¿Qué hace el neoliberalismo en las elecciones de Uruguay?
En Uruguay se da la paradoja de que somos, a un mismo tiempo, progresistas y tradicionalistas.
El Uruguay moderno (ese desarrollado a fines del siglo XIX con J.P. Varela) siempre ha sido batllista-artiguista, con períodos de epilepsia oligárquica y neoliberal. No importa la ideología, no importa el partido político: todos los uruguayos son, más o menos, batllistas artiguistas. No siempre en la práctica, pero sí como un superego freudiano: los uruguayos son artiguistas cuando reconocen su opción por los de abajo, su antimilitarismo y su antirracismo, y son batllistas cuando en sus decisiones personales reconocen el valor del Estado como agente de gestión colectiva, como administrador de justicia social, susceptible de corrupción pero insustituible. El mito de Maracaná es otro hito posible por el espíritu batllista artiguista. Sin José Batlle, Uruguay no hubiese sido dos (o cuatro) veces campeón del mundo ni quince veces campeón del continente, ni esa pasión sería hoy una marca de identidad nacional. El batllismo inventó el espíritu del fútbol uruguayo y el batllismo artiguista marcó hasta su literatura, esa literatura con conciencia crítica, tan alejada de la frivolidad del mercado, de la diversión y del sentimentalismo de alcoba.
Cualquier política de Estado que niegue esa profunda raíz está condenada a dar frutos amargos. Los mismos períodos de epilepsia neoliberal lo han demostrado y, a juzgar por las actuales disputas electorales, es una condición persistente.
El neoliberalismo ha hecho estragos en muchos países alrededor del mundo. Ha quebrado a casi todos. Incluso en aquellos pocos ejemplos publicitados como el de Chile, el supuesto éxito no fue posible sin inundaciones de dólares y propaganda estadounidense a partir de 1973 para apoyar no solo una dictadura de corte nazi que le era conveniente a la oligarquía criolla y a las poderosos transnacionales, sino para tener un ejemplo positivo que mostrar al mundo y a América Latina en particular (los bloqueos y las demonizaciones quedaron reservados a todos aquellos que se atrevieron a decir no o probar un camino diferente).
Pese a todo, los supuestos logros de la economía chilena no se reflejan en un milagro social, sino todo lo contrario. La educación es “un bien de consumo”, no un derecho, y para eso, como en Estados Unidos, los jóvenes deben endeudarse de forma que sólo los ricos se gradúan listos para la “libre competencia” y el resto dedica media vida a pagar sus deudas. Cuando lo logra, ya se han especializado en pensar sólo en el dinero, no en su vocación, y no saben hacer otra cosa que más dinero, lo cual, claro, es una bendición para la economía y para la industria de las drogas.
Lo mismo, el modelo de inversión chileno de las jubilaciones privadas. El fracaso del modelo neoliberal de jubilaciones en Uruguay (afortunadamente, la opción estatal siempre fue la preferida) fue recientemente salvado por el Estado, como siempre. En 2018, la mitad de los afiliados a las AFAP creadas durante los años 90s, se pasaron al sistema estatal porque los privados le estaban retornando mucho menos dinero del calculado y del prometido.
El Estado es ineficiente hasta que cunde el pánico. Porque el capitalismo tiene esa eterna ventaja: cuando acierta, se lleva todo; cuando pierde, el maldito Estado lo salva, empezando por los de arriba para que algo gotee a los de abajo. Con una diferencia: en Uruguay ocurrió al revés, cosa rara en el mundo, porque los salvavidas fueron para los de abajo. Solución batllista artiguista.
En otros casos diferentes al “éxito del neoliberalismo chileno”, donde siempre se aplaude al principio y se niega tres veces al final, la misma ideología, los mismos créditos multimillonarios y las mismas adulaciones descendieron en muchos otros países del continente sin siquiera llegar a aumentar el PIB nacional sino las deudas externas y arruinar la economía y la sociedad: la Argentina de Martínez de Hoz, la de Menem y Cavallo, la de Mauricio Macri; la Bolivia de Víctor Paz Estenssoro; el Uruguay de Luis Alberto Lacalle; el Ecuador de Febres Cordero; la Venezuela de Andrés Pérez; el México de Miguel de la Madrid, el de Carlos Salinas de Gortari y el de Ernesto Zedillo, etc. Sí, ya sabemos las recurrentes respuestas: “si estás contra el neoliberalismo estás a favor de Stalin, de Khmer Rouge y de Josip Broz Tito”.
Pero cuando hablamos del neoliberalismo en América Latina, no nos referimos a lo que podría ocurrir y que nunca ha ocurrido, sino a algo que ha ocurrido innumerables veces con los mismos resultados y, por si fuese poco, es una propuesta orgullosa de candidatos como el economista de la Universidad de Chicago, el Dr. Ernesto Talvi en Uruguay.
En Uruguay, como en otros países de la era poscolonial, la imposición de recetas salvadoras ha sido siempre catastrófico. Ese país, con escasos doscientos años de historia, invento del imperio británico en 1828, en realidad nació en 1813, con el general José Artigas, un hombre con una sensibilidad social superior para la época, extraña, nunca analizada del todo; un hombre que repartió tierras a negros, indios y blancos pobres. Un mujeriego que terminó sus días en el exilio viviendo (¿o conviviendo?) casi treinta años con un poeta negro que liberó antes de abandonar su tierra, derrotado en 1820 en Tacuarembó. Por entonces, el fundador del partido colorado, el primer presidente, otro patriota mata indios, Fructuoso Ribera se pasó a las filas portuguesas y luego, como presidente de Uruguay, ordenó darle caza, vivo o muerto. Pero los indios paraguayos le dieron el título de “El hombre que resplandece”.
Si el artiguismo fuese hoy una inmoralidad, como lo es el racismo de, por ejemplo, el venerado esclavista y mata indios Andrew Jackson en Estados Unidos, es comprensible que se luche por demoler esa tradición. Pero no, es básicamente lo contrario.
Si el batllismo, cien años después, hubiese sido un fracaso económico y social, es comprensible que se luche por demoler esa tradición. Pero no, es básicamente lo contrario.
Es por esta razón que en Uruguay se da la paradoja de que somos, a un mismo tiempo, progresistas y tradicionalistas. Pero no de cualquier tradición. No de la tradición feudalista de las haciendas donde los peones y los gauchos eran animales de carga, sino de la otra tradición, la que creía y todavía cree en la educación universal, desde la primaria hasta la universidad; que cree en el derecho a la salud y al equilibrio social a través de la protección de los derechos de los menos fuertes, como lo son, incluso, las trabajadores; que cree en el derecho de nuestros viejos a un retiro en paz.
El artiguismo no es un sentimiento nacionalista ni militarista. Artigas negó (como Jesús negó lo que tanto adoran hoy los cristianos protestantes: la riqueza como signo de preferencia divina) el despotismo militar y el abuso de los de arriba. Luego, el batllismo creó lo demás, hasta la tradición del fútbol. Lo mismo la visión moderada de un estado benefactor, estabilizador, social y, no en pocos aspectos, directamente socialista.
El batllismo artiguista, el Uruguay donde “nadie es más que nadie ni menos que ninguno”, donde hasta Charles Darwin se sorprendió de la inexplicable autoestima de los gauchos más pobres, es eso: progresismo con memoria, porque el progresismo no es ruptura ni es inmovilidad sino perpetuo cambio y mejora de algo que sabe, que no olvida, quién es, de dónde viene y hacia dónde va.