Santa Sofía, adoquinada de profanaciones
Siempre que he ido a Turquía he oído hablar vagamente de planes para rereconvertir Ayasofya en mezquita. Nunca me imaginé que sucedería.
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Ir a Turquía y visitar Estambul. Pasar el puente de Gálata, trepar arriba, arriba, por unos callejones extremamente pendientes hasta la torre de Gálata y subir a lo más alto. Vislumbrar desde allí el altivo cerro presidido por Ayasofya (Santa Sofía), Sultanahmet (la mezquita Azul) y el Topkapi. Mezquitas y más mezquitas con minaretes que arañan el cielo; el mar de Mármara, el Cuerno de Oro, el puente de Gálata; Asia y Europa. Todo. El panorama no ha cambiado mucho con el paso del tiempo.
No sabemos si la catedral incrustada en la mezquita de Córdoba le parecía una profanación. Quizás sí. Por dentro Ayasofya tampoco ha cambiado mucho. Los medallones, mosaicos y columnas son los mismos. Los vitrales y las baldosas, también. La pintura amarilla afortunadamente ya no está. Si Salvà fuese ahora, en vez de bakchi, escucharía moni (es decir, money).
Ayasofya primero fue —bien, antes aún había sido templo pagano— iglesia cristiana. Construida por Constantino en el 325, siguió siéndolo con Teodosio III; destruida en 532 tras la revuelta de Nika, Justiniano la dotó de la planta actual. Cuando en 1453, Mehmet II la conquista, la convierte en mezquita. Hay, por tanto, de todo inscrito en la magnitud de sus piedras, en su diáfano espacio.
Con buen criterio, el laico Kemal Atatürc, fundador de la República Turca, la seculariza en febrero de 1935, la restaura completamente y se inaugura como museo. La liberó. Ochenta y cinco años más tarde, en julio de 2020, el siniestro Recep Erdoğan, presidente de Turquía, le restituye por decreto la condición de mezquita en un día desmoralizador y tristísimo.
Que Ayasofya haya sido tantas cosas a lo largo de los siglos es tal vez la fuente de sus glorias y de su actual miseria. De las iglesias cristianas: la planta, la piedra y unos bellos y refulgentes mosaicos bizantinos muy bien conservados; imprescindible subir al piso superior por las rampas del minarete para verlos bien. Cuando era museo y la visitabas por la tarde, había que esperar a que fuera llegando la hora de cerrar para verla a gusto, con calma y en solitario. De las mezquitas: los minaretes, la fuente para abluciones, las tumbas y, ya en el interior, inscripciones, azulejos y cerámica, los imponentes medallones con caligrafías inscritas en la ligereza de la madera de tilo para que no te caiga el cielo en la cabeza cuando los miras embelesada. No sé quién le añadió los potentes y característicos contrafuertes; no sé de dónde viene el color entre siena, calabaza y salmón que la singulariza en el contexto de Estambul. Mary Montagu la admiró fascinada.
Vi en dos ocasiones Ayasofya forrada de andamios y escaleras, estaba in restauro. A pesar de ello, imponía tanto que la segunda vez, aunque no era la primera vez que la veía, me impresionó aún más; por dentro y por fuera. Una joya. La última vez que fui, estaba ya restaurada y entrar en ella suspendía los sentidos. Es un espacio esencial y el cuerpo se da cuenta inmediatamente. El mismo sentimiento que tienes en las pirámides de Teotihuacan o en el Partenón (y en tantos otros lugares donde no he estado nunca), la misma sensación de estar en un centro del mundo.
La última vez, a pesar de que era mayo, había un auténtico gentío. Ayasofya, colosal, imperturbable, engullía sin ninguna dificultad la multitud que iba entrando a granel, absorbía conversaciones y charlas, ruidos de todo tipo. La sensación de paz y de plenitud era sobrecogedora, supongo que tiene que ver con la densidad de todo lo que ha vivido, las capas de historia y de humanidad, la vibración del aire, un aire que te eleva y que deben desprender las proporciones, la grandeza, la combinación de gracilidad y pesadez. El contraste entre planta cuadrada y círculo. La altura, la cúpula —la luz suave y matizada que filtra—, la redondez que confiere al espacio. Tan importante, tan majestuosa, tan imponente que puede dejarte exhausta.
Entre el magnífico gris mate bien matizado de Sultanahmet y el amoroso rosa suave de Ayasofya, en la bonita tensión entre ambos edificios, hay una gran avenida con mausoleos, jardines y árboles. Cuando llega el buen tiempo, los magníficos castaños florecen ufanosos en ella.
Siempre que he ido a Turquía he oído hablar vagamente de planes para rereconvertir Ayasofya en mezquita. Nunca me imaginé que sucedería. El mundo ha perdido un emblema y un bastión.
No sé si nunca más tendré fuerzas y alegría para volver a Estambul y pasear por la amplia avenida donde los portentosos plátanos mueven las hojas al ritmo suave de la brisa para ver la silueta orgullosa y seductora de Ayasofya de sólidos contrafuertes y minaretes relucientes y acabados de lavar.