Puede que ya sea tarde para preocuparte por el cáncer de piel. Para mí lo fue
Me quedé en ropa interior a petición de mi dermatóloga. Me levantó los brazos uno por uno y examinó la cara interna. Me miró detrás de las orejas, por la tripa, por la zona del bikini, por las piernas e incluso en la planta de los pies.
Había decidido ir a verla para hacerme un chequeo preventivo de detección del cáncer, ya que estaba a punto de cumplir los 30. Me pidió que la próxima vez no llevara esmalte de uñas para poder chequearme también las uñas de los pies. Bob Marley, ni más ni menos, falleció por un melanoma en un dedo del pie.
Estuve varios años saliendo de los chequeos anuales con buenas noticias. Hasta que me di cuenta, después de una escapada a la playa con la familia, de que tenía una clara mancha de aspecto ceroso al borde de la línea del pelo. Mi madre, que siempre me decía que podría "coger algo de color" y que "un poco de moreno en la piel no hace daño a nadie", pensaba que no era nada, pero mi dermatóloga lo tuvo claro nada más verlo.
"Tiene pinta de ser un carcinoma basocelular".
Al haberme criado en una zona sureña rural de Estados Unidos, he saboreado el calor de horno que te golpea en cuanto abres la puerta de casa durante los meses de verano. La mayoría de los días los pasaba en la única piscina de mi ciudad, pero incluso tras persistentes y abrasadoras quemaduras por el sol, mi piel seguía siendo de un color tan blanco nuclear como siempre, solo que con más pecas en los brazos y, para mi gran disgusto, sin rastro de color en las piernas.
Intentar coger color era como dejarse tupé: lo hacías porque todo el mundo lo hacía, no le dabas demasiadas vueltas. Sin embargo, yo, la chica pálida, era una rarita ya algo consciente de lo peligrosas que son las camas de bronceado. De todos modos, tampoco iba a ser la chica guay. Los comentarios me llegaban prácticamente a diario por parte de compañeros de clase que lograban mantener las piernas morenas durante todo el año gracias a las camas de bronceado, desbordadas de clientes y que coexistían con negocios que ofrecían una combinación de videoclub + bronceado.
"¡Hey, Casper!" o "¡Bonitas piernas, Casper!".
Cuando llegó un verano y los bikinis se convirtieron en el traje de baño femenino por excelencia, la idea de ir a la piscina con mis compañeros de clase empezó a ser demasiado difícil de asumir, de modo que dejé de ir. Ya casi había empezado a sentirme cómoda con mi piel pálida cuando oí a un compañero de clase anunciar al ganador del disputadísimo premio de Mejor Bronceado durante la fiesta de graduación del último curso del instituto.
"¡Jodie Briggs!".
Acepté a regañadientes el premio honrando esa dulce combinación de mi herencia escocesa-irlandesa y el bullying que había sufrido de adolescente. Pero a partir de entonces, siendo veinteañera, empecé a pasar cada verano felizmente apalancada en una hamaca al pie de una piscina comunitaria.
Es importante destacar que nunca escatimé en protección solar. Me lo tomaba en serio y siempre llevaba conmigo mi crema de factor 50 y seguía religiosamente las indicaciones de uso de la Academia Americana de Dermatología de extenderme el equivalente en crema a un vaso de chupito.
Pues resulta que hacer un minucioso uso de la crema solar durante la veintena y huir de las piscinas durante la adolescencia no sirve para deshacer los años de daños causados por el sol durante la infancia. Mi piel pálida, mis pecas, mis ojos azules, mi pelo rojizo, mis lunares y mi historial familiar de cáncer de piel indicaban que cumplía prácticamente todos los requisitos para incrementar mi riesgo de cáncer de piel.
Los carcinomas basocelulares (tumores cancerosos) son la clase de cáncer de piel más frecuente en Estados Unidos. Los carcinomas basocelulares ―y sus primos menos conocidos, los carcinomas de células escamosas― son el tipo de cáncer concreto que deseas que te diagnostiquen si te detectan un cáncer de piel, ya que son cánceres de crecimiento lento, generalmente tratables y casi nunca mortales.
Pero nadie quiere tener cáncer. ¿No era yo la más meticulosa con la crema de protección solar? ¿Y qué pasa con todos esos años que pasé escondiéndome de mis compañeros de clase (y de mi "amienemigo" número 1: el sol)? Jamás había utilizado una cama de bronceado. ¿Todos esos años de mi vida perdidos evitando aquello que me ofrecía la promesa de la aceptación para que aun así, de repente, fuera yo la del cáncer?
No estaba sola. Cada año se diagnostican 5,4 millones de casos en Estados Unidos de carcinoma basocelular o de células escamosas. La incidencia del cáncer basocelular en mujeres menores de 40 años ha aumentado notablemente a lo largo de las tres últimas décadas. Yo tenía 34 años cuando me lo diagnosticaron.
Mi caso habría sido mucho más grave si no hubiera evitado las camas de bronceado; los investigadores estiman que son las causantes de 400.000 casos de cáncer de piel al año en Estados Unidos. Y, cuanto antes se empieza, más vulnerable se es. Las personas que han utilizado camas de bronceado de forma habitual durante su adolescencia o su juventud tienen un mayor riesgo de desarrollar melanoma, la clase de cáncer responsable de la gran mayoría de fallecimientos por cáncer de piel. Y aun así, estos jóvenes ―especialmente las mujeres blancas― son los más propensos a recurrir a ellas.
Pero, como descubrí, el simple hecho de evitar las camas de bronceado no previene necesariamente el cáncer de piel, por desgracia. Una simple quemadura solar durante la adolescencia de una persona puede casi duplicar el riesgo de sufrir melanoma a lo largo de su vida. Y, para que no os creáis el mito de que este problema médico solo afecta a las personas blancas, debéis saber que las personas de piel más oscura también tienen riesgo de sufrir cáncer de piel y, de hecho, tienen más probabilidades de fallecer por ello, ya que sus síntomas generalmente se detectan más tarde.
Mi cáncer requirió cirugía de Mohs. Los cirujanos me extirparon una por una las capas de piel y las estudiaron bajo el microscopio. De este modo, me quitaron el tejido canceroso manteniendo la máxima cantidad posible de tejido no canceroso. Este proceso implicaba que me anestesiaran, que me extirparan un trozo de la cara y luego permanecer en una abarrotada sala de espera de un centro de salud de Manhattan con una enorme gasa cubriéndome de forma irregular la herida a la espera de más indicaciones.
Tres rondas y cuatro puntos de sutura más tarde, ya no tenía cáncer. Pero ahora, durante el resto de mi vida, debía evitar la luz solar directa en la medida de lo posible entre las 10 de la mañana y las 4 de la tarde, cuando la radiación solar es más intensa. Esto es así porque los pacientes que han sufrido el mismo tipo de cáncer que yo tienen un alto riesgo de reincidencia, así como de un mayor riesgo de sufrir melanoma, cuya incidencia se multiplicó por ocho entre mujeres jóvenes desde 1970 hasta 2009, según un estudio.
Llevo cuatro años sin desarrollar ningún otro cáncer y el sonido del reloj cuando marca las 12, el pico de intensidad del sol de mediodía, me obliga con acierto a correr para ponerme a cubierto. La cálida caricia del sol, antes agradable, se ha convertido ahora en algo más siniestro. Ahora pongo más barreras entre nosotros.
En una escapada que hice con mi familia a la playa hace poco, un hombre mayor con la piel curtida se me acercó cuando estaba sentada en una silla azul con un bikini rojo.
"Pareces la bandera estadounidense: ¡rojo, blanco y azul!".
Volví a ser de repente esa chica acomplejada de mi infancia. ¡Había tenido cáncer de piel!, pensé. Eché un vistazo a mi alrededor para ver a quienes, como él, abarrotaban la playa, y me di cuenta de que no era tan terrible ser blanquita.
De modo que ajusté el ángulo de mi sombrilla.
Jodie Briggs es escritora de Ciencias y Salud. Escribe sobre el control del tabaco y los problemas de salud en el mundo rural. Tiene dos másteres en Políticas Públicas y en Escritura Científica por la Universidad Johns Hopkins (Estados Unidos).
Este artículo fue publicado originalmente en el 'Huffpost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.