Saddle, clasicismo y lujo del siglo XXI

Saddle, clasicismo y lujo del siglo XXI

El restaurante abierto donde se situaba el añorado Jockey, santo y seña del lujo madrileño, pisa fuerte para honrar su herencia

ALVARO SALINERO

Llevaba mucho tiempo queriendo probar Saddle, este restaurante que abrió por todo lo alto después del verano de 2019. La crítica madrileña se debatía entre sutiles alabanzas a un proyecto faraónico, donde el lujo es santo y seña.

Haciendo un ejercicio de contrición, muchas veces minusvaloro el servicio en este de restaurantes porque se suele dar por hecho que el nivel, del mismo, siempre roza la excelencia. Pero, es en este tipo de sitios donde uno de verdad se da cuenta del plus que de verdad ofrece en una experiencia.

Situado en el mismo local que ocupó el legendario Jockey, que cerró en el año 2012, por la anterior crisis financiera y que en su mesa acogió a los más altos comensales tanto nacionales como internacionales. Saddle, que solo guarda de su predecesor un pequeño juego de palabra en su nombre, ya que significa sillín en inglés.

El renovado restaurante cuenta con tres espacios diferenciados, un primer ambiente de bar, donde ponen en valor una coctelería de primer nivel, su gran comedor, con una cocina preciosa vista de fondo y una planta superior sólo para reservados, en el que cuentan con hasta cinco diferenciados.

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Una cocina que tiende hacia el clasicismo francés imperante en la alta cocina de los ochenta y noventa en este país, la famosa nouvelle cuisine, que había tenido exponentes tan fuertes como Zalacaín, el primer tres estrellas Michelin madrileño y español, que justo ahora acaba de reabrir después de un proceso concursal.

Hablando ya de la mesa, es un placer sentarse en un sitio así, donde cada detalle esta medido, no hay absolutamente nada fuera de su sitio, ya que un ejercito de personal salvaguardan el orden de esta casa.

Una carta no demasiado extensa pero que permite hacer medias raciones por si el comensal pretende probar más platos y un menú degustación que cotiza a 120€. Esta vez hice una pequeña excepción y me lancé a probar platos por mi cuenta y riesgo dejando el menú a un lado.

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Primero llegan los aperitivos, un caldo de ave, royal de foie y trufa, servido en taza de café, despierta los sentidos para lo que va a ser una gran comida sin duda.

El menú sigue con un tartar de gamba de garrucha, plato emblema de la casa, por su excelso producto como por su plasticidad visual. Un tartar que no esta casi aderezado, como deben ser estas elaboraciones cuando de marisco se trata.

Sigo con una lasaña de boletus y trufa, cremosidad hecha plato, el sabor del invierno que sutilmente embriaga el plato.

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No pude resistirme a un emblema de este tipo de cocina como es el steak tartar, hecho como no, delante del comensal con todo su ritual previo como debe ser. Un aderezo protagonista, donde la yema de huevo le aporta mucha melosidad. Además, este plato lo sirven acompañado de sus patatas souflé, otro símbolo de esa cocina.

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Termino la parte salada con el pichón Mont Royale, acompañado de gnocchi de patata y albóndiga de sus interiores. Un final colosal para una comida de un alto nivel.

Cuentan con una gran variedad de postres, pero si uno destaca por encima de los demás es su soufflé al grand marnier, impresionante cómo desaparece en boca dejando el sabor del licor.

En resumen, un magnífica que le hace acreedor de esa estrella Michelin que consiguió en la gala de este año, una cocina clásica pero refinada y un servicio de cinco tenedores también debe estar premiado por la guía roja francesa. No es de extrañar que en pocos años opte por el segundo macaron.