Prisiones y prisioneros
Por motivos laborales he visitado algunas cárceles y he hablado con algunos presos, tanto internos como los que ya habían salido. Todos tienen algo en común: no quieren volver. Ciertos sectores de opinión están convencidos de que «en las cárceles españolas se vive muy bien» y que «a los delincuentes no les importa estar entre rejas, con televisión y gimnasio».
No tienen en cuenta la verdadera dimensión de estar encerrado, la falta de libertad y, muy emparejada, la ausencia de intimidad. Aun siendo ciertos —que no lo son— los criterios de jaula dorada que afirman, sigue siendo una jaula en la que solo algunos, muy pocos, desadaptados quieren estar. Además, éstos suelen ser los que menos peligro representan para la sociedad.
Es necesario comprender la lógica del delincuente profesional, que espera obtener un beneficio con su acción —económico, sexual, moral o de cualquier otro tipo— al que la prisión representa un impedimento para el disfrute de los réditos de su delito. Este tipo de actores está muy poco interesado en la reinserción, porque el delito es su forma de vida y, en su valoración de riesgos, que los atrapen y condenen no les parece probable.
Hay otro tipo de condenados, los ocasionales o integrados en la sociedad. Éstos suelen mantenerse en la legalidad una vez que cumplen su condena y, para ellos, la reinserción es una necesidad para no abocarlos a la desesperación y al delito. Muchos condenados por narcotráfico y lesiones u homicidios entran en esta categoría. Han quebrantado la ley, han causado un daño —a veces al Estado y otras a individuos concretos— y deben pagar por ello. Tienen el derecho de cumplir con su pena para volver, después, a una vida plena y libre.
El sistema penal español es muy duro con los delitos contra las personas y la salud pública —drogas—, mientras que es más laxo con los que son contra el patrimonio. Esto tiene el efecto de ser uno de los países menos violentos del mundo aunque, a cambio, los ladrones pasan poco tiempo —relativo— entre rejas.
Otra de las mentiras habituales —o desconocimiento interesado— se refiere a los beneficios penitenciarios y reducciones de condena. El tiempo máximo de permanencia para delitos ordinarios es de veinte años, que se alarga hasta treinta en determinados supuestos y a cuarenta cuando sea por terrorismo. Sin embargo, a veces oímos que de una sentencia de 198 años de prisión solo se cumplirán nueve. ¿Por qué? Porque no se puede estar más de tres veces la pena más grave a la que se le condene. Si ha cometido varios delitos penados con tres años cada uno, aunque sean cien, el triple de esa pena es nueve. Se podría estudiar un cambio de modelo, pero eso iba a tener el riesgo de incrementar la violencia y supongo que a todos nos duele menos perder la cartera y el móvil que recibir una puñalada.
Una vez explicado ese extremo, hay que recordar que desde el Código Penal de 1995 no existen reducciones de pena. Ni por trabajo, ni por ningún otro motivo. Se cumple lo que la sentencia ha dictado, con los límites del párrafo anterior. Así, pues, tenemos uno de los sistemas más rígidos de nuestro entorno. ¿Por qué no estamos contentos?
Hay un cierto porcentaje de asociales que van a reincidir en sus fechorías contra las personas. Asesinos, pero, sobre todo, violadores y pederastas. Estos días lo estamos viendo con el presunto asesino del pantano de Susqueda y en el pasado lo hemos sufrido con diferentes agresores sexuales que han vuelto a las andadas en cuanto han salido de prisión, incluso aprovechando permisos. Las juntas de tratamiento penitenciario informan desfavorablemente, pero una vez que han cumplido su pena, no se les puede mantener aislados del mundo, con las inevitables consecuencias.
Existen tratamientos tras las rejas para aquellos presos que quieren. Los da personal a menudo voluntario aunque muy comprometido. El problema es que no es suficiente ni puede ser individualizado. Habría que resolverlo. Dedicar más recursos, muchos más, a la reinserción es un asunto pendiente. Todavía más: dedicarlos de la forma adecuada, que puede no ser —sólo— darle una asignación a cada recluso que recupera su libertad.
La gran pregunta es qué hacer con aquellos delincuentes contra las personas, sobre todo sexuales, que no quieren ser reinsertados o que los esfuerzos para reconducir su conducta fracasan. Recordemos también que incluso aquellos que son ingresados en establecimientos de tratamiento psiquiátrico penitenciario lo son por el tiempo máximo de la condena, aunque al acabar la misma no estén curados.
Estos son los casos a los que me refiero cuando creo que una prisión permanente revisable debería aplicarse. No como está planteada en la actualidad, no por lo que el delincuente ha hecho sino por lo que puede volver a hacer. No sería una suerte de Minority Report, puesto que ya está ingresado por un hecho que se ha probado en juicio que ha cometido.
Por eso, mi opinión es que, prisión permanente, sí, pero con otro planteamiento.