Que tu código postal no condicione tu salud
El Ministerio de Sanidad debería asegurar la igualdad entre los pacientes en todo el territorio nacional.
Pensando en este nuevo post recordé una obra que siempre tengo presente de José Luis Sampedro, Escribir es vivir, en la que se puede leer: «El acto de creación de una obra está imbricado en la vida del escritor como la raíz de un árbol en la tierra de donde nace».
La verdad que el tema que traigo lleva en mi cabeza tiempo y he debatido sobre el mismo tanto con médicos como con otros pacientes afectados. Por todo ello, me gustaría compartir mis reflexiones con ustedes.
Tras el sin fin de elecciones que hemos tenido, se han ido conformando los nuevos gobiernos en un juego que me recuerda a aquel infantil de las sillas o de intercambio de cromos, el cual ha fraguado el panorama actual, en el que creo que brilla por su ausencia lo que constituye “el interés general”. Sin comprender que para sus gobernantes, que ahora tanto alardean de nuestra sanidad en sus recientes discursos de toma de posesión, los ciudadanos seamos el último eslabón de la cadena.
Antes de los comicios tuve la “santa paciencia” de leer los diversos programas electorales en materia de sanidad. De todos ellos extraje pocas conclusiones, bien porque unos recogían escasas medidas sin dejar de ser interesantes, o bien porque otros te desbordaban. La realidad es que las cosas poco van a cambiar para los sufridos ciudadanos/pacientes, y ojalá me equivoque, porque eso significará que uno de los pilares fundamentales de nuestro país como es la sanidad, seguirá siendo “universal, gratuita y sostenible”, y espero que la senda de la equidad sea una realidad en todo el territorio nacional.
Ahora explico el porqué de esta afirmación.
El Sistema Nacional de Salud garantiza una cartera común de servicios con la finalidad de asegurar la igualdad de los pacientes en todo el territorio, como así demanda la Ley General de Sanidad de 1986. Sin embargo, quienes deciden y gestionan los servicios en la búsqueda loable de una asistencia más cercana, no son otras que las comunidades autónomas, ya que tienen transferida dicha competencia por nuestra Carta Magna.
Ya han pasado diecisiete años desde que se produjera de manera efectiva la descentralización de la sanidad en todo el territorio español. Y en este punto, ya adelanto, es en el que se produce una verdadera “discriminación sanitaria”, sí con esos términos tan contundentes, al menos para más de la mitad de la población española en la que yo me incluyo (26 millones de pacientes según datos del INE en 2017).
No voy a poner en tela de juicio la capacidad de organización de los servicios sanitarios que corresponde a cada Comunidad Autónoma, que siempre he apoyado, lo que no es óbice para que se coloque por encima de la salud de los ciudadanos el ahorro económico y una mal entendida eficiencia. Puedo anticipar que hoy en día no se garantiza de forma efectiva la igualdad de prestaciones entre los pacientes (haciendo varias llamadas de atención al respecto nuestro Tribunal Constitucional).
El panorama es el siguiente: diecisiete autonomías con sus respectivas carteras de servicios en materia de salud, que cada vez se alejan más de los citados criterios de equidad y solidaridad, debido en gran parte a una pésima gestión de las prestaciones sanitarias a las que pueda acceder un ciudadano, lo cual conlleva a que estas dependan de su código postal.
Es indudable que con los actuales avances se precisa una mayor inversión en sanidad que no siempre se produce, por lo que la tendencia o mejor dicho la deriva de acontecimientos asusta; va cuesta abajo y sin frenos.
Nos encontramos ante tratamientos más avanzados, una necesidad inapelable de mayores medios humanos y materiales, nuevos fármacos y un instrumental que se va encareciendo, sin perder de vista el factor poblacional de envejecimiento. Considero que aquí, como en todo, la solución está en una gestión más eficaz y eficiente, en un uso más racional de los medios, acudir a fórmulas de colaboración entre comunidades y, por supuesto, recobrar el Fondo de Cohesión Sanitaria, que se ha ido quedando sin recursos, cuando fue diseñado para resolver precisamente estos problemas. A esto puedo añadir, sin desconocer la autonomía incuestionable de cada región, la falta de actuación del Ministerio de Sanidad que como garante del interés general, debería tomar las riendas para asegurar la citada igualdad entre los pacientes en todo el territorio nacional.
Ya en 2016 en la presentación de La Sanidad Española en cifras, el presidente del Círculo de la Sanidad, D. Ángel Puente, pidió expresamente al Gobierno central “un paso adelante para garantizar unas mínimas condiciones de equidad en el acceso a la atención sanitaria por parte de todos los ciudadanos” y también una “Cartera Básica de Prestaciones”, que reúna la asistencia sanitaria mínima que debería recibir cualquier ciudadano con independencia de su comunidad autónoma de residencia.
Centrándome en la Comunidad de Castilla y León en la que resido, caracterizada además de por su riqueza cultural, por su envejecimiento poblacional, una indudable dispersión geográfica, y en la que no hay una libre elección de especialista, contando como todas con una cartera propia de servicios. En contrapartida, Andalucía, Aragón, Castilla-La Mancha, Comunidad de Madrid, La Rioja y País Vasco (el 44,5% de la población), disponen de la libre elección de especialista, lo cual no significa que las prestaciones sean las mismas en todas ellas, al tiempo que algunos consideren que como en su comunidad existe dicha libre elección ocurre lo mismo en el resto. Una apreciación que con estas líneas pretendo esclarecer.
Vienen a mi memoria demasiados ejemplos para ilustrar estas afirmaciones, ya sea el calendario de las vacunas o la hormona del crecimiento. Por ejemplo, esta última se encuentra subvencionada con unos requisitos básicos en algunas regiones y en otras es una auténtica odisea. Sin olvidar que el coste de la misma oscila entre los 200 y 1.000 euros mensuales, debiendo ser sufragada por aquellas familias que tienen la capacidad de hacerlo.
Podría seguir hasta aburrir al lector, y como la que ahora escribe es paciente de dolor crónico (efecto de una enfermedad poco o nada conocida como la neuralgia trigeminal) me debo referir a la atención en las denominadas unidades de dolor. En mi región, según datos de 2014, se presta este tipo de servicio en ocho de los catorce hospitales que existen repartidos por la misma. Algunas son interdisciplinares, que es lo más apropiado, si bien comprendo que en una comunidad tan amplia no es factible, aunque fuera lo deseable, disponer de tantas como se precisan.
Sin perder de vista que habito en una de las regiones más grandes de España, acceder a este tipo de unidades obliga a muchos pacientes a pasar horas en ambulancias o en otros medios de transporte para acudir a una consulta o realizarse una prueba o tratamiento, porque su código postal así lo fija.
Esta situación ocurre igualmente en todas aquellas regiones amplias, y aún es peor cuando se padece una enfermedad rara y dolorosa, ya que entonces la encrucijada se convierte en un laberinto sin sentido ni salida.
Para aquellos que viven en una comunidad autónoma con grandes recursos y centros hospitalarios, pienso por cercanía en la de Madrid, quizá esto no ocurra. Sin embargo, para el resto es una realidad cotidiana que han de afrontar, cuando lo que está en juego es algo tan valioso y único como tu salud.
¿Se entiende mejor ahora que algunos nos sentimos discriminados por el código postal? Máxime cuando el dolor no sabe ni entiende de trasferencias, solo de recursos y de una voluntad para mejorar la calidad de vida del paciente que transita día a día con un dolor que no cesa. Sin olvidar que se cronifica si se dilatan los tratamientos y que las listas de espera resultan interminables para llegar a una unidad de dolor.
En los últimos meses se debate sobre la necesidad de mejorar los cuidados paliativos y retomar la ley por una muerte digna, algo indiscutible que siempre he apoyado. Incluso de la necesaria mejora de la situación de las personas mayores, para que socialicen y de este modo redunde en su bienestar, sin olvidar las medidas de atención temprana para niños prematuros y tantas otras.
No por ello, dejo de preguntarme: ¿dónde quedamos el resto? Aquí cada uno buscaría su lugar, el mío está entre aquellos que sufren un dolor crónico benigno refractario (es decir, aquel que no responde a tratamientos convencionales), que día a día vemos mermada más que limitada, incluso anulada la citada calidad de vida y solo escuchas de ciertos especialistas: “No puedo hacer más por ti”.
Sin desdecir este parecer o juicio tan poco acertado, me pregunto si dicha ansiada calidad no me la puede ofrecer otra unidad de dolor de referencia, aquella pensada para pacientes con dolores complejos, sin olvidar las fórmulas de acceder a ellas o a otras especialidades a través del sistema de derivaciones o puentes a otras regiones (el procedimiento de derivación de pacientes).
De hecho ésta última ha sido una práctica habitual con ciertas patologías, por ejemplo, en el caso de menores con problemas cardiacos, ciertos trasplantes; y señalo en pasado porque cada vez se ponen más impedimentos. La razón se centra en los costes que han de asumir por traslados y derivaciones las regiones de origen, sin olvidar que muchos especialistas se niegan a reconocer que haya otras alternativas, o que su unidad estime que ya se ha hecho todo lo posible.
No cabe duda que en determinados supuestos es imprescindible racionalizar recursos, aunando estos en un hospital de referencia nacional. Precisamente, los profesionales que conocen o mejor pueden atender ciertas patologías están en determinados centros sanitarios, que lo más normal es que para muchos no coincidan con su lugar de residencia (ya sea para temas de dolor refractario, enfermedades raras, o cualquier otra patología compleja).
¿Cómo lo resolvemos?
Tomando en serio la salud, un derecho de especial protección por los poderes públicos, sin excusas como las anteriores porque el dolor llegará a tu vida sin fecha de salida. El hecho de que seamos un número pequeño de pacientes los afectados no debiera ser excusa para que te obliguen a discutir con la respectiva área de salud. Al tiempo, le pediría a dicho profesional que cambie sus afirmaciones por otras más apropiadas en el plano psicológico, del que carecen algunos. Por ejemplo, “buscaremos qué podemos hacer por usted, para mejorar su calidad de vida”, siguiendo la máxima de que los «pacientes podemos ser incurables pero no incuidables».
Me niego a renunciar a seguir viviendo en la tierra que me lo ha dado todo, para aspirar a una vida digna con menos dolor, cuando existen puentes de actuación y comunicación.
Aprecio un claro fracaso de la necesaria función de coordinación estatal, que como he indicado, es el garante último, y no menos de los gobiernos regionales, que en definitiva son los titulares de las competencias sanitarias, aunque anden más preocupados por situarse cuatro años más en un sillón que por los ciudadanos que les han votado, desoyendo las mareas blancas de médicos y de pacientes.