Silencio
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Por David Almendros, educador social en Fundación Amigó

El silencio otorga. El silencio es el gran arte de la conversación (William Hazlitt). ¿Qué es tan fuerte que no puedes tocarlo, pero que se rompe con solo nombrarlo? El silencio.

Sobre el silencio hay adivinanzas, dichos populares, frases... Mucho se habla sobre él, mucho se dice sobre él, pero ¿qué es?

La RAE define el silencio como abstención de hablar, como falta de ruido. Pero, yo estoy más de acuerdo con Heidgger, quién decía que escuchar y callar se constituyen como dos posibilidades del habla. Y es que, a mi parecer, negar y obviar el silencio, es negar la conversación y el resto de las palabras que lo acompañan.

Dice Savater que, “los seres humanos no somos problemas o ecuaciones sino historias; nos parecemos menos a las cuentas que a los cuentos”. Y es que, el silencio no es hueco vacío como puede parecer, los silencios pueden explicar nuestra vida y nuestra historia, pueden explicar aquello que somos y hemos sido, aquello que sentimos y hemos sentido. El silencio dice mucho más de nosotros de lo que creemos, porque dónde las palabras no llegan, lo hace el silencio.

Esto vale para cualquier persona, ya seas padre, madre, hija, tío o abuelo, da igual si eres oficinista, cajero, empresaria o educador. Da igual tu nivel económico o social, da igual de dónde provengas. Todo eso da igual, porque el silencio no distingue, el silencio es universal.

En la era tecnológica, de las comunicaciones y del mensaje instantáneo, a muchas personas nos pasa que tenemos la necesidad de llenar los huecos vacíos de las conversaciones, como si de un ascensor se tratase, nos sentimos incomodos ante la falta de palabras, ya sean orales o escritas. Pero ¿y si aprendemos a leer los silencios?

Como dice Navarro, “el silencio genera un espacio privilegiado para comprender nuestro entono y posibilitar el crecimiento integral de la persona”. Es decir, a través del silencio, haciendo una pausa en nuestro día a día y tomando aire y callando todo aquello que nos rodea, podemos pararnos a pensar en dónde estamos, qué estamos haciendo, quién somos o qué necesitamos.

Para mí, el silencio es un arte. Es un arte el entenderlo y el llevarlo a cabo. El silencio no se enseña en la carrera, ni se transmite de padres a hijos, ni es una habilidad inherente a un profesional o a una persona en concreto. El silencio es un arte, y hay que cuidarlo, hay que entenderlo, hay que atenderlo, hay que entrenarlo, pero, sobre todo, hay que respetarlo. El silencio cura, el silencio no oculta, el silencio siempre dice la verdad.

Hay que tener en cuenta que el silencio hay que saber mantenerlo, hay que saber cortarlo, hay que saber agradecerlo, hay que saber provocarlo, hay que saber entenderlo, hay que saber dejarlo atrás, hay que saber, en definitiva, manejarlo de la forma adecuada para la persona que nos cuenta. Hay que saber leer entre líneas aquello que está tratando de decir sin palabras, saber que es aquello que no se quiere decir y el por qué: porque la persona no está preparada, porque no confía tanto en nosotros como para hacerlo, porque le duele aquello que oculta, porque le da vergüenza, etc.

Para llegar a ese punto hay que esforzarse en escuchar el silencio, por raro que suene, tenemos que escuchar el silencio, lo que nos quiere decir, lo que no se quiere decir y se esfuerza por que así sea.

El silencio cura, el silencio no oculta, el silencio siempre dice la verdad.

Es importante escuchar con el oído, la cabeza y el corazón. Con el oído para saber que hay silencio, con la cabeza para poder entender qué quiere decirnos y, con el corazón para saber qué siente la otra persona.

El silencio habla, el silencio habla cuando…

Cuando nos dejan sin palabras ante algo que no esperábamos.

Cuando estás enamorado y miras a la otra persona, regocijándote de los feliz que eres, de lo felices que sois.

Cuando tienes un hijo y lo acuestas en su cuna, y piensas como puede hacerte tan feliz algo tan pequeño.

Cuando algo te duele tanto que no puedes emitir sonidos sin que te rompas en mil pedazos.

Cuando quieres decir algo, pero sabes que va a dolerle a la otra persona y quieres ahorrarle el mal trago.

Cuando te arrepientes de lo hecho, o de lo que no has hecho.

Cuando piensas que aquello que estás viviendo te ha costado conseguirlo sudor y sangre, pero al final lo has conseguido.

Cuando quieres, pero no puedes.

Cuando puedes, pero no quieres.

Cuando tu madre o tu padre te miran con orgullo.

Cuando abrazas a tu abuela o abuelo.

Cuando estas dónde deberías, pero no eres feliz.

Cuando estas dónde no deberías, pero eres feliz.

Cuando no puedes más.

Cuando necesitas a alguien.

Cuando sientes…

Porque allí dónde las palabras no llegan, lo hace el silencio.

Y en la crianza y educación ¿qué importancia tiene el silencio? La respuesta puede ser difícil de contestar, cómo se ha visto el silencio no es algo fácil ni de interpretar ni de usar como herramienta pedagógica. Hay que tener claro antes de nada que el silencio no es un objetivo, sino una parte de la conversación entre dos personas con relación afectivo-sentimental, la cual debemos respetar, ante todo. No podemos orientarnos hacia él, sino saber que hacer si nos lo topamos de cara.

Y bien, es que podríamos decir que todo depende de quién tenemos delante, cómo es, cómo siente, cómo expresa y, sobre todo, pasa por la relación que tengamos con ella, lo que podemos llamar la vinculación. El primer paso, por tanto, es crear o fortalecer el vínculo emocional con la persona, crear un espacio de seguridad y confianza en el que poder expresar y ser. Y hasta que este no esté muy bien conseguido, no debemos avanzar.

Una vez este vínculo este creado, es importante la búsqueda de espacios y momentos de reflexión y de expresión, encontrar un momento, un lugar y un cómo para llegar a la persona que tenemos delante, que se sienta cómoda, que pueda estar tranquila y sienta como suyo. Igual de importante es la forma de generar la conversación o la reflexión, sin ser invasivos ni muy directos, pero tampoco tan ambiguos y sutiles que no se sepa a dónde queremos llegar. Deben tener claro a dónde queremos llegar, pero con el suficiente tiempo para no agobiarles.

Tampoco se trata de que sea un monólogo ni una entrevista, es una conversación, es un compartir mutuo, no se trata de vaciar a la otra persona, se trata de un acompañamiento mutuo entre ambos, en el que comparten, expresan, sienten y muestran cómo se sienten, qué necesitan, qué no necesitan, etc.

Por último, puede ser que, durante la conversación, durante el compartir, exista un momento de silencio, -un momento vacío de palabras, porque lo que se siente llena todo lo demás-. Si eso llega a ocurrir, es dónde entra en juego nuestras capacidades para saber qué hacer con él.

No hay que abrir heridas que no sepamos como cerrar, no podemos dejarlas abiertas esperando que se cierren solas.

No debemos forzar a la otra persona a expresar algo para lo que no está preparada ni tampoco alargar en exceso ese momento, ya que puede estar reviviendo algo que le hace daño.

Debemos dar el espacio y tiempo que necesite la otra persona, intentando encauzar la conversación después, de forma que no se sienta culpable o que se recreé en aquello que le pesa.

Debemos reconocer y reforzar el valor de haber expresado y el haber confiado en nosotros para abrirse.

Puede que la conversación tenga que terminar en ese momento y buscar otra cosa que hacer para desconectar, puede que la conversación pueda seguir o no, pero todo a su debido tiempo.

Pero, sobre todo, y muy importante, no hay que abrir heridas que no sepamos como cerrar, no podemos dejarlas abiertas esperando que se cierren solas o hacer como si nada hubiera pasado. Una vez la persona se abre, debemos tener muy claro antes que hay que saber cómo vamos a ayudarle a cerrar.

En definitiva, el silencio no es un qué conseguir, sino algo natural de la conversación con tanto peso que debemos saber qué hacer. Debemos dotarlo de la importancia que tiene, y tenemos que ser muy conscientes de sus riesgos y beneficios, ‘porque allí donde las palabras no llegan, lo hace el silencio’.

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