Siria: la mayor tragedia humanitaria del siglo XXI
Siete años después de que el conato de revolución libertaria en Siria se transformara primero en guerra civil y después en un laberíntico conflicto internacional de múltiples y afiladas aristas, algunas de sus claves y consecuencias son hoy irrefutables y de sobra conocidas. Pocos se atreven ya a negar que nuestro tiempo es testigo de la mayor tragedia humanitaria del siglo XXI, y que como sistema político, económico y social en declive somos responsables de la crisis de refugiados más colosal desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Los datos revelados en las últimas semanas son avasalladores y espeluznantes, perturbadores, pero solo cobrarán su pleno significado cuando el tribunal de la historia analice la obstinada y deshumanizada decrepitud del capitalismo con la requerida distancia. Según el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos, desde que la contienda estallara en el albor de la infausta primavera de 2011, más de 321.000 personas han perecido y cerca de 145.000 han desaparecido. Una cuarta parte de todos ellos civiles, hombres, mujeres, ancianos y niños víctimas de la persecución, del revanchismo, de las ambiciones políticas y económicas planetarias, de las torturas y, sobre todo, de los bárbaros bombardeos aéreos, tanto del régimen como del resto de los países implicados.
Las cifras que ilustran la desesperación y la pobreza son igualmente turbadoras. De acuerdo con la Organización Internacional de la Migraciones (OIM), un organismo dependiente de la ONU, más de 5,5 millones de sirios se han visto arrastrados a huir de su país, aunque no para disfrutar de esa dignidad que le garantiza la carta de los Derechos Humanos. La mayor parte de ellos sobreviven desde hace casi un lustro hacinados, marginados en barriadas chabolistas de refugiados que asemejan inhumanos campos de reclusión en Jordania, Turquía, el Líbano o la desmemoriada y asustadiza Europa. Alrededor de seis millones más se han convertido en desplazados internos en un territorio arrasado y empobrecido mientras que cerca de las dos terceras partes de la población siria -calculada en 20 millones de habitantes antes de que se enrevesara la tragedia- precisa de asistencia humanitaria inmediata.
Las razones y el efecto geopolítico causado también parecen diáfanos, pese al dédalo de grupos y milicias que combaten entre sí en un escenario de alianzas interesadas y cambiantes. Siete años después del alzamiento, Bachar al Asad lidera la lista de los ganadores de un conflicto que tiene dos grandes perdedores: el pueblo sirio, que sufrirá las secuelas de esta guerra durante generaciones, y la carta fundamental de los Derechos Humanos, profanada por todos aquellos que la alumbraron hace más de medio siglo.
El entonces joven aprendiz de tirano no solo ha logrado aplastar el simple anhelo de libertad, igualdad y justicia social que, como una dulce quimera, perseguían sus conciudadanos, a los que no ha dudado en masacrar, si no que ha sido capaz de superar una conjura multinacional con una mezcla de sagacidad y crueldad de la que se sentiría orgulloso su avieso progenitor, el general Hafez, padre y alma de la dictadura de los Al Asad.
En 2012, gran parte de la comunidad internacional -con Estados Unidos a la cabeza y España en el furgón de los meritorios- exigía la renuncia del oftalmólogo reconvertido en presidente, al que adjudicaba crímenes de lesa humanidad. Seis años después, esas sevicias están documentadas pero Bachar sigue amarrado al poder en Damasco, devenido en uno de los trebejos más valiosos de una partida ajedrez con demasiados jugadores e intereses.
El truco utilizado es un viejo ardid de la política conocido como "gobernar a través de la crisis" ya empleado en el pasado por otros autócratas: generar un problema y erigirse, al mismo tiempo, en la mejor solución al mismo. En el estertor del primer año de conflicto, arrinconado en la capital y con apenas un tercio del territorio nacional bajo su control, el régimen sirio decidió abrir las cárceles, dejar volar a los elementos más radicales y, sobretodo, relajar la vigilancia en su frontera este, en la que crecía como una inquietante tarasca la organización Estado Islámico.
La estratagema ambicionaba dos objetivos: el primero, que los yihadistas penetraran, colisionaran con las fuerzas rebeldes, abrieran otros frentes y complicaran de este modo su capacidad de maniobra, como así ocurrió tanto en la región de Raqqa como en las de Idlib, Alepo, Hama y el Kurdistán sirio, enfangando, además, en el conflicto a Turquía. El segundo, generar el pánico a que un vacío de poder en Damasco pudiera ser aprovechado por los fanáticos para hacerse con el control del país, posibilidad que no solo espantaba a Israel y a Estados Unidos, si no también a Arabia Saudí, el gran derrotado de esta batalla.
Avanzado 2018, la salida del ahora consagrado sátrapa ya no se contempla. Tampoco la caída del régimen de terror de la familia Al Asad establecido hace 47 años por su padre, prototipo de los tiranos que dominaron Oriente Medio en el último cuarto del siglo pasado, que se entiende desde la política como la solución menos mala frente a la supuesta amenaza yihadista. Al menos, a corto y medio plazo.
Irán, que ha recuperado su influencia geoestratégica en Oriente Medio, el partido chiita Hizbulá, que ha asentado su poder político en el Líbano y multiplicado su potencia bélica y, sobre todo Rusia, integran igualmente la lista de momentáneos vencedores de un conflicto multinacional que ha trastocado el equilibrio impuesto tras la caída en 1989 del Telón de Acero.
En apenas cinco años, Moscú ha recuperado su influencia en una región y en un país que es crucial en su política internacional: en 1971, la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) estableció en el puerto de Tartus su ahora única base naval en el Mediterráneo en respuesta a la presencia en Gaeta de la VI Flota norteamericana. Varias décadas después, el presidente ruso Vladimir Putin, un hombre salido de las cloacas de la KGB, se ha convertido en el principal soporte de la familia Al Asad, tejido estrechas e interesadas relaciones con otras potencias de la zona, en particular con Irán y Turquía, y recuperado añejos y viciados hábitos de aquella obtusa Guerra Fría en la que se formó.
La actual batalla de Afrin es la última prueba de ello. En esa localidad septentrional siria, rusos y estadounidenses libran un pulso estratégico a través de sus respectivos aliados locales con Turquía como tercer convidado. Ankara, con el apoyo de Moscú, ha enviado a sus tropas para acabar con la autonomía de la región kurdo siria de Rojava, una suerte de estado tácitamente reconocido por el resto de la comunidad internacional en el que se estaba llevando a cabo un exitoso experimento de estado social.
Occidente aplaudió un año atrás la resistencia de las milicias kurdas -formadas, armadas y tuteladas por Estados Unidos- frente al avance del Estado Islámico en la vecina Kobani, parte también de Rojava. En la actualidad ha dado Turquía carta blanca para derrotar a las mismas milicias que frenaron el progreso de los fanáticos. La excusa de Ankara, que teme el efecto contagio en su población kurda, ha sido la habitual: la amenaza del yihadismo. Rusia, por su parte, ha visto una oportunidad de quebrar la estrecha alianza de los kurdos con Estados Unidos y de minar las tensas relaciones entre Washington y el régimen turco, dos aliados OTAN.
Existen, sin embargo, dos consecuencias más que ocupan menos espacio en los medios de comunicación y en los análisis internacionales, pero que explican porqué el conflicto y la inestabilidad regional son ya crónicos y se prolongarán al menos durante la próxima década. La primera es la rápida y ciclópea militarización de Oriente Medio, que ha situado el comercio de armas en las cifras de la Guerra Fría. Según el informe presentado en a principios de marzo por el Instituto de Investigación para la Paz Internacional de Estocolmo (SIPRI), la venta de armamento creció entre 2013 y 2017 un 10 por ciento en Oriente Medio y se situó en el nivel más alto desde el desplome del Telón de Acero. Un incremento que se multiplica hasta el 103 por ciento si se incluyen los datos -solo oficiales- desde 2008 y que ha llevado a la región a acaparar el 32 por ciento de las transacciones de armas en el mundo durante los últimos cinco años.
El principal beneficiado ha sido Estados Unidos, que desde 2008 ha acrecentado en un 25 por ciento la exportación de armamento a Oriente Medio. Un legado del presidente Barack Obama, laureado con el premio Nobel de la Paz, ya que el estudio no incluye los nuevos y multimillonarios contratos firmados por su sucesor. El envío de armamento de Washington a la región alcanzó durante este último lustro el nivel de la década de los pasados noventa y supuso el 49 por ciento de las exportaciones armanetísticas de Estados Unidos en el mismo periodo. A la zaga quedaron otros dos proveedores de armas tradicionales en la zona, como son el Reino Unido, Francia y Rusia mientras que otros entraron con fuerza como China, España y Alemania, que elevó su negocio en la región en un 109 por ciento.
En el otro lado de la balanza se sitúa Arabia Saudí, que en apenas cinco años ha dilatado en un 225 por ciento su gasto militar, y que, con apenas 28 millones de habitantes, se ha colocado como segundo país del mundo en importación de armas, solo por detrás de La India y por delante de otra potencia superpoblada como China. En la misma dirección se han movido Egipto que, en el mismo periodo, ha arrebatado el tercer puesto a Pekin, y Emiratos Árabes Unidos, estado satélite de Riad, que se mantiene como cuarto comprador mundial, pese a contar con apenas dos millones de habitantes. Irak, en guerra desde la invasión ilegal anglo-estadounidense en 2003, aparece en octavo lugar, con un 3,4 por ciento de la inversión mundial en compra de armas.
A ello se une el enorme impulso que ha desencadenado en la industria nacional iraní, que se ha beneficiado del aluvión de armas y de los botines de guerra para copiar prototipos y modernizar su amplio arsenal. Y la riqueza que ha supuesto la guerra en la región para grupos como Hizbulá, que desde el estallido del conflicto en Siria ha multiplicado por diez su deposito de misiles. Muchas de las armas compradas por las satrapías del Pérsico, en especial por Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Qatar, terminan en manos de grupos rebeldes salafistas a través del mercado terciario y el contrabando de armamento, uno e los mayores negocios mundiales.
Fusiles y municiones procedentes de Europa y Estados Unidos llenan los arcones de grupos yihadistas aliados de Arabia Saudí en ciudades como Ghouta, o en conflictos como Yemen, o la ya más distante Libia. También las arcas y las santabárbaras de organizaciones como el Estado Islámico, que se apropian de ellas tras arrebatárselas a Ejércitos diletantes como el iraquí. Un enorme supermercado que mueve al año miles de millones de euros sin apenas remover conciencias oficiales.
El segundo es la "talibanización" del conflicto en Oriente Medio. La caída de Mosul, Raqqa y otras grandes ciudades a golpe de bombardeo aéreo han proyectado la impresión de una derrota del yihadismo, en particular de la organización Estado Islámico, que es falaz, ya que deja vivas sus raíces. Al igual que ocurriera a principios de siglo en Afganistán -y que ocurre en la actualidad en el área del Sahel, en particular en naciones como Mali, Níger, Nigeria, Chad o Burkina Faso-, los movimientos fanáticos se han replegado y hallado refugiado en las zonas rurales, donde han instalado sistemas de clientelismo, mezquitas y otras redes de adoctrinamiento y leva a la espera de una nueva coyuntura favorable.
En el norte de África y en el oeste de Irak han forjado, además, alianzas con clanes mafiosos dedicados al contrabando de armas, personas y combustible que le garantizan la supervivencia económica y le facilitan el movimiento de combatientes. Las regiones sirias de Idlib y Alepo son el mejor ejemplo. Como en las zonas rurales bajo control Taliban, allí no ha llegado ni el gobierno, ni los aliados ni por supuesto una reconstrucción que ofrezca una esperanza a los jóvenes, y una alternativa a la seductora y efectiva propaganda de los fanáticos.
Tampoco en las provincias del oeste de Irak, donde tras la caída de Sadam Husein se asentó la red terrorista internacional Al Qaida y emergió diez años después el Estado Islámico. Allí, como en el norte de Siria, el Sahel, las regiones remotas de Afganistán, las áreas rurales de Egipto o el desierto de Libia dominan con otro nombre y otras estructuras más simples hombres de barbas hirsutas y luengas. Todos ellos tienen en la despensa un solo libro y al menos un arma: probablemente europea o norteamericana. Cerca del 70 por ciento de las armas que se venden en esas regiones proceden de estos países que se jactan de respetar los derechos humanos, y que defienden "a muerte" el librecomercio. Aunque la mercancía siegue vidas y socave horizontes, libertades y derechos.