Esto es lo que nadie te cuenta sobre tu cuerpo cuando cumples 40
Como tantas mujeres, tengo que cuidar de mis hijos y de mis padres, pero ¿quién cuida de nosotras?
Los síntomas fueron sutiles al principio: insomnio, taquicardias, palabras que no me venían a la mente, palabras mal empleadas... Pero, al cabo de varios meses, era innegable. Ataques de pánico, ganas de llorar y esa emoción prohibida para las mujeres de mediana edad: ira. Nada más cumplir los 40, estuve 10 días seguidos sangrando.
Intentando encontrar sentido a estos cambios, no dejé de buscar en mis recuerdos de infancia. Sentada a mis 8 años en la moqueta naranja de mi salón de Midwood (Brooklyn, EEUU), mi familia estaba reunida alrededor de una televisión a color viendo un episodio de Todo en familia. Archie Bunker le chillaba a su esposa, Edith, para que se diera prisa y superara su “cambio”. Mis padres se rieron a carcajadas con complicidad mientras yo me esforzaba por seguir el argumento. Esa fue toda la educación que recibí sobre la menopausia. Sin embargo, Edith tenía unos 50 años y, a mi entender, yo aún tenía una década por delante antes de mi “cambio”.
Llamé a mi ginecóloga para comentarle esta anomalía y convencerla de que yo era una rareza de la naturaleza. Antes de hacerlo, me interrumpió y añadió una nueva palabra a mi léxico: perimenopausia.
Fue entonces cuando me enteré de que antes de la menopausia existe un infierno relacionado pero independiente llamado perimenopausia. Según me explicó, marcaba el inicio de un periodo durante el que mis estrógenos iban a ir a menos. Y, “por cierto”, añadió, “puede durar años”. Me dijo eso último como si me estuviera revelando el secreto de un club muy exclusivo. Casi pensé que me iba a dar una tarjeta de identificación.
Pero sabía leer entre líneas y lo que realmente me estaba diciendo era: Has llegado a ese momento en el que tu cuerpo y tu mente empiezan a traicionarte. Llamé a mis amigas para hablar sobre ello y, al hacerlo, me convertí en portadora de malas noticias para todas.
“¿Lo sabíais?”, les pregunté, queriendo averiguar si todas habían guardado el secreto. Me respondieron con su silencio. Habíamos vivido engañadas. Nadie nos había dicho nada.
Cuando me quedé embarazada, muchas mujeres me bombardearon a consejos, quizás porque se supone que debe ser un periodo feliz y la gente quiere formar parte de él, pero esto fue distinto. Era el lado oscuro de la feminidad.
Empecé a buscar en Google cosas como “sexo a los 40”, “mi familia me saca de quicio” y “dolor en la teta izquierda, ¿me estoy muriendo?”. Cuando nada de eso resolvió mis dudas, empecé a acudir a la consulta de un naturópata, a estudiar los beneficios de los aceites esenciales y a engullir vitaminas y hierbas como una adicta. Me obsesioné con tés “femeninos”, como el hibisco, la onagra, el cardo lechoso y cualquier cosa que me pareciera una flor bonita.
Adelantamos cinco años, con 44 y con un hijo preadolescente. Estamos ambos en plena montaña rusa hormonal y con mi marido en su propia crisis de la mediana edad, contemplando la posibilidad de cerrar su negocio de equipamiento eléctrico y mudarse a Centroamérica. Empecé a dejar cerrada la puerta de mi dormitorio, un cambio tan radical que ofendió al resto de la familia, pero gracias al cual creé un pequeño espacio solo mío para pensar, respirar y leer durante unas cuantas horas cada noche, además de seguir adaptándome a los nuevos cambios de mi cuerpo: la necesidad de estar en completo silencio, mi nueva sensibilidad para los olores y una sobrecarga sensorial general.
Y entonces, justo cuando empecé a adaptarme a esa deseada independencia, apareció otro problema.
Cuando se me retrasó la primera regla, rechacé la posibilidad, pero cuando tendría que haber pasado la segunda, empecé a palparme los pechos en la ducha para ver si me dolían y si notaba la tirantez típica del vientre. Me hice una foto desnuda de perfil en el espejo para buscar posibles diferencias. ¿Estaba radiante? No, no estaba radiante.
Google no me sacó de dudas. Como si Dios, el universo u otra fuerza mística estuvieran conspirando para volver locas a las mujeres de mediana edad, resulta que los síntomas de la perimenopausia son casi idénticos a los del embarazo: ganas peso, aumenta el tamaño de los pechos, manchas ocasionalmente... Los tenía todos.
Mi marido estaba pintando el porche cuando le di la noticia por la mañana. Llevaba semanas esperando, pero mi ansiedad, que solía esconderse bajo la superficie, era ahora una bestia incontrolable. “Es posible que esté embarazada”, le solté. El pincel se detuvo a mitad de recorrido. Podía ver sus pensamientos mudos flotando ante él como las motas de polvo en el aire de primavera.
“Bueno, ya lo resolveremos”, me dijo antes de untar el pincel y continuar.
Mi primer embarazo me hizo pasar cinco meses en la cama con la etiqueta de muy frágil estampada en la barriga. Además de unas complicaciones que pusieron en peligro mi vida y la de mi bebé, también sufrí depresión prenatal y depresión posparto durante años. Al volver a pensar en la posibilidad de un parto geriátrico (un nombre ofensivo, por cierto) a mis 45 años, no las tenía todas conmigo. Por no hablar de la logística. ¿Dónde íbamos a meter a un bebé?
Dos días más tarde, cuando ya no puedo retrasar lo inevitable (el medicamento que tomo para la tensión es demasiado peligroso para un feto como para seguir tomándolo sin hablar con el médico), me siento en el suelo del baño una mañana muy temprano para leer las intrucciones de un test de embarazo mientras los demás siguen dormidos. Me tiemblan las manos cuando abro el envoltorio. Me preparo para esperar los tres minutos señalados.
Mientras pasan los segundos, me pregunto si soy capaz de albergar el más mínimo deseo de preocuparme por un recién nacido. Sufro sofocos por las noches y tengo que salir de mi cuarto a trompicones y a ciegas mientras me quito la ropa solo para acabar despotricando contra la máquina del aire acondicionado por no tener la opción de temperatura subártica. La sola idea de despertar de un sueño que tanto me cuesta conciliar me provoca palpitaciones. Estoy tomando no uno, sino dos medicamentos en cuya prescripción pone: “Si está pensando en quedarse embarazada, no tome este medicamento”.
Mis amigas y yo hemos empezamos a susurrar al hablar de nuestros “cambios” en nuestro club de lectura y escritura y de lo infrecuentes que son las quedadas nocturnas con madres. Pronto me di cuenta de que, a medida que nos habíamos hecho mayores y fingíamos estar perfectamente, todas habíamos ocultado que en nuestro interior apenas nos reconocíamos a nosotras mismas.
Una vez desvelado el secreto, mis amigas empezaron a hablar con libertad, a elogiar el bótox, los rellenos, los vibradores y la terapia como formas de empoderarnos durante estos años. No estaba en absoluto preparada para dejar de lado a este grupo de mujeres honestas para hacerme amiga de otras madres jóvenes con su propio suministro inacabable de colágeno.
Aparecen cuatro barras en el test. No estoy embarazada.
Me seco las lágrimas y pienso que si alguien me hubiera mencionado cuánto tiempo iba a pasar en esta época de mi vida en el suelo del baño llorando habría elegido unos azulejos más bonitos.
Permanezco sentada un rato más, me arrastro hasta la papelera y entierro el test, pero me sorprende la pesadez de mi corazón. Podría despertar a mi marido, pero jamás comprendería lo que es tener casi 45 años y hacerse un test de embarazo. Nunca comprendería las implicaciones de estar embarazada a esta edad ni lo devastador que es saber que probablemente nunca más me vaya a quedar embarazada. Esa oportunidad remota de tener otro hijo, que nunca deseé demasiado, se desvanece en ese cubo de basura bajo papel higiénico lleno de lágrimas y mocos. Antes de las complicaciones de mi primer embarazo planeaba tener un montón de hijos.
Saco el test de la basura y lo sostengo junto a mi corazón como si fuera un embrión, pensando en mi situación como “generación sándwich”: como tantas otras mujeres de 40 años, tengo que cuidar de mis hijos y de mis padres, pero ¿quién cuida de nosotras cuando surcamos estos nuevos mares? ¿Quién nos dice que es perfectamente normal ir al trabajo y darte cuenta a mitad de camino de que se te han olvidado las lentillas? ¿Quién nos consuela cuando esperamos en el coche a la salida del colegio y escuchamos canciones como Shut Up and Dance with Me porque llevamos años sin bailar? ¿Quién nos levanta del suelo del cuarto de baño cuando estamos asustadas?
Me apoyo en la bañera, dándome cuenta en el acto de que no le vendría mal una limpieza a fondo, y me pongo en pie. Me sitúo frente al espejo, analizo mi cuerpo, mi vientre redondeado, mi escote con marcas del sol y mi tríceps, que ha perdido su vieja firmeza. He cambiado mucho. Ya me da igual lo que opinen los demás, he empezado a adueñarme de mi tiempo, a cuidar más mi círculo íntimo y me esfuerzo por pasar de todo aquello que me importa una mierda.
A día de hoy, me siento más guapa y segura que nunca antes en mi vida. Al mismo tiempo, me he vuelto invisible para gran parte del mundo.
La perimenopausia es como prepararse para la universidad. Hay un montón de decisiones que tomar y opciones entre las que elegir, solo que ya no tengo el colchón de la juventud para reparar mis errores.
Oigo que una pelota de fútbol golpea un muro. Tratando de apartar estos pensamientos, tiro el test a la basura de nuevo y cierro la bolsa para que mi hijo no lo descubra por accidente. Abro el armario de los medicamentos, saco un frasco de aceite esencial de lavanda y dejo caer unas gotas en ciertos puntos de presión. Me han dicho que eso me calmará.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.