Religión, ciencia y solidaridad
La ciencia es hija de su tiempo pero no es infalible, tiene sus fortalezas y sus debilidades.
En los albores de la humanidad nuestros antepasados estaban convencidos de que las fuerzas sobrenaturales les protegían frente a la adversidad, pero al mismo tiempo les atormentaban con terribles castigos. La cotidianeidad estaba gobernada por las divinidades naturales, en el día a día prevalecía el animismo –del latín anima, alma-. Según este concepto cualquier elemento de la naturaleza tiene vida, alma o conciencia propia.
Fue hacia el 12.000 a. de C. cuando los seres humanos entraron en el periodo más importante de la historia de la humanidad, el Neolítico, del que nuestra sociedad es heredera directa. En ese periodo surgió la agricultura y la ganadería, el ser humano se hizo sedentario y aparecieron las primeras sociedades y, con ellas, los excedentes de producción.
Pero al mismo tiempo las sociedades tuvieron que hacer frente a nuevos problemas, aparecieron enfermedades desconocidas hasta ese momento, sufrimos los efectos devastadores de infecciosas procedentes de animales (zoonosis), además aparecieron formas de gobierno y con ellos las guerras. En más de una ocasión el antropólogo norteamericano James C. Scoot ha afirmado que vivíamos mejor como cazadores-recolectores que como agricultores-ganaderos.
Aquellas primeras sociedades tuvieron un denominador común, la religión politeísta. Surgió un panteón religioso formado por dioses protectores y otros que castigaban a los seres humanos con las más diversas dolencias.
La religión monoteísta tardó en hacer acto de presencia. Fue en el quinto reinado del faraón egipcio Akenaton cuando surgieron unas tesis revolucionarias, por vez primera en la historia se reemplazaba al politeísmo por un solo hacedor: Atón, el dios del Sol. Aquel cambio fue recibido por el poder sacerdotal como una verdadera catástrofe. Más adelante surgirían las tres religiones monoteístas que persisten en nuestros días.
Hacia el siglo VI a. de C. tuvo lugar un acontecimiento sin precedentes en Asia Menor, un grupo de pensadores, a los que la historia bautizaría mucho tiempo después como filósofos presocráticos, iniciaron una senda que se inició en el Mithos y cristalizó en el Logos.
Fueron los primeros en plantearse el arché de la physis –el origen de la naturaleza-, una pregunta que tan sólo podía ser respondida con una nueva estrategia. Fue entonces cuando la razón cobró una nueva dimensión.
El mundo antiguo se vio azotado por enfermedades que se extendieron con cierta celeridad, como señala Yuval N Harari las pandemias no son sólo fruto de la globalización, ya existían hace siglos.
Hipócrates, allá por el siglo V a. de C., fue uno de los primeros en rechazar que las epidemias eran el producto de la cólera divina y que, realmente, eran las estaciones cálidas y húmedas las que favorecían su aparición. En su Tercer Libro de las Epidemias señala que es el estado del aire y los cambios de estación los que engendran la peste.
Con el devenir de los siglos el universo dejó de ser un caos y se convirtió en un cosmos, que se regía por las leyes de la naturaleza. Los seres humanos asistieron a una lucha sin cuartel entre el conocimiento y las creencias religiosas.
Las religiones se han basado en la autoridad, bien en un líder infalible o bien en un texto sagrado, mientras que la ciencia ha usado un método de trabajo –el método científico- con la razón como brújula.
La ciencia fue la que nos enseñó que nuestro sol no es más que una estrella entre cientos de miles de millones de estrellas de una galaxia y que, además, se encuentra entre millones de galaxias visibles. Darwin refutó el dogma de la existencia de un plan divino que permitía explicar el origen de la humanidad y señaló que somos el producto de la evolución de animales que nos precedieron en el tiempo.
A pesar de que en el siglo XX se produjeron más avances científicos que en todos los siglos anteriores, no fuimos capaces de aprender las lecciones que nos dejó la Primera Guerra Mundial, muy poco tiempo después los europeos asistimos resignados a una Segunda Guerra Mundial. Es cierto que desde entonces hemos disfrutado de un estado de bienestar y que Europa no ha conocido un tiempo tan prolongado de paz en toda su historia.
Durante este tiempo el hombre ha confiado en la ciencia. Pero hay que tener mucho cuidado, la ciencia es hija de su tiempo pero no es infalible, tiene sus fortalezas y sus debilidades.
En este momento nos encontramos inmersos en una pandemia sin precedentes, en donde la ciencia no es capaz de dar respuestas con la velocidad y la seguridad que necesita la sociedad.
A esto se une que, desde hace tiempo, voces autorizadas dentro de la comunidad científica nos han avisado que la ciencia está afrontando una crisis de credibilidad y que estamos asistiendo a publicaciones que no son capaces de superar el umbral de la reproductibilidad ni de la transparencia.
En definitiva, estamos inmersos, nos guste o no, en un cambio de paradigma, en nuestra sociedad de confort ha entrado en escena un nuevo actor que nos debe conducir a una reflexión conceptual. Si la ciencia no puede dar soluciones ¿cómo debemos actuar? ¿Cómo luchar frente al aislamiento?
La única forma de hacer frente a los problemas del siglo XXI es mediante la solidaridad, ha llegado el momento de aparcar nuestras diferencias y egoísmos, y afrontar el nuevo escenario de forma holística.
Esto no es nada nuevo, hace más de 500.000 años –durante el Pleistoceno Medio- los homínidos descubrimos que la solidaridad es la mejor estrategia para sobrevivir en un medio hostil. En el yacimiento de Atapuerca se han descubierto mandíbulas de ancianos que, carentes de todos dientes, pudieron sobrevivir gracias a la solidaridad y generosidad de otros miembros del grupo. Las sociedades heidelbergensis ya tenían un tejido social solidario. Aprendamos de ellos.