Soy una refugiada ucraniana y hay cosas que no os cuentan sobre la guerra
Ya no aparecemos en los titulares todos los días, pero no nos olvidéis, por favor.
Mucha gente me pregunta qué tal me va en el exilio.
Déjame pensar: están bombardeando mi ciudad, el futuro de mi país está en peligro por culpa de una superpotencia mundial, el padre de mis hijos está en la guerra y yo estoy a miles de kilómetros de distancia en un país cuyo idioma no conozco. No tengo trabajo y no hago más que ver cómo mis ahorros se agotan a medida que los gasto en mantener a mis hijos, a mi madre y a mi perro.
También tengo que lidiar con la culpa por haber abandonado el campo de batalla cuando una parte de mí está deseando estar en el Donbás matando a todo soldado ruso que vea.
Hasta finales de febrero, era una mujer independiente y autosuficiente, periodista y principal sostén económico de mi familia. Cuando las bombas empezaron a caer cerca de nuestro apartamento en Kiev, tuve que tomar una terrible decisión: quedarme y luchar, o alejar a mi familia de las bombas. Sin nadie más a quien recurrir para garantizar su seguridad, elegí lo segundo.
Primero fuimos a Leópolis ―pasando largas horas hacinados en una furgoneta abarrotada― para refugiarnos en casa de un amigo virtual del juego online Clash of Clans al que nunca había conocido en persona. Cuando las bombas empezaron a caer también allí, empezamos a hacer nuestra vida en el sótano y luego nos unimos al flujo de refugiados que se dirigían al oeste, lo que supuso varios días más de viaje con todos nosotros y el perro.
Como periodista, he cubierto reportajes en campos de refugiados. En esta ocasión, me encontré yo viviendo en uno. Antes de la guerra, hacía donaciones a organizaciones benéficas (todavía lo hago, siempre que puedo). Durante mi exilio, tuve que aceptar la caridad de desconocidos: comida, transporte, una noche de hotel cuando estábamos al borde del colapso...
Nuestro destino era una pequeña ciudad del centro de Italia, donde conocía a una sola persona: otro amigo digital de nuestro Clan.
No soy la clase de persona que se achica ante un reto. Cuando por fin llegamos, inscribí a los niños en el colegio, instalé a mi madre en nuestra casa temporal de acogida y encontré algunos trabajos a tiempo parcial: en la cocina de una pizzería, luego en un asador y más tarde como camarera en un hotel repleto de refugiados ucranianos. (Eso será un capítulo entero algún día cuando escriba un libro sobre mi experiencia).
Además de todo esto, descubrí que millones de mujeres ucranianas refugiadas como yo son objeto de burlas en Internet por parte de personas que piensan que hemos abandonado a nuestro país porque somos “vagas” y “cobardes”, y que lo hicimos por el dinero de las ayudas.
¿Cuánto es ese dinero? Hace poco, viajé 300 kilómetros para llegar al consulado ucraniano a las 8:00 de la mañana. A pesar de que no abriría hasta dentro de dos horas, ya había 25 mujeres en fila, la mayoría con niños, esperando poder recibir 300 euros al mes por cada adulto y la mitad por cada niño, y solo durante un máximo de tres meses. Estoy muy agradecida por ese subsidio, pero no duró mucho. Una mujer en la fila me dijo: “Aquí todos los días son viernes 13”.
Una persona trató de hacerme sentir culpable en las redes sociales diciéndome: “Conozco a alguien que dejó a sus cuatro hijos con un amigo en el oeste de Ucrania y volvió a Kiev para luchar”.
Por favor, decidme, ¿dónde puedo encontrar tales amigos? Y si lo hiciera, ¿podría soportar dejar a mis hijos con ellos a largo plazo? El exilio es especialmente duro para los niños: rabietas, lágrimas, mal humor... Necesitan que al menos uno de los padres esté con ellos.
Nada me gustaría más que volver a casa, si pudiera hacerlo y seguir cuidando de mi familia. Me alegro por los que pueden quedarse, y desde aquí trabajo para ayudarles en lo que pueda. Pero mis razones para irme, como las de cualquier otro refugiado, son suficientes. No tenemos que justificar nuestras decisiones ante nadie, y mucho menos ante la gente que se puso tapones para desconectar de la política y fue permisivo con la propaganda rusa los últimos ocho años mientras algunos de nosotros trabajábamos para dar la voz de alarma sobre el conflicto que se estaba cociendo a fuego lento.
Sabemos quiénes son los que de verdad se preocupan por nosotros. Son las personas que escriben, como hicieron varios de mis amigos cuando cayeron bombas sobre Kiev: “Es demasiado peligroso. Quédate donde estás”.
Muchos de los refugiados que conozco están sumidos en la desesperación, la tristeza y la depresión, que parecen ser las únicas emociones socialmente aceptables que pueden sentir o expresar. Y mucho cuidado con publicar una foto de sí mismos en la playa o en un partido de fútbol, porque enseguida los acusan de ser traidores sin corazón.
Pero sucumbir a esa opinión es un crimen en dos sentidos: ni nos facilita la vida ni nos ayuda a ganar la guerra.
En mi caso, yo no dejo que mis emociones me impidan hacer todo lo que esté en mi mano para contribuir a la victoria, y animo a los demás a hacer lo mismo. Es difícil ser productivo o creativo cuando sufres depresión, así que intento luchar también contra ello. Comparto, tuiteo y retuiteo constantemente. Hablo con mis amigos extranjeros sobre Ucrania, sobre nuestro valor y lo mejor de nuestra nación. Utilizo las redes sociales para difundir la verdad sobre Ucrania, porque Rusia nunca deja de soltar sus mentiras. Cuando puedo, utilizo mis contactos para facilitar el envío de municiones, chalecos antibalas y medicamentos a nuestros valientes combatientes.
Al mismo tiempo, trato de no sentirme culpable por esos momentos en los que puedo disfrutar de la vida: cuando puedo reír con mis hijos, probar la comida italiana y, sí, incluso ir a la playa.
Cuando era periodista y viajaba por el Donbás y Crimea desde 2014 hasta 2021, mis colegas y yo teníamos un lema: “Disfruta de la vida siempre que puedas”. Salíamos a cenar y a tomar vodka, y reíamos mientras caían las bombas, porque sabíamos que la siguiente podía caer sobre nosotros.
Aquí, en el exilio, estamos a salvo de las bombas, pero el peso de la guerra está sobre nosotros, junto con la preocupación por el futuro de nuestros hijos y el miedo por los amigos y familiares que aún están allá. Y la culpa también me acompaña, a pesar de mis esfuerzos por despojarme de ella. Todo eso mata lentamente mi espíritu al igual que una bomba mataría mi cuerpo.
Los ucranianos hemos sufrido suficiente tristeza y desesperación para el resto de nuestras vidas, y probablemente aún vayamos a sufrir más. Mientras tanto, tendremos que poner nuestro granito de arena y respetarnos y querernos.
Y a nuestros amigos extranjeros: ya no aparecemos en los titulares todos los días, pero no nos olvidéis, por favor. Necesitamos que todos vosotros (no solo vuestros gobiernos) hagáis todo lo posible para ayudarnos a asegurar nuestra democracia y proteger a Occidente de la agresión rusa. (Dos organizaciones que están haciendo un excelente trabajo y que podrían necesitar más apoyo son la Women Veterans Foundation y la Come Back Alive).
¿Que qué tal me va?
Mirando el lado positivo de las cosas, he aprendido a hacer pizza.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.