Por qué no hay que tomar decisiones sobre el coronavirus con pánico
Estamos viviendo unos momentos de convulsa incertidumbre que afectan negativamente al comportamiento de la población.
Por Diego Redolar Ripoll, profesor de Neurociencia y vicedecano de Investigación de la Facultad de Ciencias de la Salud., UOC - Universitat Oberta de Catalunya:
El coronavirus SARS-CoV-2 ha irrumpido en nuestras vidas poniendo patas arriba nuestra actividad diaria, apropiándose de las redes sociales, originando gran cantidad de memes caricaturescos y acaparando las tertulias de comidas familiares y de empresa. Estamos viviendo unos momentos de convulsa incertidumbre que afectan negativamente al comportamiento de la población. Incluso rayan lo que, en algunos casos, podría asemejarse a una histeria colectiva.
Dicho comportamiento irracional puede deberse, como mínimo en parte, al gran eco que se le ha dado al virus en medios de comunicación de todo el planeta, a la desinformación e, incluso, a la propagación de algunas teorías conspirativas que tanto gustan para otorgar un oscuro velo de agentes poderosos subyacentes que controlan y dominan la salud y otros aspectos vertebrales del ser humano.
En este contexto es probable que se tomen decisiones poco adecuadas y que, incluso, puedan llegar a ser tan peligrosas como lo está siendo el propio brote. Circunstancias similares se pusieron de manifiesto con otras epidemias como las causadas por el SARS, el ébola, el H1N1, el MERS o el Zika. Las reacciones que se generan en la sociedad pueden ser desproporcionadas en relación al impacto real de la epidemia. Básicamente porque nos aterra pensar que pueda acabar convirtiéndose en pandemia. ¿Por qué no hay que tomar decisiones sobre el coronavirus con pánico?
Para poder contestar a la pregunta, primero debemos entender cómo decide el ser humano. Nuestro cerebro* empieza a tomar decisiones desde el preciso instante en que nos levantamos de la cama. A pesar de que los seres humanos tendemos a centrar nuestra atención en las decisiones complejas, como a quién vamos a votar en las próximas elecciones o qué carrera vamos a estudiar, todos los animales necesitan tomar decisiones continuamente. De hecho, se trata de un proceso básico ampliamente conservado desde un punto de vista filogenético.
El cerebro se ha ido esculpiendo a lo largo de la evolución para fomentar la supervivencia y la reproducción de nuestra especie. El sistema nervioso registra estímulos de importancia biológica, como serpientes o arañas, porque para nuestros antepasados homínidos estos animales constituían una amenaza. La amígdala, una estructura con forma de almendra localizada en el interior del encéfalo, supervisa constantemente la información que recibimos del entorno en busca de señales de peligro. Algunos de esos peligros hoy siguen vigentes (la oscuridad), mientras que otros ya no lo son tanto.
Este mecanismo está detrás de decisiones que, aunque a simple vista podría parecernos irracionales, en realidad siguen ciertas reglas simples y eficientes orquestadas por la evolución. Por eso, intuitivamente, solemos evitar un atajo a través de un oscuro callejón y optar por una ruta más larga pero más iluminada para llegar a nuestro destino.
Que las emociones se inmiscuyan el proceso de toma de decisión puede resultar favorable o perjudicial, dependiendo de las circunstancias, del contexto y de las experiencias previas de la persona que decide. Cuando prescindimos por completo de las emociones, como sucede en algunos estados neurológicos, y aplicamos solo la razón, solemos tomar decisiones fallidas.
Por el contrario, hay ocasiones en que las emociones resultan desventajosas para decidir, por ejemplo cuando se toman desde el pánico. Sobre todo si el pánico es infundado, porque no hay evidencias contrastadas, como podría estar ocurriendo en el caso del coronavirus. Esto nos hace ver serpientes y arañas por todos sitios.
Por suerte contamos con las regiones orbitales de la corteza prefrontal, que nos ayudan a adecuar la respuesta emocional al contexto social, de valores y ético en el que nos encontramos. De esta forma, por ejemplo, si un coche nos destroza la parte trasera de nuestro vehículo por una colisión de la que no hemos tenido culpa alguna, podemos controlar nuestra ira e intentar solventar la situación con serenidad, utilizando las herramientas “civilizadas” que la sociedad pone a nuestra disposición (a saber, el parte de las compañías aseguradoras de los vehículos implicados).
Asimismo, ciertas áreas de la corteza prefrontal, como la región dorsolateral, nos permiten tener en cuenta en nuestras decisiones el valor a largo plazo de cada opción (por ejemplo, cuando decidimos desayunar un plato de fruta en lugar de un pastel de chocolate, pese a que lo que realmente nos apetece es el pastel).
Para que la toma de decisiones nos resulte favorable, hay que buscar un equilibrio entre emoción y razón. Para ello, necesitamos información correcta y poco ambigua que permita analizar y comparar el valor de cada una de las opciones posibles, anticipar las posibles consecuencias de la decisión que vamos a tomar y evitar tomar las decisiones guiándonos de forma exclusiva desde emociones intensas como la ira o el pánico.
Conocer los mecanismos neurales subyacentes a la toma de decisiones en el marco de cómo han evolucionado puede ayudarnos a entender mejor nuestras reacciones y adecuarlas a la situación que estamos viviendo con el coronavirus.
*Nota: En anatomía, el uso del término «cerebro» se utiliza para designar al telencéfalo. No obstante, debido a que en la literatura anglosajona está ampliamente aceptada la utilización del término «Brain» para referirse al encéfalo y debido a que la traducción de dicho término a nuestro idioma sería la de cerebro, a lo largo de este artículo se utilizarán los términos de encéfalo y cerebro como sinónimos.