Ropa vieja
Puede que el problema consista en que los ciudadanos votamos lo que queremos. Es decir, mal.
Con lo que sobra del cocido se puede elaborar un plato delicioso (tan sólo ensombrecido por el recuerdo del tiempo en que dejar restos era pecado) que recibe el sonoro nombre de “ropa vieja”.
Basta con saltear en medido aceite, y poquito ajo, las carnes, chacinas, verduras y garbanzos, y ruborizar el conjunto con un atardecer de pimentón. Para los sobrados de valor, cabe el recurso de incendiarlo con algún chile fresco picadito. Y ya metidos en gastos, como dicen los mexicanos, una lluvia de cilantro y unas tortillas de trigo, pasadas un instante por la plancha, para convertirlos en tacos nos garantizan el mejor resultado. Imprescindibles los vinos ligeros y jóvenes amoratando las copas.
No deja de ser curioso que en varias lenguas europeas, para nombrar al relleno se le diga “farsa”; desconfiado, don Francisco de Quevedo recomendaba a los comensales detener el tenedor hasta bendecirlo, por si escondía carne de cristiano viejo.
La farsa de la ropa vieja, hay que avisarlo, no admite recalentados ni microondas. Tiene su momento y no soporta repeticiones vanas. Quien desoiga este consejo, se encontrará en el plato con una masa grumosa al tacto, requemada al paladar, cara al estómago.
Algo parecido a lo que nos espera en noviembre, cuando tengamos que ir a votar por cuarta vez en cuatro años.
Sin llegar a relleno, mucho tiene de farsa (y algo de burla).
José Saramago, al que todavía lloro, imaginó, en Ensayo sobre la lucidez, unas elecciones en las que más del ochenta por ciento de los votantes se decanta por la papeleta en blanco. Barrunto que nuestros amados líderes (Franco, a punto de cambiar de domicilio, se sentiría aludido) no se molestan en meditar acerca de tal posibilidad. Un sólo voto, de entre millones emitidos, con un anagrama reconocible les bastaría para otorgarse la legitimidad que nuestro reglamento electoral no garantiza.
No pienso detenerme en las razones que unos y otros esgrimen para haber permitido este desatino. Cada cual es muy dueño de considerar que el mandato de las urnas lo señala a él, ungiéndolo para encabezar un gobierno progresista, para garantizar una política social, para dar voz a una mayoría de centro-derecha o para iniciar la reconquista de lo no invadido.
Pero tengo para mí que, tras la jornada electoral, las posiciones de cada partido no le pertenecen a él, sino a los votantes que han dado por bueno lo escuchado y han decidido respaldarlo.
Cierto es que la Constitución consagra el mandato representativo (en el que el votante delega su voluntad en el candidato electo) frente al mandato imperativo (que encadena al representante a lo prometido durante la campaña). Pero tal argucia (motivada sin duda por el miedo que en 1978 sables, sotanas y bancos pudieron sentir ante las propuestas de aquella izquierda sin bridas) no debiera ser excusa para admitir los cambios de opinión, de estrategia o de lubricante con el que nos han aturdido durante un verano en el que abrir el periódico ha supuesto un ejercicio de vergüenza ajena.
Si Pedro Sánchez no quiere compartir las tareas de gobierno con Unidas Podemos, debería haberlo dicho desde el primer instante. Si Albert Rivera considera que es lícito apoyar a Sánchez, siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones, ha sobrado su cerrazón de los tres últimos meses.
Si cuantas patronales hay en España tienen por bueno un pacto entre PSOE y Ciudadanos, bueno será que ambos se quiten de una vez los disfraces y admitan que aquí mandan las cuentas corrientes con muchos ceros (a la derecha). Nada nuevo nos van a descubrir, pero nos ahorrarían su farsa recalentada.
Supe de cierto restaurante poligonero que resolvía el menú con cuatro perolas. En una de ellas nadaba la carne en un sofrito de cebolla y tomate industrial; la segunda alojaba judías pintas de frasco; la tercera, alcachofas de bote; la última, patatas hervidas. Mediante la mezcla del primer recipiente con cualquiera de los otros se lograba servir, a gusto del cliente, una menestra, un chile con carne o un estofado.
Al menos ellos no intentaban disfrazar de alta cocina lo que era solución para el menú del día, rematado con el carajillo, o el licor de hierbas, y el cigarro antes de volver al tajo.
Parafraseando a Marx (Groucho): “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo los mismos, pero no importa”.
Puede que el problema consista en que los ciudadanos votamos lo que queremos. Es decir, mal. Y, como modernos sísifos, debemos empujar la piedra de la representatividad cuesta arriba una y otra vez, hasta que a nuestros amados líderes les satisfaga lo expresado en las urnas.
Hasta entonces, la culpa de este bucle es de cualquier otro y la penitencia la cumplimos los de siempre.
Hasta entonces, tendremos que asistir a la conversión de un plato delicioso, honrado y profundo, en un engrudo indigesto, deshonrado por los demasiados calentones que le aplicó quien tenía a su cargo la hoguera que convirtió en fuego fatuo.
Y que no se ha dado cuenta de que, a veces, de entre la ropa vieja se espuma una camisa nueva, deseosa de ser de fuerza.