La salud mental también va por barrios
Una corriente de profesionales de la salud mental reconoce que sus tratamientos sirven para poco si no cambian los empleos y las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Un koala tiembla de pánico rodeado de árboles que han sido talados desde la base. Mientras, un hombre y una mujer señalan que tiene un problema de salud mental. La viñeta de Inkcinct es la punta de lanza -muy afilada- de una ola de pensamiento que coge fuerza en los últimos años y que defiende que los problemas de salud mental no tienen tanto que ver con lo que pasa en nuestro cerebro como con lo que sucede en nuestro entorno.
Tras una crisis económica global y una pandemia en poco más de una década las pruebas se amontonan, según este movimiento. La precariedad, la incertidumbre, las condiciones físicas de nuestro entorno, o el tiempo que disponemos para el ocio y el descanso afectan a la salud en general, pero en particular a aquella que tiene ver con nuestras emociones y nuestros pensamientos. Los datos parecen confirmarlo: las personas con nivel educativo más bajo, y por tanto también menos renta, declaran tener cuadro depresivo con una frecuencia 2,5 veces mayor que aquellas con educación superior.
La perspectiva de que somos como el koala, que antes de ningún tratamiento, lo que necesita es árboles donde encontrar comida, lo cambia todo. Así, los profesionales reunidos principalmente en torno a la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN) parecen reconocer los límites de su acción y fijar la mirada en los contextos sociales. Desde esta entidad se publicó este año la obra conjunta Transformar los barrios para evitar el sufrimiento psíquico en el que se propone un cambio de perspectiva que pone en cuestión desde el esquema de los diagnósticos psiquiátricos a la “medicalización de la desigualdad”.
“Tener dificultades para llegar a fin del mes es uno de los principales riesgos para la salud mental”. Por su parte, Lucía Artacoz, directora del Observatorio de la Agencia de Salud Pública de Barcelona lo tiene claro. Estar en desempleo, o en trabajos precarios, inestables, no reconocidos, o para los que se está sobrecualificado están entre los principales factores para que surja, o se agrave, un problema de salud mental. Una idea que en redes sociales suele resumirse en “no busques un terapeuta, busca un sindicato”.
Así para Artacoz una vivienda en malas condiciones, sufrir pobreza energética, la sobrecarga en las tareas de cuidados o la presión por tener que aumentar los ingresos ejercen una presión sobre la salud mental que es fácil que haga que asomen uno de los trastornos mentales más frecuentes: ansiedad o depresión.
Pero parece que no solo en éstos, los últimos datos del Ministerio de Sanidad hablan de un riesgo 12 veces mayor de desarrollar una esquizofrenia para las personas de rentas bajas. Mientras que, según la ONG Save the Children, los menores de edad que crecen en hogares con ingresos bajos tienen una probabilidad 4 veces mayor de sufrir algún trastorno mental o de la conducta que los de hogares de renta alta. El lema de los profesionales de la salud pública “importa más tu código postal que tu código genético” en carne y hueso.
Para la responsable de la agencia catalana, son los propios profesionales de la salud mental quienes reconocen que con su trabajo solo llegan a una pequeña parte de la población. ¿Pero entonces no hace falta reforzar los recursos? Sí, claro que haría falta, pero según Artacoz, “esto no se arregla solo con más psicólogos, sobre todo la ansiedad y la depresión se deben solucionar atendiendo a las causas. Necesitamos políticas que generen salud más allá de la atención sanitaria”.
Salud mental, un derecho convertido en privilegio
Da igual cual sea su clase social. Cualquier persona puede pasar por un problema de salud mental a lo largo de su vida. La diferencia radica en los apoyos con lo que se cuenta en cada caso para superarlo y qué otros factores pueden agravar nuestra situación. Para Guillermo Fouce, presidente de la Fundación Psicología Sin Fronteras, son “los determinantes sociales” los que hacen que una misma situación “haga quebrarse o no” a una persona. Así, quienes disponen de menos ingresos irán “acumulando piedras” en la mochila mental y emocional. Y sin recursos a los que agarrarse, la primera respuesta ante un principio de depresión o ansiedad suelen ser, según Fouce, “atajos como las benzodiazepinas, los antidepresivos, el alcohol, o la evitación”.
Para el profesor de la Universidad Complutense, en estos casos poder ir a un psicólogo debería ser un derecho “porque es algo para garantizar nuestra salud”, pero dadas las listas de espera por ahora “es más bien un privilegio”. El Defensor del Pueblo ha venido alertando en repetidas ocasiones de la “insuficiente ratio” de 6 psicólogos por 100.000 habitantes, muy alejada de los 18 que presentan de media los países de la Unión Europea.
Las recetas de medicamentos se hacen tras consultas de 5 o 10 minutos en atención primaria. Y es normal que pasen tres meses entre dos citas del especialista. Para Fouce esto explica por qué España tiene “el más alto de consumo de antidepresivos”. Unas cifras que se traducen, de una forma casi macabra, en que el tratamiento psicológico solo llega cuando el problema de salud mental se ha agravado lo suficiente. A menos que se tengan recursos económicos para prevenirlo, claro.
A esos “privilegiados” que pueden asumir los 50, o más, euros por una hora de tratamiento individual es a quienes apoya la terapeuta Esther Camuñas, quien reconoce que la atención psicológica es todavía “un bien de lujo, como ir al dentista o al fisioterapeuta”, y que cualquier pérdida de ingresos puede hacer que alguien no continúe con el tratamiento.
Aunque por su consulta suelen pasar personas con “cierta estabilidad económica”, ella también observa como ciertos trabajos se convierten en una fuente de estrés que puede empezar por una ansiedad, pero que si se prolonga en el tiempo y no se recurre pronto a un apoyo puede desembocar en depresión. Los causantes para ella serían “los empleos precarios, los de comercios con horarios muy extensos y fines de semana, los puestos en administración que suelen rondar los mil euros, los que obligan a seguir compartiendo piso o seguir viviendo en casa de tus padres”.
“A veces me pregunto qué es antes, si el problema de salud mental o la precariedad en las condiciones de vida”, se cuestiona la terapeuta. “Van de la mano. Todos tenemos problemas, pero es el acceso a ciertos recursos lo que nos permite evitar que vayan a más”, se responde a sí misma.
Barrios (y políticas) que nos cuiden
Dentro de esta corriente “comunitaria”, que apuesta por poner el énfasis en el contexto frente a las particularidades biológicas de cada individuo, está la psiquiatra Marta Carmona. “Lo relevante que puede ayudar a quien sufre es intervenir en su contexto, podemos dar el apoyo técnico que se necesite, pero sobre todo garantizar unas buenas condiciones de vida”, defiende.
Carmona está convencida de que el nivel de sufrimiento cambia según la renta de cada barrio. Puesto que si aparece un problema de este tipo en una familia de pocos recursos, el resto de miembros no van a poder a centrarse en su cuidado, puesto que se mantendrá como prioridad llegar a fin de mes. “El número de personas que han sufrido abuso intrafamiliar está muy extendido y puede pasar en cualquier estrato social, pero no es igual tratar de superarlo si puedes irte a vivir a otra casa o te tienes que quedar a convivir con tu abusador”, ilustra Carmona.
La coautora, junto a Javier Padilla, del reciente Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo, lamenta que se haya investigado tan poco sobre qué debe tener un barrio para que se pueda decir que cuida nuestra salud mental. Pero hay dos claves que para ella sí están probadas. Cuanta más desigualdad económica hay en un lugar, peor salud mental tendrán tanto los ricos como los pobres. Y segundo, el urbanismo y las políticas públicas deben favorecer “encuentros que no estén ligados a tener que consumir”, puesto que “está demostrado que uno de los mayores factores de protección de la salud mental es tener redes de apoyo”.
En el siglo en el que la ansiedad se ha convertido en una suerte de pandemia crónica, Carmona apuesta por “vidas que sean más fáciles de vivir”. Y eso pasa, según ella, por que no se nos pasen los días entre el trabajo y el transporte; por que los barrios no estén inundados de coches; por una renta básica que sea un colchón para cualquiera, pero en particular para los diagnosticados con un trastorno mental; por un sistema garantista, donde sabes que si tienes un problema las instituciones responden sin tener que superar un laberinto. Es decir, políticas que sirvan de “medicina a gran escala”. Si no, si nuestros barrios son hostiles, nuestros horarios extenuantes y nuestro futuro incierto, parece lógico adelantar que nuestro cerebro actuará en consecuencia.