Ser feminista y no morir en el intento
Cuando la ideología política forma parte de nuestra vida.
En una ocasión alguien me envió un correo muy amable preguntándome cuándo había descubierto que era feminista. Aún más en una época en la que la lucha por los derechos femeninos parece haber perdido vigencia y sustancia. Sobre todo, en un país y continente en los cuales la palabra tiene toda la connotación de un insulto. Mi invisible interlocutor parecía sinceramente intrigado sobre el asunto, como si mi pensamiento político — porque el feminismo es un hecho político, aunque se le interprete como algo más — le pareciera de lo más curioso y raro. No supe qué responder. ¿Alguna vez analizamos nuestras posturas filosóficas e intelectuales? ¿Buscamos el origen, el primer pensamiento que dio origen a todo lo demás? Hasta ese momento, no lo había hecho. O quizás, no veía la necesidad de ordenar el origen de mis principios en una línea cronológica comprensible.
Intrigada, me pasé algunos días pensando sobre el particular. Me esforcé por encontrar el momento justo en que decidí de manera deliberada y voluntaria, que sería feminista. Preguntándome si realmente había ocurrido así, si se trató de una determinación nacida de la inspiración intelectual o mero instinto de supervivencia. Recordé pequeñas escenas — la vez en que un chico en la universidad me había recomendado “bajar el tono” o aquella otra que uno de mis primos me había dicho que una chica “no debe conducir” — pero nada parecía encajar en esa noción extraña de la apoteosis que sugería mi interlocutor. No existía una primera vez para creer que era necesario entender mis derechos, defenderlos y asegurarme que todas las mujeres del mundo lo hicieran también. Y sin ser tan idealista, no recordaba cuándo había empezado mi interés por lo femenino más allá de lo evidente y tradicional, por profundizar en mi identidad cultural.
Porque el feminismo se trata de eso. No hay un aliciente que no sea el de la necesidad directa y evidente de entender el alcance de tus derechos, de la necesidad de reivindicar la identidad histórica de la mujer o de hacer frente a la discriminación. A ninguna feminista convencida la anima el odio, el estigma o el prejuicio porque conoce en carne propia sus consecuencias y sobre todo, lo que puede desembocar trasladar la discriminación al otro extremo. Soy feminista porque aspiro a un mundo mucho más justo, mucho más equilibrado y equitativo. Que nadie deba ser tachado de “puta”, “loca” y “fácil” sólo por llevar una falda corta o un buen escote. Que nadie crea que puede opinar sobre tu cuerpo y tu capacidad para concebir. Que toda mujer tenga la libertad de vivir como mejor le plazca, desde el punto de vista de sus preferencias, según sus decisiones y vivencias. Que no necesite otra cosa que su firme decisión de asumir la responsabilidad de sus experiencias como límite para lo que sea ser y aspira crear.
Dicho así, el feminismo parece algo mucho menos peligroso y radical que lo que muestra ese insistente estereotipo que suele llenar las redes sociales, esa gran conversación moderna. Mucho más real y cercano a las expectativas, objetivos y metas a largo plazo que un movimiento cuya única motivación es la equidad puede tener. No se trata de una forma de ataque o menosprecio: El feminismo es un conjunto de ideas sociales y culturales que promocionan la identidad femenina, que pone el acento en su revalorización e importancia. Más allá de cualquier postura, forma de exhibir los puntos de vista e incluso, simple forma de protesta, el feminismo se basa en la capacidad de cualquier mujer de hacerse preguntas pertinentes. Y eso fue lo que me ocurrió: Nunca me he considerado especialmente rebelde, contestataria o idealista. De hecho, con los años he descubierto que quizás mi mayor virtud intelectual es la curiosidad, la necesidad de hacerme preguntas, de cuestionarme una y otra vez lo que cualquiera podía considerar absoluto. En algunas ocasiones, eso me ha resultado útil. En otras, no tanto. Probablemente en lo tocante al feminismo fue el detonante para algo más. Atreverme a mirar a mi alrededor para preguntar en voz alta ¿por qué el mundo es cómo es? ¿Y por qué debo aceptarlo?
No son preguntas sencillas. Mucho menos, que tengan una respuesta inmediata. Pero toda mujer se las hace en alguna oportunidad, por diferentes motivos. Por razones personales e íntimas que te hacen cuestionarte tu lugar bajo el sol. Recuerdo que la primera vez que me la hice fue cuando un desconocido me regañó en plena calle por llevar el cabello desgreñado y la camisa blanca de colegio sucia y arrugada. Aquel hombre de rostro sonrojado y gordo, parecía especialmente disgustado por mi aspecto.
— Muchacha, ande pa’ su casa y arréglese como una niña — me reclamó. Y lo hizo delante de una pequeña multitud de transeúntes, que me miraron al parecer bastante de acuerdo con el comentario. De pie en la calle, lo miré alejarse por la calle, confundida por lo que acababa de ocurrir.
Cuando llegué a casa, me miré en el espejo con una creciente sensación de miedo que no supe explicar muy bien. Seguía teniendo el aspecto de la niña pálida y flacucha que era, de manera que me pregunté qué otra cosa necesitaba para que esa cualidad mía — de ser yo misma, de ser una niña como cualquier otra — fuera más evidente. Miré la falda plisada un poco larga, la blusa torcida, el cabello en punta y me pregunté si verme así me hacía ser menos femenina, menos de lo que suponía tenía que ser. El pensamiento me asustó, me preocupó y después me enfureció. ¿Alguien podía decirme quién era? ¿O cómo debía de verme? ¿La ropa que llevaba podía decir sobre mí más que cualquier otra cosa?
— Se llama tradiciones y estereotipos — me explicó mi abuela cuando se lo pregunté. Tenía una enorme paciencia para ese tipo de cosas y fue la única persona de la casa que no pareció inquieta o un incluso un poco incómoda por mis preguntas — . Usualmente, la cultura donde nacemos intenta definirnos de alguna manera. O al menos, lo hace en toda una serie de formas sutiles que pocas veces notamos, pero están allí. Y en nuestro país, una mujer siempre — o se espera que vaya — bien vestida, peinada, perfumada y con una sonrisa.
Tenía once años recién cumplidos y todo lo que mi abuela me decía me resultó muy duro de asimilar. Pero sabía que era cierto, claro. Ya me había sucedido antes: la vez que mi primo me insistió que jugar con su grupo de amigos “no era de muchachas”. O cuando uno de mis tíos se escandalizó por el largo de mi falda (un par de dedos sobre unas rodillas muy flacas). De pronto, me encontré pensando en todas las cosas que podía hacer — y las que no — debido esa presión invisible, ese muro infranqueable, del deber ser o el no ser. O mejor dicho, esa insistencia social en la que nunca había reparado, de ser lo que se esperaba de mí o al menos, lo que mi cultura suponía era lo mejor para mí.
Es un pensamiento duro cuando lo tienes a la edad que sea. Luego, no puedes olvidarlo. Porque de alguna manera cambia todo lo demás, lo recompone y lo hace encajar dentro de esa idea. ¿Por qué debo tener el cabello largo o corto? ¿Por qué debe gustar maquillarme o no? ¿Por qué debo pensar en que seré madre? ¿Por qué debo casarme? ¿Por qué debo obedecer toda esa múltiple y cada vez compleja variedad de pensamientos e ideas que parece conformar la identidad de una mujer? Es curioso pensarlo de esa forma y sobre todo, doloroso. Porque de pronto, encuentras que no estás sola en el asunto. Comienzas a preguntarte cuantas mujeres a tu alrededor — las que conoces, las que te tropiezas por la calle, las que miras en las revistas — se esfuerzan como se espera que tú lo hagas por encajar en ese esquema de valores. Cuántas lo hacen por gusto, por costumbre, por necesidad, porque no conocen algo más. Y cuántas como tú, también se hacen las mismas preguntas. Cuántas miran a su alrededor y se preguntan ¿por qué deben ser así las cosas? ¿Por qué deben ser de esa manera exacta? ¿Por qué es necesario que lo sean?
Pero seamos sinceros, nadie se cuestiona con esa claridad. Ni con esas palabras. Pero está la incomodidad, esa ligera sensación de inquietud. O al menos a mí me ocurría. Y no sólo con asuntos tan intrascendentes como mi aspecto físico. Comenzó a preocuparme que buena parte de mis escritores favoritos fueran hombres porque así lo había aprendido, que casi todas las heroínas televisivas y cinematográficas con las que me tropezaban fueran apenas una apéndice del masculino, una figura preciosa y desdibujada que parecía perderse en la historia. Y me comenzó a inquietar también esa otra realidad tan sutil como desdibujada, la de todos días. La que forma parte del cotidiano cuando vives en un país machista como el mío: las calles llenas de niñas embarazadas, los periódicos llenos de noticias de mujeres golpeadas y violadas. Esa noción sobre la desesperanza y el fatalismo latinoamericano que parecía tan relacionado con las mujeres, con lo femenino y su legado. De pronto, me encontré preguntándome si había algo en mí, en mi género y mi manera de ver la realidad para que el mundo se empeñara en verme como algo secundario, accesorio, dependiente por completo de una idea aparentemente superior.
Quizás, decidí ser feminista — sin saberlo en realidad — cuando asumí que todas esas preguntas debían no sólo tener una respuesta satisfactoria sino encaminarse hacia alguna solución. Soy feminista por todas esas cosas y muchas más. Lo soy porque me preocupa la brecha salarial invisible que separa a mujeres y hombres. La cosificación de la mujer en todo ámbito cultural, como si la identidad femenina fuera una mera idealización y fantasía de la sociedad donde nace. Lo soy por los millones de casos de feminicidio alrededor del mundo. Por todas las razones temibles, dolorosas y complejas por las que se asesinan mujeres a diario en todos los países del mundo. Lucho por el derecho de todas las mujeres del mundo a celebrar su valor intelectual, profesional y sus capacidades personales. Porque nadie sea menospreciado debido a su género y mucho menos se le señale por el mero hecho de no encajar en un estereotipo. Que el poder político y la representación social no esté sólo en manos de hombres por el mero hecho de la tradición y la costumbre. Batallo a diario porque la sexualidad de la mujer no esté en tela de juicio ni tampoco se motivo de exclusión, señalamiento e incluso, una censura moral innecesaria y grotesca. Dedico cada día de mi vida a recordar — y a recordarme — que el género no es motivo — ni lo será jamás — para la discriminación. Soy feminista porque aspiro que cada mujer del mundo pueda vivir bajo sus propias reglas, aspiraciones y perspectiva.
Son buenas razones, por supuesto. Al menos, para mí, lo son. El feminismo — el de verdad, no la caricaturización que suele sufrir el movimiento en la palestra pública — rechaza cualquier tipo de pensamiento ideológico que sugiera el menosprecio de cualquiera, sea hombre o mujer. Por tanto, esa versión radicalizada y sobre todo amenazante no es otra cosa que una distorsión, natural en cualquier movimiento político pero que bajo ningún aspecto define lo que el feminismo es y puede ser.
Porque es verdad, ser feminista en Venezuela, no es sencillo. En este país de “las mujeres más bellas” y quizás también, las más solitarias. En este país de madres niñas, de mujeres objeto, de concursos y peluquerías. En este país donde cada día mueren dos mujeres por violencia machista. En este país donde pueden perseguirte por la calle gritándote insinuaciones sexuales y se considera normal. De este país donde debo cuidarme para no ser violada mientras la cultura justifica al agresor. Este es el país donde nací y este es el país que me hace reaccionar a esas ideas con un pensamiento estructurado, con una opinión coherente. O al menos intento hacerlo.
¿Cuándo comencé a ser feminista? No lo sé. La pregunta correcta quizás sea ¿Cuándo no lo he sido? Un cuestionamiento lleno de implicaciones, de preguntas y respuestas. Uno que quizás me defina mejor que cualquier otra cosa.
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