Por qué no le dije a mi novio que me estaba quedando ciega hasta que no quedó más remedio
Estábamos a mediados de enero de 2016 cuando decidí decirle a mi novio que me estaba quedando ciega. Pero tranquilos: ya sabía que era sorda. Ese tema ya lo cubrimos en nuestra primera cita. Simplemente mantuve al margen el jarro de agua fría que suponía mi infrecuente trastorno genético y mi incipiente pérdida de visión durante los primeros seis meses de relación.
Por entonces, la pérdida de visión todavía me resultaba algo nuevo. Nací con pérdida progresiva de audición, pero no supe que me estaba quedando ciega hasta el día de después de cumplir 24 años, en 2015.
Era sábado. Tenía revisión rutinaria en LensCrafters. No sabía que a mi visión le pasaba algo. Si hubiera sospechado, probablemente no habría ido a un establecimiento de una cadena comercial situada en un centro comercial para enterarme de mi pérdida de visión progresiva incurable.
Supe que algo no iba bien cuando el optometrista se quedó mirando en silencio la pantalla del ordenador durante varios minutos. Me senté en la silla de observación con las pupilas dilatadas, convencida de que el tejido oscuro que había aparecido en la parte trasera de un ojo era consecuencia de haber tomado demasiados cubatas Jagerbomb la noche anterior. El optometrista me dijo que lo que veía probablemente era una enfermedad progresiva que me causaría ceguera.
Unos meses y varias pruebas después, un especialista en retina me confirmó el diagnóstico. Sufría la causa más común de sordoceguera, un trastorno genético recesivo llamado síndrome de Usher.
Como la mayoría de la gente que padece síndrome de Usher, yo nací con pérdida auditiva causada por el subdesarrollo de las células pilosas de mi oído interno. La pérdida de visión que forma parte del síndrome suele comenzar en la adolescencia con un trastorno llamado retinitis pigmentaria. Esto hace que las células de la retina degeneren. Esta degeneración al principio provoca ceguera nocturna y poco a poco va acabando con la visión periférica de una persona, lo que desemboca en visión túnel y, finalmente, en ceguera completa.
Durante el tiempo que tardaron en diagnosticarme el problema, sufría ceguera nocturna, pero tenía bastante buena visión durante el día. Sin embargo, desde entonces, he sabido que al final acabaré perdiendo casi toda mi visión. No hay cura o tratamiento para la sordoceguera causada por el síndrome de Usher.
Cuando me enteré de lo que tenía, pensé que había perdido toda oportunidad de encontrar el amor. Estaba soltera y ya me costaba encontrar tíos con los que salir que aceptaran mi pérdida de audición. ¿Cómo iba a encontrar a alguien que quisiera estar conmigo ahora que también me estaba volviendo ciega? Era complicado pensar en encontrar a alguien dispuesto a afrontar este desafiante diagnóstico conmigo. Apenas podía afrontarlo yo misma.
En los meses posteriores a mi cita en LensCrafters, me reservé la noticia casi exclusivamente para mí. Solo unos pocos amigos y familiares se enteraron. No quería que nadie me viera diferente o me creyera incapaz de hacer mi trabajo. Mantuve una fachada fuerte, pero por dentro estaba hecha un caos. La carrera profesional en la que me había imaginado a mí misma como mujer independiente se había esfumado. Empecé a pensar en la carga que le iba a suponer a otras personas. Volví a casa de mis padres y me quedé esperando a que llegara el día en el que me despertaría y ya no podría ver.
A lo largo de este sombrío periodo, mi hermana mayor me animó a seguir teniendo citas. Tardé varios meses, pero al final le hice caso y conocí a un tío llamado Willie en OkCupid.
Conectamos en nuestro gusto por la cerveza artesanal y nuestro poco gusto por Carl, de The Walking Dead. Willie tenía una mirada amable de ojos verdes enmarcados tras unas gafas de pasta oscura, pelo castaño tirando a pelirrojo y un gusto particular por las camisas de cuadros. Se apuntaba a cualquier actividad que le propusiera, ya significara visitar un festival de arte o hacer una caminata de 11 kilómetros en pleno calor del verano de Colorado. Sabía que quería seguir viéndole porque me hacía reír mientras yo continuaba combatiendo la tristeza por mi diagnóstico.
El único problema era que él era médico. No iba a pasar por alto la importancia de mi pérdida de audición o su causa.
Los malabares para encontrar el momento oportuno de desvelar mi problema comenzaron en la primera cita. Le hablé de mi pérdida de audición, pero la causa la dejé algo difusa.
"Probablemente sea algo genético", le dije. "Me van a hacer una prueba genética este verano".
Eso era cierto. Me iban a hacer una prueba genética, pero para saber con exactitud qué clase de síndrome de Usher tenía.
No mordió el anzuelo. Me preguntó si me iba a hacer un implante coclear. Esta era una conversación que estaba mucho más preparada para mantener, ya que acababa de empezar el proceso de evaluación para someterme a una operación de implante coclear ese mismo otoño.
La cirugía de implante coclear fue mi chaleco salvavidas durante esos primeros meses. Mantenía el foco en mi pérdida de audición y explicaba por qué estaba viviendo con mis padres. Entretanto, empecé a mencionar de manera casual los modos en que me afectaba el síndrome de Usher.
"Voy en bus al trabajo", le dije en la segunda cita, obviando el hecho de que conducir no sería seguro para alguien con ceguera nocturna y visión periférica limitada.
"No veo bien por la noche", le dije al mes de relación cuando me encontró perdida en la oscuridad buscando su baño mientras tanteaba la pared con los dedos.
"Intento no conducir de noche", le dije un par de meses después de empezar a salir a medida que trataba de acortar nuestras citas para adaptarme a la reducción de horas de luz del otoño.
"Intento no conducir", le dije a los cinco meses de relación después de que un choque con un bus me hiciera preguntarme si debía seguir conduciendo.
Me di cuenta de que tenía derecho a saber cómo me afectaba el síndrome en esos momentos. Si la relación se volvía más seria, le diría cómo pintaría un futuro conmigo.
Incluso con este razonamiento lógico, me sentía culpable por no contarle toda la verdad de mi diagnóstico sin rodeos. Se supone que la sinceridad es un pilar en una relación sana. ¿Estaba siendo sincera si no le contaba toda la verdad? Era difícil tomar una decisión.
Le parecía bien todo lo que decía. Planificábamos nuestras citas dentro del recorrido y el horario del bus y hacíamos actividades fuera de la ciudad los fines de semana.
Al final, la conmoción que había sufrido por mi diagnóstico fue desapareciendo. Se volvió más sencillo vivir con este problema siendo consciente de que aun así podía divertirme y adaptarme a mi pérdida de audición y de visión. Me hicieron un implante coclear a los tres meses de relación y poco después me recuperé, me fui de casa de mis padres y me mudé al centro de Denver para poder ir al trabajo a pie y ser más independiente.
Esta mudanza significó que Willie y yo podíamos pasar más tiempo juntos. Se convirtió en uno de mis mayores apoyos mientras aprendía a oír con el nuevo implante, ya fuera practicando el reconocimiento del habla o celebrando el descubrimiento de sonidos como el de la hojarasca al ser pisada.
La relación iba genial, pero la culpabilidad por no revelarle que padecía el síndrome de Usher fue en aumento. Buscaba en Google a diario "cómo decirle a tu novio que eres ciega", pero no encontraba nada.
Hablé con mi familia sobre ello.
Practiqué el momento de la revelación con mis amigos y obtuve resultados diversos. Y es que no hay forma de saber cómo reaccionará una persona ante esta clase de noticias impactantes. Algunos amigos reaccionaron con empatía y quisieron saber más sobre mi problema. Otros trataron de cambiar de tema rápidamente o respondieron con silencio.
Reuní información sobre el síndrome de Usher, pruebas genéticas y recursos para mis familiares. Tuve todo preparado sobre la mesilla del café el día que se lo conté.
Llevábamos seis meses juntos cuando se lo dije. Esa mañana, con el estómago revuelto y las piernas temblorosas, pronuncié las palabras que nadie en una nueva relación desea oír: "Tenemos que hablar".
La historia de LensCrafters y los especialistas que me habían analizado la retina brotó de mi boca. Cada una de las veces que yo había dado por finalizada pronto una de nuestras citas o cada vez que me había perdido en la oscuridad cobraron sentido en su mente. Aunque no habíamos hablado todavía de tener hijos, le conté que si se daba el caso, había más probabilidades de que tuvieran ese mismo gen. Se lo conté todo.
"Vaya gen más capullo", respondió.
No había forma más perfecta de responder a una noticia así. En ningún momento me culpó por mi problema o sintió miedo por nuestro futuro. Willie se había enamorado de mí por mi personalidad, no por mi capacidad de ver u oír. Nos adaptamos juntos al síndrome de Usher. Cuando surgían problemas por ese "gen capullo", me ayudaba aún más, repitiéndome lo que me estaba diciendo otra persona o guiándome en los lugares oscuros.
En la actualidad, Willie y yo estamos casados. Llevamos más de tres años juntos. Mi implante coclear ha mejorado bastante mi comprensión del habla desde que nos conocimos, pero sigo teniendo pérdida auditiva grave en ambos oídos. Ya no puedo conducir y he empezado a usar un bastón para valerme al caminar. Mi madre sigue recibiendo preguntas de algunos compañeros de trabajo: "¿Y a su novio le parece bien?".
No, no le parece bien que me esté quedando sorda y ciega. Y a mí tampoco. Claro que preferiría que mi visión y audición fueran estables, pero seguimos juntos pese a las dificultades que este gen capullo nos ha impuesto.
Me he dado cuenta de que cuanto más segura me sienta en lo relativo a mi problema y mis futuros desafíos, mejor será. Hablarle a Willie sobre el síndrome de Usher me ha hecho abrirme a más amigos, a sus familiares, a los vecinos e incluso a la junta de la ciudad en la que estoy. Hasta ahora, nadie ha reaccionado mal. Solo ha habido muestras sinceras de querer ayudar.
Después de contarles mi problema a los padres de Willie, pusieron luces alrededor de su casa por las noches. Después de que mi vecino me viera caminando con un bastón por la acera, se ofreció a llevarme en coche durante el día.
Cuando nos casamos, muchos de nuestros amigos y familiares hicieron donativos a la Fundación de Lucha contra la Ceguera para encontrar una cura para el síndrome de Usher. Sincerarme sobre mi problema no solo le ha revelado la verdad a Willie, también me ha abierto a recibir más amor de la gente de mi alrededor.
Mientras Willie y yo empezamos a construir una familia juntos, seguimos lidiando con muchas incertidumbres relativas a mi visión y mi audición. Actualmente soy legalmente ciega y tengo algo menos de 20 grados de visión periférica. Mi visión se ha reducido considerablemente desde que Willie y yo nos conocimos. No sabemos si mi pérdida de visión seguirá avanzando a este ritmo. Mi pérdida auditiva no ha empeorado mucho desde que nos conocimos y al final me acabarán poniendo otro implante coclear en el otro oído. Los ensayos de terapia génica para el síndrome de Usher están en sus etapas iniciales y tenemos la esperanza de que puedan rescatar mi visión y mi audición en el futuro.
Aunque no sabemos qué es lo que le acabará pasando a mi vista y mi oído, contamos con nuestro amor para vencer cualquier dificultad que surja más adelante. No nos lamentamos por lo que pueda suceder y afrontamos los desafíos a medida que nos llegan. El síndrome de Usher nos ha impuesto unas condiciones muy difíciles, como renunciar a mi carné de conducir y encontrar un monitor vibratorio para bebés que me avise cuando nuestro futuro bebé llore, pero un gen capullo no nos va a impedir que disfrutemos el uno con el otro.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.