¿Quién dijo miedo?
La religión impuesta nos ponía a los pies de un dios soberbio y vengativo que exigía el sacrificio de su hijo para perdonar los pecados.
La columna vertebral se vuelve rígida; el vello se eriza y la piel envía señales extrañas y desbocadas; surge el sudor y se siente un frío inexplicable en la nuca; la respiración se acelera hasta resultar insuficiente… Su Majestad el Miedo, señor de las horas nocturnas, de los lugares desconocidos, de los sonidos que no podemos identificar, visita de improviso a sus súbditos.
En la naturaleza, es un mecanismo de defensa que advierte del peligro y dispone el cuerpo para la huida. Pero entre nosotros, más y más lejos del animal que somos, el miedo es el enemigo que nos paraliza, nos impide pensar, nos incita a la negación repetida, como si un conjuro pudiera borrar cuanto nos acecha.
Aunque no siempre el miedo manda. Los primeros indígenas con los que se toparon los conquistadores se acercaron a los recién llegados sin recelo. No veían motivo para temer a quien ningún mal les había causado.
Más tarde lo vieron. Vaya si lo vieron. Pero, por un momento, nuestros semejantes fueron Gaspar Hauser: libres, inocentes y curiosos.
Darwin pudo, en las regiones australes de América, acercarse a un zorro adulto, cogerlo entre sus brazos y matarlo de un garrotazo sin que el animal se sintiera amenazado en ningún momento. Su intención era estudiarlo y disecarlo como evidencia científica (Por tratarse de Mister Charles, Greenpeace hizo la vista gorda).
Puede que quienes, en estos días, dejan de lado cualquier precaución para lanzarse a fiestas enloquecidas, lo hagan atenazados por el miedo, que les dicta la absurda solución de fingirse inmunes. Otro tanto sucede, quizás, con quienes se arrojan a la calle para manifestarse en denuncia de conspiraciones ridículas en las que intervienen un virus inventado, teléfonos móviles, millonarios americanos y nieve de plástico.
Ni la ciencia ficción de la teología puede maquinar tanta memez.
O puede que semejantes individuos solo pretendan homenajear a Berlanga en su centenario y les estemos acusando de balde.
Gente, en cualquier caso, que se ha instalado con toda comodidad en el pensamiento mágico y que se aferra a él como un cuñado de visita al mueble bar.
La magia, es sabido, fue la primera explicación que pergeñamos para afrontar un mundo que, en nuestra pequeñez, se nos antojaba extraño y hostil. No tardamos mucho en poblarlo con espíritus y deidades que consentían en la negociación de protección a cambio de sumisión y sacrificios.
Me imagino al primer listo que se proclamó intermediario con los seres superiores conteniendo la risa al ver como sus compañeros de tribu se tragaban la historia y le hacían entrega de grano, carne y vino para que intercediera por ellos ante el caprichoso ser que tan pronto enviaba una tormenta, con su pirotecnia y su diluvio, como una sequía que silenciaba en los arroyos el cantar del agua.
Los dioses fueron el invento perfecto de la nueva casta: su misericordia nos procuraba el bien; el mal era el castigo por los pecados que cometíamos sin saber que lo eran. Sus razones les pertenecían solo a ellos y a sus sacerdotes. Eran, y son, inescrutables.
Y sabido es que la única arma efectiva contra el miedo es el conocimiento. Si el observador se fija en que al calor asfixiante suele seguir la formación de nubes y a esta el restallido del trueno, y si el observador saca sus propias conclusiones sobre el mecanismo de las tormentas, entonces, la idea de una deidad enfurecida pierde fuelle y Thor se va al paro.
A medida que fuimos entendiendo el mundo, los sacerdotes respondieron con dioses más lejanos, más adustos, más inextricables.
En México (rememorando “Talpa”, el estremecedor relato de Rulfo, cuánto dolor cabe en cinco páginas) presencié una de las romerías más brutales de las que jamás tuve noticia. Los peregrinos hacían los últimos kilómetros del recorrido al santuario de rodillas. Vendas de ajusticiado les cubrían los ojos, liberándolos de los angustiosos metros que aún faltaban. Y un rastro indeleble de sangre y piel destrozada señalaba el camino.
Disciplinantes que, desde Torquemada hasta hoy, en una noria de sangre, cada Semana Santa se desuellan la espalda o se desloman arrastrando maderos...
Me pregunto qué clase de miedo puede haberse asentado en los espíritus para que piensen que un dolor salvaje e innecesario puede salvarlos. ¿Desde cuándo el dolor es una corona de gloria?
Como me pregunto de qué pasta están hechos quienes permiten o alientan semejantes obscenidades.
Por la aldea de mi infancia pasó uno de aquellos curas tridentinos que disfrutaban (ni me imagino hasta qué punto) representando ante la aterrorizada feligresía la brutalidad del infierno.
-Imaginaos -nos decía señalando al Risco Grande- que la bola del mundo fuese también de esa dura piedra. Ahora, imaginaos –y gesticulaba admonitorio- que una golondrina la rozase con la punta de su ala una vez cada mil millones de años. Pues os digo -y azotaba el aire con su brazo enlutado- que cuando toda esa inmensa roca se hubiera disgregado, vuestro castigo no habría hecho más que comenzar.
También nos advirtió el tonsurado que la mano temblorosa del onanista era la que nos abriría la puerta del Averno. El añorado Alvite había escuchado el mismo chantaje.
-No sé si iré al infierno, Abraham, pero suspendí dibujo…
La religión impuesta nos ponía a los pies de un dios soberbio y vengativo que exigía el sacrificio de su hijo para perdonar los pecados. Incluso lo mandó a hacer un master en sufrimiento a un huerto de olivos, único fruto que no puede comerse del árbol. Al menos, lo envió cenado.
Fue la católica la que nos tocó sufrir. No me cuesta imaginar a otros niños sometidos al mismo terror, aunque administrado por otros nombres.
Luego se extrañaban cuando a las primeras de cambio salíamos echando hostias.
Ahora que la ciencia acorrala a la religión rellenando con experimentos contrastados los huecos en los que Dios se refugia, me duele, especialmente, ver a la gente a la que quiero sin tasa empequeñecida por el terror que los nuevos profetas les imbuyen.
Charlatanes de saldo parasitando en la incultura. Tipejos que deshonran al gremio de los atracadores, capaces de ligar en una misma salsa a Cristo con los extraterrestres y con cristales que curan el cáncer.
Todos ellos coinciden en un punto teológico: por delante de la predicación va la mano de recoger donativos.
A medida que conocemos el mundo, descubrimos que no somos tan importantes; que ni los virus, ni los huracanes ni los meteoritos van a desaparecer porque así lo deseemos. Nuestra inteligencia nos dice que hay amenazas que podemos combatir, y otras que que nos vencerán sin remisión.
Y, sobre todo, nos dice que somos mortales.
Lo que, en principio, no debiera asustar. Forma parte de nuestra condición levantarnos de la mesa y dejar la partida en un momento u otro; pero estamos tan convencidos de que la siguiente mano nos concederá la mejor jugada que no nos resignamos a marcharnos.
Cierto es que algunos envites con los que la Señora nos pilla en renuncio la vuelven aborrecible: la prontitud, la injusticia, el padecimiento…
Si el inexorable futuro que nos espera nos aterroriza, ¿para qué sazonarlo con la angostura de tantas religiones impostadas y retorcidas?
Hace algunos años, alargué la sobremesa con un eminente científico mexicano, candidato al Nobel, gracias a la conversación y al tequila reposado.
Desbocado a partir del quinto “caballito”, le pregunté a bocajarro si era creyente.
-No, claro que no –zanjó con rotundidad- pero… tengo miedo.
Me apabulló su sinceridad. Miedo a estar equivocado… aunque peor deben pasarlo quienes temen tener razón.
Reconozco no sentir pavor ante el futuro porque el pánico que me provoca el presente se ha adueñado de mí. Como el personaje de Poe, prisionero de la Inquisición de Toledo, nos debatimos todos entre el péndulo de la enfermedad y el pozo de la ruina, cuyo horrible e innominado fondo vemos aproximarse por más asideros, insuficientes a todas luces, que intentemos atrapar con las manos desolladas.
Envidio el aplomo de aquel cura vasco que fue invitado a una afaria merienda en un caserío vecino a San Sebastián. Pradera de Bocaccio en la que fueron desapareciendo croquetas, chistorras, morcillas, talos, pimientos rellenos, bacalao frito, cocochas en salsa verde, chuletones jurásicos, ahumado Idiazábal (con su dulce de membrillo y nueces de Leizarán), canutillos, arroz con leche, panchineta… De repente, el párroco, mirando de soslayo al reloj y a la autovía, farfulló eructando:. Milagros del progreso. En media hora, cenando en Donosti…
No me parece tan mala idea entregar el presente a una merienda adusta y exquisita, y aun así mantener el deseo de una noche larga y poblada de delicias.
Y me viene al sombrero el viejo chiste del feligrés, paisano de Baroja, que volvió de misa de una a las cuatro de la tarde.
-¡Por Dios. Patxi, que se nos ha enfriado el marmitako!
-Lo siento, ama, el padre ha alargado el sermón...
-¿Pues de qué habló hoy el párroco?
-Del pecado.
-¿Y qué dijo para tardar tanto?
-Que no es partidario...
Y pienso que si nos limitamos a temer, entonces podemos estar seguros de que palmaremos antes de tiempo.
De hecho, quien dijo miedo lleva muerto un buen rato y, seguramente, lo sabe.