Roma: "No importa lo que te digan, siempre estamos solas"
Roma (Alfonso Cuarón, 2018) es, como se ha dicho, un mural del México de la década de los años 70. Un retrato íntimo de la vida de la clase media mexicana. La denuncia de los abusos políticos a la que ha estado sometido desde siempre este país. El recordatorio de una masacre de estudiantes de la que no se habla tanto como de la del '68. El señalamiento de las condiciones laborales de las empleadas domésticas. Una obra visual tan perfecta que ha sido comparada con la obra neorrealista de Roberto Rossellini y de Vittorio De Sica.
Y con todo su logro estético y lo destacable (y urgente) de cada uno de sus temas, lo que resulta más interesante en Roma es el papel de los personajes centrales de esta historia. Roma es una película feminista. Una cinta cuya trama pone el dedo en la llaga, evidenciando el castigado papel de las mujeres en la sociedad mexicana.
En una sola familia, dentro de una misma casa, encontramos tres arquetipos de mujeres. La abuela, la señora Teresa (interpretada por Verónica García), representación de las mujeres de la tercera edad que se ven como una carga; un personaje prácticamente inservible pero que surge como una especie de figura de respeto, vigilante del orden.
La madre, Sofía (Marina de Tavira), una mujer que está pagando caro los efectos de una malentendida liberación femenina: trabaja medio tiempo (por razones económicas y porque eso es lo que se espera de ella por haber estudiado) y es la única responsable ante su marido del funcionamiento de una casa enorme y de la crianza de los cuatro hijos que tuvieron juntos.
Y por último pero no por eso menos importante, la empleada doméstica, Cleo (Yalitza Aparicio), una joven-casi-niña que llegó a la ciudad en busca de una mejor calidad de vida. Ella, junto con su prima —Adela (Nancy García)—, lleva la carga del trabajo pesado de la casa y es receptáculo de las frustraciones de su "patrona".
Son esas cuatro mujeres quienes crean una red de apoyo para hacer funcionar ese hogar y criar a los cuatro niños de la familia. Para organizar, a diferentes niveles, la logística que se requiere en una casa en la que viven nueve personas; casa en donde también hay un hombre, el señor Antonio (Fernando Grediaga), quien trabaja todo el día fuera de casa, lo cual lo tiene distanciado física y emocionalmente de su mujer y de sus hijos. Un hombre que, cuando aparece, está cansado y de malas, y abre la boca solamente para reclamar y exigir.
Plagada de una amplia variedad de simbolismos que van desde la proeza del padre al estacionar su apaisado Galaxy en el estrecho pasillo que usan a manera de garaje en esa casona de la Colonia Roma, hasta la última escena —la cual es una estremecedora metáfora del papel de Cleo en la familia—, la historia de Cuarón es poderosa porque es la historia de muchas familias mexicanas. Cleo es un personaje recurrente en la clase media de la Ciudad de México. Mujeres con una poderosa razón de existir en estas familias: eran la salvación de las mismas.
Las amas de casa que tenían la posibilidad empleaban a mujeres jóvenes como Cleo. Lo hacían para salir a trabajar o simplemente para sobrellevar una carga doméstica y de crianza inmensa. Estas mujeres no solo descansaban muchas veces de manera abusiva el trabajo doméstico en sus empleadas, también cedían una parte su maternidad a ellas, con todo lo que eso implica. Dejaban a sus hijos al cuidado de quienes en muchas ocasiones apenas habían dejado de ser niñas. Y estas se volvían una especie de "hija mayor" que en muchos casos realizaban las tareas domésticas más arduas, sí, pero que también vivían lo mejor de la convivencia con los niños.
Eran las Cleos las que escuchaban con atención sus fantasías, las que jugaban con ellos. Las que los sacaban de la cama con una canción y los arrullaban con otra para dormirlos. Por eso no extraña que Cuarón le dedique la película a Libo, su nana, y no a su madre. Pero Cleo y Sofía son una misma mujer. Ambas abandonadas y oprimidas por una sociedad que a la fecha no sabe apoyar a las mujeres y menos todavía a aquellas que tienen hijos.
"Estamos solas. No importa lo que te digan, siempre estamos solas", le dice Sofía a Cleo una noche que llega borracha y lista para enfrentar, después de meses, el abandono de su marido.
Pero las mujeres de Roma no están solas. Están juntas en su dolor, apoyándose con compasión. A pesar de las diferencias sociales, de edad y de estatus. Se acompañan en el día a día. En la pérdida y en el duelo; en el abandono físico y emocional. En el acoso sexual que existía y sigue existiendo en todos los niveles de la sociedad. Están juntas en el trabajo de parto, caminando afuera del hospital en donde hoy, 40 años después, siguen dando a luz antes de que se les pueda dar atención (la cual muchas veces es tan deficiente e insensible que clasifica como violencia obstétrica).
Las mujeres de Roma salen adelante a pesar de las dificultades, por el apoyo de otras mujeres. Y eso es maravilloso, pero estaría mejor tener el apoyo de toda una sociedad.
* Este artículo fue publicado originalmente en la edición mexicana de HuffPost.