2020, cuando ni una pandemia puso de acuerdo a los políticos
El coronavirus ha agravado la ya agria confrontación entre partidos y ha multiplicado la desafección de los ciudadanos.
Probablemente habrá escuchado que la crisis del coronavirus está siendo un acelerador de tendencias latentes, como si se tratara de un pasaporte directo a los cambios económicos y sociales que prometía un futuro que no terminaba de carburar. El virus de Wuhan no ha inventado el teletrabajo, pero lo ha asentado. Y algo parecido ha hecho con la política española: no creó la crispación, pero la ha avivado.
La discusión política ya era fuerte en enero en el Congreso, donde volaron palabras gruesas durante la investidura de Pedro Sánchez, que alumbró el primer Gobierno de coalición desde la Segunda República. Pero cuando la covid-19 infectó la convivencia, el país volvió a partirse en la adversidad. Los aplausos de las ocho enmudecieron y dieron paso al ruido de las cacerolas en un viaje fugaz por los balcones: de las gracias a la rabia, bandera de España mediante.
2020 ha sido el año en que los ciudadanos pusieron en valor la sanidad pública, a la que acudieron en masa cuando la enfermedad llamó a la puerta de casa. Y el año en que descubrieron que detrás del mantra del mejor sistema sanitario del mundo había carencias.
Un virus desconocido hasta hace apenas un año cambió para siempre el rumbo de una legislatura que nació con 52 diputados de extrema derecha sentados en la Carrera de San Jerónimo y con la promesa de elevar a la categoría de excitante thriller político la mesa de diálogo entre Moncloa y Generalitat para resolver el “conflicto” independentista en Cataluña, donde 2020 ha dado carpetazo al inhabilitado Quim Torra.
Nada más lejos de la realidad porque la política catalana, como la de casi todos los rincones del planeta, ha tenido que aparcar ocho años de procés para gestionar una epidemia que no se supera con el simbolismo de una república que no existe.
España entró en estado de alarma el 15 de marzo, la semana en la que cambió todo, y no salió de él hasta el 21 de junio. Entre medias se votaron seis prórrogas en el Congreso que dejaron al Gobierno exhausto, con cada vez menos apoyos, y con la convicción de que la segunda ola de la epidemia tenía que involucrar a los presidentes autonómicos, incluidos quienes fueron más beligerantes con la gestión de la crisis sanitaria. Así nació la famosa cogobernanza.
Los 47 millones de españoles cruzaron en verano el túnel hacia la llamada nueva normalidad en busca de un paréntesis que refrescara tres meses de encierro en casa, pero descubrieron que desembocaba en otro estado de alarma del que el país no se librará, si todo va bien, hasta mayo de 2021.
Lo cierto es que el tsunami del coronavirus no ha hecho naufragar el barco de la coalición, que ha conseguido llevar a buen puerto los primeros presupuestos generales del Estado en tres años, aprobados por una mayoría de 188 escaños. España despide las cuentas de Cristóbal Montoro este 2020 y recibe las de María Jesús Montero, cuyo ministerio se prepara para gestionar la lluvia de 140.000 millones con sello europeo que regarán la economía esta legislatura.
Los fondos europeos son toda una oportunidad que ya vislumbran empresarios y sindicatos, quienes sellaron en la mesa de Yolanda Díaz, la titular de Trabajo, la mayoría de los pocos acuerdos —entre ellos la subida del salario mínimo— que han visto los ciudadanos en el peor año de España en su historia reciente.
La suma de diputados que dio el visto bueno a las cuentas, cocinadas en comisiones para la reconstrucción y despachos parlamentarios, no era la principal vía de Sánchez, que prefería a Cs y al PNV. Pero el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, trabaja incansablemente para asentar un espacio político de izquierdas apoyado en independentistas, nacionalistas y regionalistas, que permita una década de gobiernos progresistas en España.
En esa mayoría participa la izquierda abertzale, cuyo apoyo a los presupuestos, inédito hasta este año, mosqueó al PNV porque ve peligrar su puesto de puente entre Euskadi y Madrid. 2020 ha sido el año en el que la ultraderecha, que perdió una moción de censura, resucitó a ETA en el Congreso por el ‘sí’ de Bildu a la gobernabilidad de España. Y también el año en el que Santiago Abascal dedicó media hora en la tribuna a leer los nombres y apellidos de las 800 víctimas de la banda terrorista.
El Ejecutivo ha resistido las maniobras de desgaste de la oposición que, alentada por los nuevos altavoces mediáticos de la ultraderecha, llegó a congregar en las calles nobles de Madrid a miles de personas, cacerola en mano, para protestar contra el Gobierno “criminal”, al que consideran responsable de la “ruina” del país y de las decenas de miles de muertes que está dejando la pandemia. El ruido ultra llegó hasta la casa de Pablo Iglesias en Galapagar.
En ese momento, la covid-19 ya había subido la temperatura del sistema: Vox convocó manifestaciones motorizadas; los negacionistas del coronavirus desafiaron la enfermedad en las plazas y los montajes que acusaban a Sánchez de instaurar una dictadura colgaron de grandes edificios y marquesinas de autobús.
Este año ha sido también el de la eclosión de Isabel Díaz Ayuso. La presidenta madrileña, del PP, se ha erigido en uno de los grandes contrapesos del Ejecutivo, al que se ha enfrentado abiertamente y con el que ha tenido tensos encontronazos por la gestión de la pandemia que acabaron con un estado de alarma quirúrgico, restringido a nueve municipios de la Comunidad de Madrid justo cuando la región era el epicentro europeo de la covid-19.
La lideresa popular en Madrid, que superó el coronavirus y se resguardó en un lujoso apartahotel del empresario Kike Sarasola, ha contado siempre con el respaldo de Pablo Casado. El líder del PP también ha jugado este año su particular partida de ajedrez con el Gobierno, con el que no ha llegado casi a ningún acuerdo. El bloqueo para renovar el CGPJ, el Defensor del Pueblo o el consejo de RTVE da cuenta de ello.
Si algo ha dejado claro este año es que, aunque discrepen, Sánchez e Iglesias se necesitan. No han sido pocos los roces de la coalición, pero en el Gobierno los ven normales y evidencian, además, dos obviedades: que PSOE y Podemos son rivales, partidos diferentes con intereses distintos, y que los morados no quieren repetir el enorme batacazo que se dieron en verano en las elecciones gallegas y vascas, porque desaparecerían. Por eso, les toca ser incómodos con los desahucios, los cortes de luz y la monarquía.
2020 ha sido el año en el que los españoles descubrieron que Juan Carlos I, quien fue rey de España entre 1975 y 2014 y clave de bóveda del sistema político que fraguó la Transición, defraudó a todos. El rey emérito está lejos, en Abu Dabi, donde se refugió en verano para no contaminar el reinado de su hijo porque sus cuentas están siendo investigadas por la Justicia. La figura del exjefe del Estado es una de las pocas cosas que une a la derecha y separa a la coalición.
La lucha que mantienen PP y Vox ha marcado el primer año de la oposición al Ejecutivo bicolor. Primero fue Casado quien vivió a la sombra de Abascal y luego fue Abascal quien se fue abatido tras la patada de Casado: “Hasta aquí hemos llegado”, espetó el líder del PP en la moción de censura de octubre, el penúltimo espectáculo de la ultraderecha con un único objetivo: Génova 13. La relación entre ambos sigue tocada desde entonces. Y en Vox comienza a germinar una vía pactista con los populares dispuesta a bajar el ruido.
El nacimiento de tres grandes proyectos
El Congreso, no obstante, ha vivido algo más que estruendo. Además de dar luz verde a los presupuestos, aprobó la ley Celáa, la octava norma educativa de la democracia, también la ley de eutanasia, que ha hecho de España el sexto país del mundo en dar a los ciudadanos el derecho a una muerte digna, y el ingreso mínimo vital. Aunque este último, según reconoce el propio Gobierno, debe mejorarse porque no está llegando a todos los que lo necesitan.
La crispación política se afianza en el Congreso conforme caen las hojas del calendario. Lo grave es que los ciudadanos perciben cada vez más los insultos y las descalificaciones como un problema. La desconexión de los españoles con sus representantes va a más, según se desprende de los últimos barómetros del CIS.
En el último del año, el de diciembre, la falta de acuerdo entre los políticos ha pasado de ser insignificante a uno de los principales problemas para el 15,4% de los ciudadanos, por encima del 13,2% que lo veía un contratiempo en noviembre, del 11,8% de octubre y del 7,7% de septiembre. Y muy por encima del primer CIS de la pandemia, el de abril, cuando solo el 3% apostó por la falta de entendimiento entre líderes como una de sus grandes preocupaciones.
La política tiene 2021 por delante para resarcirse. 2020 termina con un presidente en cuarentena, con las primeras vacunas a punto de empezar el principio del fin de esta pesadilla y con los españoles echando cuentas para saber a cuántos familiares y allegados podrán sentar en su mesa en la Navidad más rara que se recuerda.