¿Realmente debemos cambiar el Valle de los Caídos?
La resignificación del Valle de los Caídos como monumento de reconciliación democrática de la que se habla estos días me parece una tarea sencillamente imposible, por equivocada. Vale que estamos en la era de la sostenibilidad que pregona el reciclaje, la reutilización y la rehabilitación de los edificios, pero conviene no pasarse. ¿Realmente queremos construir un monumento democrático sobre semejantes cimientos?
La retirada de los restos del dictador parece sin embargo una acertada decisión, la primera necesaria para desactivar el lugar porque efectivamente una democracia madura no puede permitirse semejantes símbolos. Por otro lado, ya puestos, quizás convendría tambien devolver los restos fúnebres de todos los que allí yacen, debidamente identificados, a sus respectivos familiares si es que lo solicitan. Pero, como lugar, el Valle de los Caídos es un mausoleo y un templo religioso a la vez, y si queremos dotarnos de un lugar de memoria y reconciliación como se dice, el primer requisito del mismo es que sea cuando menos aconfesional, sino laico.
La magnitud y escala de la cruz del Valle de los Caídos imposibilita cualquier reconversión de ese lugar en un lugar de reconciliación. No olvidemos que la Guerra Civil, o mas bien el levantamiento militar, fue santificado por la iglesia como cruzada. Alguna vez he pensado y escrito que el dispositivo espacial y paisajístico del Valle de los Caídos, con esa relación entre la cruz de proporciones descomunales y el horizonte que se extiende al infinito, convertía a España entera en una tumba, y a los españoles en extraños habitantes de la tumba de Franco. Una vez desalojado el dictador, y espero que también su falangista acompañante, esa recuperación simbólica que se opera por el dispositivo arquitectónico desaparece, quedaría liberado. Pero no por ello el monumento pasa a ser recuperable para la democracia. No podemos construir monumentos democráticos sobre monumentos erigidos por la dictadura. Una cosa es cambiar los nombres de unas calles que estaban antes durante y después de determinados acontecimientos históricos, y otra bien distinta asumir la estética franquista como válida para la democracia española del siglo XXI.
La cuestión no es por tanto qué hacer con el Valle de los Caídos, sino cómo construir los monumentos y otros elementos de la política pública de memoria de nuestra democracia actual, asumiendo y reivindicando a la Segunda República española como su directo antecedente, por mucho que ahora seamos una monarquía. Una vez desactivado el Valle de Los Caídos, esa seria la auténtica pregunta. ¿Acaso no somos capaces como sociedad de construir monumentos democráticos propios sobre nuestro pasado? Y la respuesta debiera pasar por un concurso de arquitectura ambicioso para un lugar de memoria no menos ambicioso planteado precisamente desde los parámetros y las exigencias de esa democracia madura que no puede ya tolerar mas símbolos franquistas en el espacio público, pero que también sabe no borrar todo rastro de la historia, incluida la dictadura, consciente de que si lo hace, por bien intencionadas que sean las motivaciones puede caer paradójicamente en el mas puro revisionismo histórico blanqueando involuntariamente una parte de la historia cuando busca justo lo contrario.
Asimismo, los que tenemos antepasados con largas condenas de cárcel por la dictadura, no estamos todos seguros de querer que se anulen esas condenas, pues son sus dolorosas credenciales de antifranquistas y demócratas para la historia. La democracia española actual no tiene por qué implícitamente asumir, al querer corregir, aquello que hizo una dictadura. Las condenas de aquella son eso, condenas de una dictadura. Al hacerlo correría el riesgo de igualar a los que lucharon contra la dictadura con aquellos que la mantuvieron. La historia es la que fue (incluida la construcción del Valle de los Caídos), y no la que quisiéramos que hubiera sido. Por ello una parte de las políticas de memoria publica debería velar por la conservación, registro y archivo de lo acontecido durante la dictadura y no por su eliminación.
En cualquier caso, el mejor lugar de memoria que podamos construir es el de la historia serena y serenada que transmitamos a las generaciones presentes y futuras a través de la educación. Un monumento útil para ello seria un lugar de paz para un tiempo de guerra, un contrapunto al Valle de los Caídos y no su transmutación; un lugar en el que se trabajara en pos de esa transmisión crítica de nuestro pasado.
Decía el historiador Pierre Nora que la memoria colectiva es globalizadora, sin fronteras y que releva de la creencia que sólo asimila lo que la conforta, mientras que la memoria histórica es analítica y crítica, precisa y diferenciada, releva de la razón que instruye sin voluntad de convencer.
Se abre hoy la oportunidad de una política de memoria pública que no se convierta en arma arrojadiza. Seamos capaces de desarrollarla con elegancia y generosidad.