Rebelión injustificada. Revolución legítima
Tomo las citas de la obra magna de José Antonio Maravall Estado Moderno y mentalidad social (1972, I, p. 476), quien mucho antes ya había calificado a la Guerra de las Comunidades como la primera revolución de carácter protonacional, nítidamente moderna, apoyada en el pensamiento político más innovador de su tiempo, aunque anclase sus raíces en tradiciones medievales heredadas, al igual que lo harían las grandes revoluciones posteriores, como la inglesa y, sobre todo, la primera revolución nacional victoriosa ocurrida en las Provincias Unidas de los Países Bajos, enfrentadas a la Monarquía de España.
Aquellas frases han encontrado en nuestro tiempo una formulación definitiva en la obra de Isaiah Berlin, para quien "la pertenencia a una comunidad es una necesidad humana fundamental, tan fuerte como la necesidad de alimento, bebida, calor o seguridad: significa que los demás entienden lo que uno dice sin que tenga que embarcarse en explicaciones; que los gestos y palabras, todo lo que entra en la comunicación, son aprehendidos por los miembros de esa sociedad".
Pero al mismo tiempo, Berlin estableció que "lo que diferencia a toda ideología legítimamente humanista de sus formas aberrantes es la consideración por estas últimas de los individuos como medios y no como fines en sí mismos, ya se trate de alcanzar un objetivo nacional, de clase, derivado del imperativo religioso, o cualquier otro."
En suma, como sucede con la mayor parte de los valores por los que orienta su vida el ser humano -y especialmente sus relaciones con los demás-, de lo que se trata es de dilucidar cuales son los límites entre la forma "natural" -que solemos considerar legítima-, y sus expresiones aberrantes, por irracionales e incompatibles, resultado de la exageración "monoteísta", en la que no cabe cohonestación alguna de unos con otros valores igualmente estimables, sin los que el comportamiento de los individuos no puede ser calificado de humanista.
Y no puede serlo porque consideramos inhumana toda ideología (o su exacerbación, generalmente fruto de la efervescencia social) diseñada específicamente para excluir de la convivencia o del pleno disfrute de los derechos de ciudadanía a una parte significativa de los ciudadanos que viven legítimamente en un territorio, por no hablar del imperativo categórico de respetar los derechos humanos de todas las minorías.
Isaiah Berlin nos enseñó también que no todos los valores humanos son compatibles y hay que elegir, modulándolos, ilustrando su idea al contraponer libertad e igualdad, dos de los valores que, junto a la fraternidad, sintetizan el ideario de la civilización moderna pero que, llevados hasta el extremo, resultan excluyentes. Como dijo El Roto en una de sus viñetas, hasta el perro se ve obligado a elegir entre tener pulgas o tener amo, entre ser absolutamente libre para hacer lo que quiera o tener la posibilidad de realizarlo, lo que depende de la convivencia y cooperación con otros.
Todas estas cuestiones han reaflorado en España con motivo de la "cuestión de Cataluña". Quizás la manifestación más evidente de este tipo de dilemas inconciliables fuera la de Carles Puigdemont, tras declararse insumiso al mandato del artículo 155 de la Constitución española, convocando a sus partidarios a luchar por la declaración unilateral de independencia (hecha por él y los suyos en nombre de todos los catalanes), "manteniendo los valores de la paz y la democracia". Del mismo calibre contradictorio fue la afirmación de la diputada Gabriel declarándose "independista sin fronteras", como señalaba estos días Javier Marías, escandalizándose del ascenso incomprensible de este tipo de "subjetividades infinitas".
No es mi propósito entrar a dilucidar las cuestiones actuales sino retrotraerme al ciclo de las "revoluciones nacionales" contra la monarquía hispánica de los siglos XVI y XVII, para dar profundidad histórica a todo esto.
Como se sabe, en un tiempo en que la forma moderna de gobierno eran las monarquías patrimonialistas, a la muerte de los Reyes Católicos la reina propietaria de España era su hija Juana, opuesta al extremismo religioso, por mucho que su padre -solo regente de Castilla- la declarase incapaz, nombrando sucesor a su nieto Fernando, y solo en última instancia a Carlos.
A la muerte de su abuelo, Carlos mandó a su preceptor, Adriano de Utrecht, para hacerse cargo de la sucesión. Tras tomar él mismo posesión, otorgando todo el poder a sus cortesanos flamencos, Carlos se embarcó en La Coruña para ser elegido emperador, contra el parecer de la mayoría de las Cortes convocadas en Santiago de Compostela.
La sublevación de las Comunidades se generalizó en toda Castilla, y paralelamente en Valencia y Mallorca. La primera pretensión de los comuneros consistió en buscar legitimidad, considerando que la reina estaba cuerda y rechazando la declaración de incapacidad de Juana. Temerosos de que la subordinación de Castilla a los intereses del imperio terminase con su prosperidad (como así acabaría ocurriendo), sus líderes fueron los dirigentes naturales de las ciudades castellanas: la pequeña nobleza y los burgueses de las ciudades manufactureras, muchos de ellos cristianos nuevos, enfrentados a la oligarquía de la mesta, los exportadores de lana y la gran nobleza, en lo que puede considerarse como una verdadera guerra civil.
En mi novela Cerbantes en la casa de Éboli la revolución se hace presente a través de la ejecución del abuelo y el bisabuelo maternos de Miguel, líderes conversos de los comuneros de Arganda y Maqueda, muertos en plena guerra civil. Y también en la historia familiar de su amigo Gálvez de Montalvo, trasterrados de Medina porque su abuelo, sobrino del autor del Amadís, se había enfrentado con los García de Toledo en defensa de los derechos individuales de la nieta del primer Alba, María de Fonseca, casada con Rodrigo de Mendoza contra el deseo de la reina Isabel.[1]
Por mucho que buscaran la legitimidad de su acción, pidiendo a la reina Juana que destituyera a su hijo, los comuneros no la consiguieron, siendo derrotados por la alianza entre los grandes de España y la corte flamenca de Carlos, encabezada por Adriano de Utrecht, que tenían la fuerza, sin ser considerados ilegítimos. De este modo, la de las Comunidades fue la primera gran rebelión nacional derrotada en la era moderna.
En cambio, la primera revolución nacional victoriosa fue la de las Provincias Unidas de los Países Bajos, que se empeñaron desde el primer momento en mantenerse en la legalidad, enviando al barón de Montigny a Madrid con un memorial en el que se declaraban súbditos respetuosos del rey, afirmando: "Poco os va el que vivamos bajo esta o la otra ley religiosa con tal que no os faltemos a lo que os es debido".
Pero Felipe II tenía otro propósito: el de edificar su reinado sobre el principio totalitario de gobernar no solo las acciones, sino también las ideas y los sentimientos de sus súbditos, de modo que, desheredó y encarceló a su hijo hasta la muerte por darles apoyo, mandó ejecutar a los líderes naturales de los flamencos en forma ignominiosa y emprendió una guerra que acabaría con la reputación de la monarquía y con todos los recursos de España y América.
No podía ser de otra manera, ya que desde su implantación el espécimen político medieval que pretendían implantar los Austrias en España y en Europa carecía de legitimidad "ya que se le había pasado su ciclo histórico", como dijera Díez del Corral, aunque el propósito manifestado por Cervantes al final de la novela, de "ganar la batalla contra el rey imprudente, perverso y obstinado que lo persigue a él y arruina España", necesitase algún tiempo para hacerse realidad.
Porque los flamencos tardarían ochenta años en ver reconocida su legitimidad dentro del sistema europeo de Estados establecido por el Tratado de Westfalia, sobre el que se dibujó la Europa moderna, que solo el imperio napoleónico –momentáneamente- y las dos guerra mundiales han rediseñado (por no hablar de las guerras balcánicas, de infausta memoria).
Para ello los flamencos tuvieron que demostrar y hacer ver a toda Europa que su revolución contra la bota de los Austrias era legítima, tanto en su origen como en la práctica, ya que desde el comienzo quedó claro que su convivencia en paz dentro de la "constitución" de la monarquía española de aquella época resultaba imposible. La "ideología española" considera "leyenda negra" una gran parte del escándalo que produjo en Europa –y en su propia familia de Viena- la acción de Felipe II. Los Éboli encabezaron la oposición a esta política. La España actual se construyó sobre la idea de que nuestro país tenía que pasar página de todo aquello, reconciliándose con la modernidad, como efectivamente ha ocurrido y todo el mundo reconoce.
Resulta vergonzoso que, para dar cauce a sus pasiones chovinistas, algunos españoles se empeñen ahora en aplicar aquella leyenda negra a la España de la Constitución de 1978. Pero no lo han conseguido ni lo conseguirán, porque España ya no es así.
[1] Véase el estudio de Roger Boase sobre "María de Fonseca y el primer marqués de Zenete".