Qué nos dice 'El juego del calamar'
Todos estamos jugando.
Es la serie más vista en Netflix hasta el momento y, probablemente, una de las que más audiencia ha tenido en general en el mundo, desde que el mundo “es” mundo enlatado en una serie de televisión. El juego del calamar, dirigida por el surcoreano Hwang Dong-hyuk, tiene seguidores enloquecidos (entre los que me encuentro) y detractores vocales a la par. ¿Cómo es posible que una serie de televisión haya desatado tantas pasiones?
Lo primero, antes de contestar a esta pregunta, es contar brevemente, y sin spoiler innecesarios, de qué trata la serie. Mi hijo pequeño me dijo, antes de que un servidor empezara a verla, que el capítulo primero era el peor y que luego venía lo mejor. Desde su mentalidad de niño casi preadolescente es posible que ello sea así, pero desde la perspectiva de la estructura de la serie, su primer capítulo es absolutamente fundamental para contextualizar de manera adecuada todo lo que viene después.
Siempre me ha parecido inteligente contar una historia colectiva a través de la narración de una historia personal. En el primer capítulo se nos presenta al protagonista de la serie, un tipo que debe una cantidad ingente de dinero, ha perdido su casa, su mujer y su hija, y apuesta toda su fortuna a los caballos, para ganar y luego perder.
Es la personificación del perdedor absoluto, un antihéroe postmoderno. Repito la secuencia: deudas, pérdida de casa, mujer e hija y adicción a las apuestas. ¿Les suena de algo verdad? En el fondo, nuestro protagonista tiene buen corazón: quiere a su hija por encima de todas las cosas y estaría dispuesto incluso a vender sus propios órganos si de ello se derivara una mejora para la vida de su hija.
Intenta, en definitiva, domar su (mala) suerte, aunque el resultado de sus intentos es claramente nefasto: cada cosa que emprende le sale peor que la anterior. Una noche recibe una propuesta de un desconocido: entrar en un juego, junto con otras personas, del que si saliera ganador podría recibir una importante suma de dinero en premios.
Al principio dice que no, pero luego llega a la casa de su madre, con la que vive (recordemos: ha perdido su casa) y se la encuentra medio muerta, porque padecía una diabetes que no se había podido tratar adecuadamente por falta de recursos. Para salvar a su madre (la persona que más quiere después de su hija) decide entrar en el juego. No les desvelaré, lógicamente, en qué consiste el juego, o más bien, los juegos. Solamente puedo decir, sin destripar nada, que los que resultan perdedores son “eliminados”; sí, físicamente, se acaba con ellos, reciben un tiro en la nuca. Es, pues, la lucha por la supervivencia más salvaje.
Hay un punto en la serie en la que un grupo de guardianes de los jugadores se dedican a recoger los cadáveres que se van sumando juego tras juego (recordemos: el que pierde el juego es asesinado) para montar un negocio paralelo de venta ilegal de órganos. Este grupo de guardianes se percata de que entre los jugadores hay un médico, al que “sacan” del juego con objeto de que les ayude a extraer los órganos, todavía frescos, de algunos de los jugadores recientemente asesinados, a cambio de indicarle, al médico, cual será el juego que se jugará al día siguiente.
Al final el organizador-jefe del juego, un siniestro personaje que aparece siempre con una máscara oscura, descubre esta actividad paralela, que penaliza con el asesinato de los guardianes que la habían organizado y del médico en cuestión.
La clave de la serie
Lo importante viene ahora. El líder exhibe los cuerpos exánimes de guardianes y médico, diciendo al resto de los jugadores lo siguiente: “La ideología de este mundo, mi mundo, es que todos somos exactamente iguales de cara al juego. Por tanto, nadie puede tener información antes de que empiece el juego. El juego es justo porque todo el mundo parte de la misma base, parte de la misma información en el mismo momento y juega con las mismas herramientas, sin distinción”.
Bien, ahí está la clave de la serie. La serie no es una serie gore; no es una serie sobre juegos; no es una serie sobre adicciones; no es una serie sobre sentimientos; no es una serie sobre Corea del Sur; es una serie política. Es una serie que nos habla del mundo en el que vivimos. Y aclara un malentendido muy importante, en el que todos, o muchos de nosotros, hemos caído.
Efectivamente, tal y como ocurre en nuestro sistema, los jugadores tienen exactamente la misma información, que se les suministra justo antes de empezar cada juego. Desde la perspectiva de la información parten, por tanto, de la misma línea de salida. Sin embargo, esto no les hace iguales. Repito: esto, sin embargo, no les hace iguales. Al revés, lo que vemos en la serie es que cada uno de los jugadores viene de su padre y de su madre.
Está, por un lado, el forzudo tonto; por otro lado, el anciano sin fuerza, pero sumamente inteligente; el matemático avezado en resolver problemas de números, pero poco ducho en determinado tipo de artes físicas; y nuestro protagonista, que es una mezcla de todo lo anterior, es una especie de hombre medio: medio bueno, medio inteligente, medio listo, medio avispado, sin ser nada de lo precedente al mismo tiempo. Es decir: nuestro protagonista somos nosotros mismos.
Por tanto, nadie se parece a nadie en el juego. Todos parten de la misma información, al mismo tiempo que todos parten de condiciones personales completamente diferentes. Y lo más importante de todo viene ahora: no hay ningún tipo de compensación por estas diferencias.
La ideología del juego es que al igualar a todos los jugadores a través de la información, se alcanza una igualdad completa en relación con el resto de las condiciones del ser humano. No se compensa por la diferencia de fuerza, de inteligencia, de sagacidad, de velocidad, de cultura o de educación. A partir del momento en el que se les da a todos los jugadores la misma información, se asume, sin más, que todos los jugadores son simplemente iguales. Dicho de otro modo: se trata de una igualdad conservadora.
Nunca me cansaré de repetirlo: la información sobre las reglas del juego, por ejemplo, del mercado, incluso aunque se de a todos los jugadores en el mismo tiempo, es una condición exógena con muy dudosos efectos sobre la igualdad.
Lo único que hace la información es indicarte cuáles son las reglas del juego, ni más, ni menos. Ni menos, porque efectivamente si uno no sabe cuáles son las reglas, por ejemplo, del fútbol, nunca será capaz de jugar bien a ese juego y de tener opciones de ganar. Ni más, porque en el fondo lo que produce la información, en el mundo de la información tecnológica en el que vivimos, es una suerte de quimera de igualdad. Es una fantasía, en definitiva.
Parece que la información te iguala a los demás, pero lo que hace es repercutir, como digo, de forma, como máximo, solamente indirecta, en el fenómeno de la igualdad. En la serie se observa perfectamente este efecto. A pesar de que todos tienen la misma información, no todos tienen las mismas posibilidades y oportunidades de ganar según qué juego. El hecho de que los juegos sean cambiantes es, además, una metáfora absolutamente genial del mundo en el que vivimos: el problema es que el juego va cambiando constantemente, con lo cual la gente se acaba volviendo completamente loca.
Los recursos, las condiciones, llamémoslas así, de cada jugador, son aptas para determinados juegos, pero no para sobrevivir en otros. Finalmente, la “eliminación” de los jugadores ha sido criticada como un exceso de la serie (se podría haber optado por la mera expulsión del juego, por ejemplo). No estoy de acuerdo: la eliminación física de los perdedores explica perfectamente por qué a la gente, a todos nosotros, la posibilidad de estar en el lado de los perdedores nos da simplemente pánico. En definitiva, todos estamos jugando al juego del calamar.