacó los ojos y los pulmones. Una mano me agarró de la muñeca y una voz contundente me ordenó subir al piso de arriba. Llamé a mi marido a gritos y me siguió rápidamente. Nunca había estado tan aterrorizada.
Las siguientes dos horas fueron agónicas. Aproximadamente una docena de viajeros nos apiñamos y desahogamos nuestra confusión con susurros. Mi primer pensamiento fue que nos hundíamos, pero no tenía sentido, ya que no nos estaban evacuando del barco. La conmoción en el segundo piso continuaba y podíamos oler el genuino tufo del plástico quemado. Nos resultaba complicado saber qué viajeros estaban ya entre nosotros y cuáles no. Nos habíamos conocido la mañana anterior y aún no habíamos entablado amistad.
Al final, llegó un guía fatigado y nos contó que se había originado un incendio eléctrico en la cabina 27, la que estaba justo enfrente de la mía. El hombre que ocupaba esa cabina había muerto por inhalación de humo antes de que pudieran rescatarlo. El equipo de rescate trasladó a toda prisa a la otra ocupante de la habitación al poblado más cercano para proporcionarle asistencia médica y nuestro barco dio media vuelta a Iquitos. El guía nos pidió que volviéramos a nuestras respectivas cabinas y que servirían el desayuno a las 8.
Nuestro pasillo ya estaba despejado de humo y no olía. La puerta de madera de la cabina 27, intacta, no mostraba ningún indicio del horror que había albergado en su interior. Nuestra cabina estaba tal y como la habíamos dejado, pero todo parecía diferente. Asaltada por una sarta de preguntas que rebotaban en mi mente, no pude conciliar el sueño. ¿Qué había pasado? ¿Volvería a incendiarse el barco? ¿Habría terminado el crucero? ¿Estaría bien la mujer rescatada? Su familia, si es que tenía, estaría desolada.
Al tocar tierra en Iquitos por la mañana, recibimos más noticias: la mujer rescatada también había fallecido por la noche. Pese a que no conocíamos a la pareja, la noticia fue impactante y descorazonadora. Apenas era capaz de procesar la realidad, estaba aturdida por la enormidad de la tragedia y, al mismo tiempo, daba gracias por que mi marido y yo hubiéramos sobrevivido.
Nuestros guías no tenían muchas respuestas. Esas dependían ahora de la investigación oficial, que estaba ya en marcha, según nos contaron. Por el momento, nos trasladarían en otro barco a un alojamiento ribereño de lujo donde había actividades y excursiones planificadas. El incendio y los daños que había causado no terminaban de estar lejos de nuestros pensamientos y la falta de información era frustrante.
Tres días después, descubrimos que, en resumidas cuentas, se había demostrado con pruebas rigurosas que el incendio no lo había provocado una avería del sistema eléctrico, sino un dispositivo de los pasajeros conectado a una toma de corriente. La investigación concluyó, los responsables del crucero fueron absueltos por las autoridades y el barco fue declarado seguro y apto para reanudar las actividades.
El director ejecutivo del tour resolvió la avalancha de preguntas que le formulamos, calmó nuestras emociones y nos ofreció tres posibilidades: coger el primer vuelo de vuelta a casa que pudieran ofrecernos, permanecer el resto de nuestra estancia en ese exclusivo alojamiento o unirnos a él a la mañana siguiente para terminar el crucero.
Junto con los demás supervivientes, decidí volver al crucero. Abortar el plan no nos haría ningún bien para olvidar esa fatídica noche ni les devolvería la vida a las víctimas. Estaba nerviosa por volver a un escenario en el que les había ido tan mal a dos compañeros de crucero, pero al mostrarse el director y los guías tan seguros en su idea de embarcar, yo también. Había viajado hasta allí para vivir la experiencia en el imponente río Amazonas y eso es lo que hice.
Han pasado casi tres años. Las pesadillas en las que me quedaba atrapada en un edificio en llamas remitieron hace mucho, pero la sensación permanece. Sigo viajando por todo el mundo, pero ahora lo hago diferente.
A cada lugar nuevo que visito, compruebo la salida más cercana y la más lejana. Presto atención a los avisos de seguridad cuando vuelo y leo las señales de los hoteles para saber dónde están las escaleras. Practico abriendo cerrojos y manejando juegos de llaves con los ojos cerrados por si acaso tuviera que hacerlo en la oscuridad.
Duermo con la ropa puesta para no sentirme avergonzada si alguien me viera en caso de que tener que evacuar mi habitación en mitad de la noche. Guardo el calzado, abrigo, teléfono, bolso, cámara y llaves junto a la cama para tenerlos a mi alcance. Llevo un anillo de matrimonio de oro falso y un par de pendientes baratos para no perder nada importante. No me dan miedo los cruceros, aunque prefiero tener tierra a la vista a la que se pueda llegar a nado.
Todas estas prácticas no me aseguran la supervivencia en la siguiente tragedia, si es que la hay, pero pueden suponer una diferencia para mí.
La lección más importante que he aprendido es que la seguridad es una ilusión. Nadie espera morir en sus vacaciones, pero es algo que sucede de forma improbable y aleatoria en playas, aeropuertos, terrazas de cafeterías, conciertos y cruceros. Las normas de seguridad varían enormemente en todo el mundo. Nunca estamos del todo a salvo, ni siquiera en nuestro vecindario. Salir de nuestros hogares es peligroso, pero también lo es quedarse en casa.
Ese angustioso suceso fue una lección difícil sobre lo rápida e inesperadamente que puede acabar la vida. La peor de las circunstancias puede darse en cualquier momento y en cualquier lugar. Doy gracias por no haber sufrido las consecuencias directas del incendio. Al final, esto no me va a impedir que siga viendo mundo. Para mí, las potenciales alegrías y recompensas de viajar son mucho mayores.
¿Alguna vez tengo miedo a viajar? Sí, a veces, pero no suficiente como para dejar de hacerlo. Solo sé que si alguna vez me sucede lo peor, habré disfrutado cada minuto del trayecto.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.