'Principiantes', un atardecer, dos parejas, muchos gin-tonics
Esa reunión de parejas que dicen quererse, amarse hasta más no poder, parece un club de poetas solitarios.
El amor, qué queremos, cómo queremos, a quién queremos y para qué lo queremos. Quizás sean todos estos los temas de Principiantes en Teatros del Canal. Obra basada en el libro De qué hablamos cuando hablamos del amor de Carver. Un libro fake, en el sentido que los relatos fueron cercenados por el editor, consiguiendo un estilo poco florido, de mínima expresión, que se llamó minimalismo y que triunfó urbi et orbi junto con la música reiterativa y el arte de pocos elementos que se denominó minimal.
Pues bien, al cabo de los años ese libro recuperó su ser. Es decir, recuperó todo lo que le había sido cortado y, en un acto de justicia poética, se volvió a reeditar florido con el título de Principiantes. Lo que hizo correr ríos de tinta, dio lugar a debates sobre la función del editor y del escritor. Sobre el minimalismo de este. En definitiva, alimentó las secciones de noticias culturales y los editoriales, lo que ayudó a vender periódicos y revistas, y entretuvo y entretiene a culturetas de todo el mundo.
Es esta versión, la no recortada, la que recupera Juan Cavestany, que ha dramatizado el libro para esta obra. Así que la primera extrañeza para el lector es que hay como texto de más. Como que los cuentos seleccionados, las historias que se cuentan en escena son más largas de lo que se esperaba, incluso cambian algunos desenlaces.
También es cierto que ni el comienzo de la obra lo pone fácil, pues nada más empezar hay un corte brusco, un cambio de paso, de esos que Lima domina. Limpio, quirúrgico, como hecho con un bisturí eléctrico que cauteriza la sangre que podría salir al hacer dicho corte. Y que parece que ese, llámesele epílogo, nada o poco tiene que ver con la historia.
Una historia que es bien simple. Dos parejas amigas, una madura, en sus cincuenta, y otra joven, en sus treinta, se reúnen en la casa de los primeros. Se reúnen y beben gin tonics. ¿Qué otra cosa pueden hacer en la perdida Alburquerque en el desértico estado de Nuevo México un sábado por la tarde?
Dos parejas que no son de allí, que a aquel lugar no les une nada más que un trabajo que les permite mantener materialmente sus aburridas vidas en pareja. Lugares en los que se puede ir a cenar a una biblioteca y ya que estás sacar un libro para leer esa noche o durante los días que pasarán antes de que vuelvas a ese lugar. Ese tipo de sitios raros para gente corriente que aparecen de vez en cuando en aquel país y se hacen virales.
Así que, beben y beben y vuelven a beber, como los peces en el río que vieron a Dios nacer. Y ese filtro, siempre que hay amor hay filtro desde Tristán e Isolda, les desata la lengua. Una lengua que cuenta historias de amor para ejemplificar lo que no tienen. Ausencia que señala lo que tienen.
Una conversación que va subiendo el tono, no por lo sexual sino más bien por la violencia que se ejerce dentro de la pareja, a la vez que les suben los niveles de alcohol en sangre. Perdiendo, hasta un cierto punto, las maneras. La educación que se tiene para con los otros y para con uno mismo.
Mientras, la naturaleza sigue sus ritmos y sus ritos. Fuera de la habitación cambia el color del desierto. Se enrosece y se oscurece. Lo hace de forma hermosa y sistemática, según cuenta uno de los personajes con insistencia. Una insistencia que primero supone una disrupción y luego distrae y que, desde luego, es en todo momento anticlimática.
Una naturaleza que se transmuta siguiendo el ánimo de los ocupantes del salón. Un ánimo que es un personaje más. El quinto que se dibuja por la relación que se establece entre los personajes y la iluminación. Un ánimo que pincha discos americanos que se escuchaban en los años ochenta poniendo música a la representación como si fuera radio M80.
Una obra que por la dureza con que se habla la pareja madura y el flirteo de Herb, el cirujano cincuentón de la obra, con la jovenzuela mujer de su amigo, recuerda a Quién teme a Virginia Wolf de Edward Albee. Aunque Principiantes es más luminosa, más línea clara, más como un libro de Tintín intervenido por nuevos artistas belgas. Posiblemente por la potencia de los cuentos de Carver que se cuentan unos personajes a otros como historias propias o heredadas de conocidos y desconocidos.
Historias que dan tres momentos impactantes. Dos de ellos sostenidos con oficio por Javier Gutiérrez en el que se ve y se siente el oficio actoral de Andrés Lima, el director de este montaje que también ha trabajado como actor.
Esos dos momentos pertenecen a Herb, el cirujano que trabaja en el hospital de esa ciudad abandonada en medio de nada. Uno de ellos tiene que ver con el conocido cuento de los pescadores que deciden no denunciar un posible delito antes que arruinar su fin de semana pescando. Otro, la historia del matrimonio de ancianos ingresados tras un accidente de tráfico grave que sufrieron sin comerlo ni beberlo. Un accidente, el azar, que hará que tengan que separarlos en el hospital.
El tercero le corresponde a Vicky Luengo. A ella le toca sostener una mirada perdida en el horizonte y convertirse el centro de atención de todo un teatro en silencio y en penumbra tras haber sido preguntada que es para ella el amor. Apoyada en una mesa llena de ginebras y tónicas. Mientras una luz ilumina su cara convirtiéndola en un primer plano o un plano medio. Y no inmutarse, perderse en la ensoñación de su personaje. Una escena ejecutada con la maestría con la que los saltimbanquis hacen dobles, triples y cuádruples mortales en un circo.
Momentos en una obra que fluctúa con irregularidades. Que bate como las olas contra la costa. Golpeando con fuerza unas veces a la audiencia. Otras alejándose, dejando a los espectadores solos con sus ensoñaciones en el patio de butacas. Perdidos. ¿En qué pensarán? ¿Se verán reflejados en esa sala que va oscureciendo a medida que se acerca la hora de cenar? ¿En qué tipo de conversaciones con sus parejas estarán pensando?
Momentos en los que se reflexiona sobre el amor y la amistad. El querer, quererse y ser querido. Amado. Por eso, esa reunión de parejas que dicen quererse, amarse hasta más no poder, parece un club de poetas solitarios.
Malos poetas, pues cuando hablan de ellos, no de las historias de los otros, balbucean tópicos, lugares comunes, eslóganes sobre el amor de revistas de tendencias y libros de autoayuda. Y lo hacen con violencia verbal y psicológica. La que se ejerce mediante un grito que no obtiene respuesta. Y si esto no es amor ¿de qué están hablando?