¿Presienten la muerte los animales?
Un perro en un pueblo de Córdoba fue capaz de presentir la muerte y acompañar al entierro de más de 600 personas
Según numerosos estudios, los animales pueden llegar a presentir la muerte, tanto la suya propia como la de sus compañeros humanos. Hace varias décadas un perro negro desconcertó a un pueblo entero, llegando a presentir la muerte y acompañar al entierro de más de 600 personas. Que se sepa, ningún animal consiguió nunca nada semejante. Su historia merece ser contada.
Ocurrió en Fernán Núñez, un pueblo de Córdoba, hace unos 50 años. De color negro intenso, muy delgado y de talla media, con rabo corto, cara de ángel y bondad infinita. Así era Moro, “el perro de los entierros”.
Apareció de repente, como llegan siempre las cosas buenas. Una mujer del pueblo fue la primera en verlo. Ella le dio de comer y le puso nombre, el nombre que le acompañó toda su vida, “Moro”.
Pronto, los vecinos del pueblo se dieron cuenta de que el perro no era un perro normal, avisaba a la gente de que su muerte estaba próxima, tumbándose en la puerta de su casa y esperando pacientemente a que la persona falleciera, cosa que ocurría entre unas horas o unos pocos días. Era como si el perro, al avisar con antelación, hiciera posible que el futuro finado pudiera ponerse a bien con Dios antes de emprender su partida.
Moro no tuvo jamás fallo alguno. Cada vez que se sentaba ante una puerta, la persona que vivía en esa casa fallecía poco tiempo después. Y no era solo capaz de presentir las muertes por causas naturales, sino también por accidentes de todo tipo que ocurrían al poco tiempo.
Por si esto fuera poco, una vez que la persona pasaba a mejor vida, Moro, permanecía en el lugar y acompañaba al féretro respetuosamente, siempre al lado del coche fúnebre, siempre en primera fila, presidiendo el mismo el cortejo seguido por los demás habitantes del pueblo hasta el cementerio donde el cadáver era inhumado.
Cuando finalizaba el sepelio, el perro volvía a su vida normal, a la vida normal de cualquier perro callejero: buscar caricias, comer y dormir. Moro avisó de la muerte y acudió a más de 600 entierros a lo largo de su vida, en ocasiones hasta a tres de ellos el mismo día.
Cuentan los vecinos que, en una ocasión, un hombre que había fallecido en Barcelona iba a ser enterrado en Fernán Núñez, su pueblo natal. El perro esperó más de dos horas, sin que nadie le hubiera avisado, a la entrada del pueblo a que llegara el coche que portaba al finado. Lo siguió, acompañando al cortejo fúnebre, hasta el cementerio, volviendo después a su vida normal.
Otro vecino regresaba a su casa un día de lluvia y viendo que el perro se hallaba tumbado entre su casa y la de su vecino, pensó que le había llegado su hora y se pasó la noche entera llorando y rezando para no ser visitado por la de la guadaña. A la mañana siguiente comprobó con asombro que la muerte había pasado de largo y a quién se había llevado había sido su vecino.
Los vecinos se dieron cuenta de que, coincidiendo siempre con las fiestas patronales, el perro desaparecía del pueblo y volvía a aparecer tiempo después. Hicieron indagaciones y se dieron cuenta que unos feriantes, sabedores de los prodigios del perro y ante el pavor que esto les producía, se llevaban al perro del pueblo cada vez que iban a trabajar a sus fiestas, abandonándolo después en sitios tan lejanos como Córdoba y Granada, desde donde regresaba caminando al pueblo pasados unos días para continuar su misión.
En los más de 10 años que Moro vivió en el pueblo se ganó el amor y la admiración de casi todos sus vecinos, quienes lo alimentaban y lo cuidaban. Incluso el alcalde del pueblo sacó un bando en el que ordenaba que fuera respetado, vacunado y se le diera cobijo en el cuartelillo de la policía municipal. Pese al bando, hubo vecinos que le temían y odiaban porque creían que el perro en vez de anunciar las muertes, las provocaba.
Esa fue la razón de su triste final. Según varios vecinos, una persona, temerosa de que el perro pudiera enviarle la muerte, pagó una fuerte cantidad de dinero a varios desalmados para que terminaran con la vida del perro; y así lo hicieron. Lo acorralaron en la plaza, donde lo apalearon con una crueldad desmedida, dejándolo agonizante en el suelo. Dicen que la persona que lo vio aparecer por primera vez en el pueblo, fue quién escucho sus gritos de dolor, corrió hacia él, lo abrazó, besó su cabeza y esperó a su lado la llegada de la muerte.
Moro fue enterrado en el mismo sitio en el que murió y ocurrió algo más, también extraño. Al poco tiempo de ser enterrado, el muro aledaño cayó sobre su tumba, cubriéndola por completo y protegiéndolo, aún después de muerto, de la mala fe de los hombres a quienes acompañó siempre en su último tránsito.
Años después se construyó en la plaza del pueblo una preciosa escultura en memoria del perro. Escultura que os animo a que visitéis, como lo he hecho yo, y os impregnéis de la esencia de Moro “el perro de los entierros”.