Privacidad, ¿somos fruto de un algoritmo creado por humanos sensibles?
Una obra con clara vocación popular, de entretener, divertir, informar y formar o, al menos, alertar.
Se estrena Privacidad de James Graham en el Teatro Marquina. Coincide con que los parlamentos norteamericano y europeo reciben a Frances Haugen, antigua ingeniera en Facebook, para que le cuente los entresijos manipuladores de esta empresa. Y a la vez que Facebook cambia de nombre para llamarse Meta y crear un entorno virtual de avatares llamado metaverso. Una obra con clara vocación popular, de entretener, divertir, informar y formar o, al menos, alertar. Porque la letra con humor entra.
Obra protagonizada por un dramaturgo, trasunto del propio autor, que tiene dificultad para expresar sus emociones. Un dramaturgo en crisis al que su pareja ha dejado que recurre a un psicólogo para poder hablar de lo que le pasa. Un personaje encerrado en sí mismo y poco amante de publicitar su vida y de las redes sociales. En las que su madre, bastante mayor que él, de túpers con comida y que echa de menos conversar más con él, se mueve como pez en el agua, para el sonrojo del protagonista.
En esa situación, la de crisis personal y sentimental, prefiere ceder a la presión de las redes antes que a la presión del psicólogo que le anima a hablar. Así que se abre en el mundo virtual frente a abrirse en el mundo de carne y hueso, de olores y humores. Entre otras cosas porque al “enredarse” puede seguir viendo a ese novio que le ha abandonado. Ver dónde está, cuándo, con quién, qué hace. Mantenerse vinculado. Un vínculo virtual que también le mantiene en un sufrimiento bien real.
Claro que, debido a su desconfianza de lo virtual, además busca información sobre los riesgos de lo que está haciendo. Se documenta. Una documentación que en escena personifica cada uno de esos autores críticos y activistas contra el control que las redes ejercen sobre sus usuarios, sobre la información innecesaria para sus propósitos explícitos como empresas. Referencias reales, sacadas de libros, que alertan, en base a las evidencias, de los riesgos existentes. Activistas que a pesar de su activismo, reconocen en petit comité su derrota.
Por tanto, para protagonizarla se necesita un actor de fuste pues va a llevar el peso de la función. Ya que tendrá que interpretar escenas, monólogos, cantar, saber colocar los chistes, ser ágil en su interacción con el público, un público que saldrá a escena, referir datos sin parecer que está leyendo la guía de teléfonos. Y, por supuesto, popular, majete, con aspecto de gente corriente, sobre todo en la franja de edad que se piensa su nicho natural desde adolescentes a personas de cuarenta y tantos.
Es decir, hace falta un showman. Característica que Adrián Lastra cumple de sobra. Lo que demuestra en cada uno de los retos que la obra le pone por delante. Y si bien es cierto que este tipo de actor es condición necesaria para una producción como esta, no es suficiente para que la obra funcione. Para eso se necesita que el resto del elenco también sea competente. Condición que también se cumple en este montaje.
Todo ello permite la versatilidad que exige el texto y la propuesta. Una propuesta espectacular desde el momento que se entra en el teatro. Un teatro que ha tuneado sus paredes con pantallas simuladas y reales, en las que irá apareciendo información respecto al tema que se trata. Y que irá poniendo su puntito de realidad virtual a cada escena, cada situación, iluminando la cotidianeidad de las redes, el rastro que cada uno va dejando y del que las empresas sacan un rédito.
Un beneficio que les permite enriquecerse bien, a cambio de lo poco que recibe la persona que le cede los datos de sus interacciones y de su tráfico por esa red o esa página web. Una persona que, educada en la inmediatez de nuestros días, no tiene tiempo de leerse la letra pequeña de los consentimientos que toda aplicación le pide firmar. No ejerce sus derechos. Los documentos son prolijos, poco legibles, llenos de términos legales en los que no queda claro para qué y, mucho menos, el cómo. Y que al tener que hacerlo para cada aparato tecnológico, cada aplicación, cada página web, hastían, cansan e insensibilizan frente al riesgo.
Aceptándose cosas mucho más importantes de lo que se piensa, pues, por ejemplo, pueden servir para que el algoritmo te busque una pareja para siempre. Y que, debido al acúmulo de datos y al análisis del big data, te proponga a alguien que, curiosamente, sea compatible en gustos y en formas de navegar por la red.
Compatibilidad que luego el usuario es forzado a comprobar, como si fuera un algoritmo. Primero descartando propuestas hechas en imágenes, como el que descarta objetos en un gran almacén de segunda mano, a velocidad de vértigo. Segundo, en sesiones de speed dating. Pues, como dice el creador de OK cupido, lo que no conoces en unos pocos minutos no vas a conocerlo mejor por dedicarle más tiempo. Ni siquiera mirando su Instagram.
Sí, hay muchas personas que piensan que con esta forma de funcionar se pierde toda humanidad. Toda sensibilidad. Se olvida que estos algoritmos los han creado también humanos sensibles. Humanos que piensan que así es la vida. Y que si así es la vida, habrá que sacarle partido. Beneficio. Y ¿quién, en un sistema capitalista, se atreve a ponerle el cascabel al gato a esta forma de economía basada en la cesión de la privacidad individual para el enriquecimiento de unos pocos que cotiza en bolsa a base de bien?