Realidad y panacea en pandemia

Realidad y panacea en pandemia

Ninguna pandemia es para todos igual. En todas ellas las diferencias de clase y género, lejos de amortiguarse, se agravan.

Imagen de archivo de virus sars-cov2 vistos a través de un microscopio. Handout . / reuters

Panacea: hace referencia a la diosa griega hija de Asclepio y Epione, que poseía una cataplasma o poción que curaba todo tipo de enfermedades con el conocimiento que ostentaba sobre las plantas medicinales. 

En esta pandemia hemos vivido entre la complacencia y la panacea. Nada nuevo: ni la negación ni el miedo ni pensamiento mágico ni los milagros son excepcionales en tiempo de plagas y epidemias. 

Sin embargo, en una pandemia del siglo XXI, la respuesta a la incertidumbre de la covid-19 es esperable que se atenga básicamente a la evidencia científica, con medidas proporcionadas a su grado de transmisión en los sectores y colectivos más vulnerables y con la información y participación de la ciudadanía. Una respuesta global a una amenaza también global que exige una gobernanza y evaluación compartidas. En su momento, también una auditoría de salud pública en la OMS y también a nivel local, como han planteado recientemente un grupo de científicos en España. Pero ahora, todavía en pleno auge de la pandemia, lo más vital sea la colaboración más estrecha entre administraciones, junto a la movilización de personal y recursos de seguimiento y atención primaria, en base a criterios de equidad social y salud pública para enfrentarnos a los nuevos brotes, a la trasmisión comunitaria y a una segunda ola más que probable.

Aunque, en el trasfondo, la panacea milagrosa ha seguido ahí, actuando unas veces como utopía y otras como ruido de fondo y siempre como expresión de un malestar y desconfianza más o menos generalizados en época de pandemia. Tras las primeras noticias del virus sars-cov2 fue la complacencia, la falsa superioridad y la lejanía cultural y política ante al origen en los lejanos mercados húmedos y la contundente respuesta del autoritarismo chino en Wuhan. Otro virus asiático u oriental más, como lo fueron el SARS o el MERS, en que también pensamos que no pasarían de apenas un millar de víctimas. Poca cosa para la letalidad de las epidemias infecciosas o degenerativas en el mundo. Apenas el aleteo de una mariposa. Ignoramos con ello nuestros propios informes y estrategias sanitarias y de seguridad, que desde 2006 nos alertaban de la probabilidad cada vez mayor de una pandemia viral de alta letalidad. Nunca hemos querido creernos los signos que anuncian las catástrofes. 

Y sin embargo, el virus pasó por encima de la vieja dama: de Europa y de la ajada superpotencia norteamericana. La complacencia también nos cegó con la minusvaloración de la pandemia. Otra forma de negación. Tampoco era la primera vez. No hace falta remontarse al Decamerón o a Los Novios, basta con releer algún pasaje de Mi idolatrado hijo Sisí de Miguel Delibes sobre la pandemia de la mal llamada gripe española de 1918. ‘Una gripe más’. 

Luego vino el exceso de confianza en nuestro sistema sanitario y en su supuesta superioridad en su cobertura, seguridad y calidad. Uno de los mejores del mundo sí, pero con los pies de barro de nuestra marginada y precaria salud pública, y con las manos atadas por los recortes, en particular en la atención primaria y los cuidados sociosanitarios, y de nuevo en pandemia con el acceso a los recursos sanitarios limitado por el colapso de la cadena de suministro de EPIs, test y respiradores. 

Ninguna pandemia es para todos igual. En todas ellas las diferencias de clase y género, lejos de amortiguarse, se agravan.

Por eso, la estrategia de contención de nuestra frágil salud pública quedó pronto desbordada, el sistema sanitario situado al borde del colapso y las residencias de mayores devastadas. Por eso entonces nos vimos obligados a volver al viejo confinamiento para acabar con la trasmisión del virus.Y con ello llegó el miedo y la aceptación, primero convencidos, luego resignados y ahora entre fatigados y relajados, ante las necesarias medidas de seguridad.

También, obsesionados por la merecida gratitud a las batas blancas, ignoramos los determinantes sociales que entre nosotros han hecho más fácil la transmisión: la alta movilidad, la densidad de población, la precariedad laboral, la desigualdad social y sus focos de marginación y exclusión, antes, durante y después del confinamiento. Porque ninguna pandemia es para todos igual. En todas ellas las diferencias de clase y género, lejos de amortiguarse, se agravan.

Hubo, sin embargo, quien se apuntó a la panacea retrospectiva que tan pronto exigía el confinamiento preventivo, como la universalización test para todos como mano de santo, o la estrategia alternativa de la inmunidad de rebaño que entonces se ensayaban en Suecia y en Gran Bretaña, es verdad que ignorando con ello la realidad de la quiebra de la cadena de suministro de productos sanitarios producidos en China o India, la limitación diagnóstica de los test, así como los magros datos de la inmunidad de grupo, que obtenían los peores resultados, no solo sanitarios sino también económicos. Aunque finalmente, el estudio de seroprevalencia nos diera de bruces a unos y a otros súbitamente con la dura realidad de una escasísima inmunidad. Y entonces, llegó la resignación.

Pero no de todos. La inmunidad de rebaño siguió latiendo como alternativa, debilitando el apoyo a las prórrogas del Estado de alarma, y precipitando una desescalada prematura y desordenada, cuyas peores consecuencias estamos viendo hoy en la gestión política de las comunidades autónomas y en algunas de las actitudes personales de relajación.

Porque la panacea actual es la vuelta a la normalidad de siempre como quimera, que en realidad conlleva actuar como si el virus no existiera o como si hubiera perdido su transmisibilidad y rebajado su letalidad. De ahí la irresponsabilidad personal de unos, el fatalismo de otros y el clima de decepción ante el incremento preocupante de los brotes.

Sin embargo, la desescalada y la llamada nueva normalidad tienen un significado muy distinto: se trata de la complicada tarea de hacer compatible la convivencia y el control del virus con la paulatina recuperación económica, todo ello a tientas y de forma irregular y asimétrica. Quizá por ello nunca debimos hacer de la necesidad de superar el confinamiento una urgencia, ni de la virtud de volver sin más a la normalidad un objetivo. Por eso, ante los rebrotes, vuelve otra vez la negación de la complejidad y la panacea del mando único o de la vuelta al confinamiento total, precisamente por parte de los que en su momento la repudiaron como ejercicio autoritario.

La panacea actual es la vuelta a la normalidad de siempre como quimera.

Vivimos una situación de ‘normalidad condicionada’ que implica tanto la mascarilla, la distancia social y el lavado de manos en lo personal, como el refuerzo de la atención primaria y la salud pública, la creación de un nuevo perfil profesional (para otros la oportunidad de un nuevo nicho de negocio) como es el de rastreador en las comunidades autónomas o los cierres y confinamientos parciales, y por otro lado hace necesaria la coordinación desde el Ministerio de Sanidad. Una nueva etapa de la libertad con responsabilidad y de la cooperación en un modelo de gobierno compartido.

Es por eso que, ante los primeros datos de descontrol y transmisión comunitaria, aparece de nuevo la solución tecnológica de la aplicación móvil, con sus problemas de adherencia e incapaz de compensar las insuficiencias del rastreo de contactos. De nuevo la tecnología como bálsamo frente a las carencias de la gestión, como panacea frente a la decepción y la incertidumbre. Volvemos también angustiados la mirada a los hospitales, las UCIs y los nuevos medicamentos. De nuevo el último recurso para curar el mal y disminuir sus complicaciones y letalidad.

Y siempre el ruido de fondo de la panacea retrospectiva de lo que pudo haber sido y no fue: que si hubiéramos previsto antes su extensión y letalidad, que si hubiéramos adoptado medidas más contundentes y que si hubiéramos dispuesto también de todos los medios sanitarios y de protección, sin ninguna limitación económica ni en la cadena de suministros... Un mundo feliz y una posición política infantil.

Y siempre en el horizonte la ficción de la solución de la vacuna como utópico punto final. En este momento, con más de una veintena de posibles vacunas en investigación avanzada y seis en la fase final de experimentación. Queda la duda de su eficacia, siempre relativa, del momento más o menos lejano de su comercialización y sobre todo de su accesibilidad para los sectores más vulnerables, bien por la debilidad de sus sistemas sanitarios o por sus factores sociales y personales de riesgo. En definitiva, el problema es que la panacea, como todo buen mito, no existe en la realidad (salvo, según Nieves Eliade, en la sagrada), y menos como solución definitiva para todo y para todos. Las pandemias nos seguirán amenazando y la desigualdades en salud también. El reto es y será prevenirnos frente a las unas y reducir las otras. Por el bien de todos.

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Médico de formación, fue Coordinador General de Izquierda Unida hasta 2008, diputado por Asturias y Madrid en las Cortes Generales de 2000 a 2015.