¿Por qué escribo?
Más que la historia en sí misma, es esto lo que de verdad me seduce.
Este artículo también está disponible en catalán.
¿Por qué escribo? Esta es una pregunta que me he formulado muchas veces. Podría responderla con una retahíla de suposiciones inexactas: que lo hago para aislarme del mundo, para crear mi propia realidad, para ahuyentar fantasmas, para neutralizar mi dolor y mis penas… Pero también podría decir que escribo simplemente porque disfruto escribiendo.
Recuerdo conatos de algún que otro cuaderno personal. En concreto de uno que empecé cuando tenía 10 o 11 años, quizás incluso más pequeña. Quería ser como Anna Frank. Si Anna Frank estuvo escondida durante dos años en una recámara donde escribió su diario personal, yo hice de mi propio dormitorio una recámara secreta donde dedicaba tiempo a escribir en mi cuaderno de espiral sin candado. La cubierta era azul, de cartón blando y, con un boli rojo, en oblicuo y con caligrafía arabesca, escribí: “MI DIARIO”. Y, debajo, en el borde derecho, mi nombre en horizontal. Un día, estaba enojada con mis padres por algo que me habían prohibido. No recuerdo qué. Cogí mis lápices de colores y en una hoja en blanco del cuaderno volqué todo mi enfado con dibujos caricaturescos y frases furibundas. ¡Pues, hala, no os quiero! ¡Os detesto! ¡Y, además, lo dejo escrito en mi diario, para la posteridad! Sin duda, una venganza ingenua de rebeldía infantil. Estábamos en plenas vacaciones veraniegas (vacaciones que saboreábamos en un pueblecito del Penedés), habían pasado unos días del incidente y en mi memoria me veo revolviendo la casa de arriba a abajo en busca de mi cuaderno íntimo. Jamás lo sacaba de mi recámara secreta y no entendía cómo podía haberlo extraviado. Al cabo de dos días, y por casualidad, tropecé con él en la consola que estaba en el dormitorio de mis padres. Me quedé perpleja. Con un regusto áspero de extrañeza. Confundida. Con el plus de saber que la chiquillada que había inmortalizado en el cuaderno estaría ya en boca de toda la familia, tías y abuelas, incluso de las amigas de mi madre. Ella era así. A partir de aquel día dejé de verter mis pensamientos, mis sentimientos y emociones en mi hermoso diario. Supongo que, aquel día, y, así, de golpe, interioricé que una “habitación propia” no me estaba permitida. Sin darme yo cuenta, mi alma de escritora voló hacia un rincón de mi cerebro inconsciente, un rincón donde las cosas están y no están. Pero como no hay nada que dure siempre, excepto la muerte, al cabo de un tiempo mi espíritu escribiente, harto de aquel lugar oscuro donde estaba confinado, asomó la cabeza para curiosear. Fue entonces cuando volví a la carga con un diario que mi prima Marta y yo escribíamos a la par. Nos lo íbamos cediendo: ahora una semana tú; ahora una semana yo. La experiencia juvenil, sentimental y enternecedora, duró más de dos años. En aquellas hojas cuadriculadas, nos despachábamos a gusto. Ella lo ha estado cuidando gratia et amore durante lustros hasta que me lo ofreció como “regalo” el día de mi último cumpleaños. “Ahora te toca a ti protegerlo”. Un detalle precioso. Me lo he releído de cabo a rabo, por supuesto, y desde la primera hasta la última frase no he podido dejar de desternillarme de risa. Y de conmoverme. Está escrito en catalán, nuestra primera lengua, y las faltas de ortografía son descomunales. Caminábamos por la vida con inmensa alegría y avidez en aquella época terrible en la que aprender el idioma catalán en las escuelas estaba prohibido.
Retrocedamos a la pregunta inicial sobre el motivo por el cual escribo. Además de lo que ya he comentado, cabe decir que me pongo de los nervios si, transcurridos dos días seguidos, no me he aposentado en una mesa con mi libreta y mi pluma o con el ordenador. Se me pone cara de estreñida y lo paga el primero que se me cruza. Y eso que cuando escribo sufro; sufro muy a menudo. De repente, la fluidez del texto se escabulle como un niño de entre las faldas de su madre y queda inerme y gris como una fregona en el cubo. O no encuentro el modo de expresar lo que quiero transmitir. Por no hablar de que me cuesta un montón encontrar metáforas (si es que las encuentro). O, pese a tener un temperamento socarrón, no sé cómo inyectar humor. ¿Y la ironía? ¿Cómo manejarla? Quizás carezca de la perspicacia del observador sagaz.
Sí, con talante y mucha paciencia, dedico esfuerzos a contemporizar con mi texto para no tirarlo impunemente por la borda del barco. Cosa que he hecho muy a menudo; en estas ocasiones, unos gusanillos impertinentes que se deslizan por el cristal de mi mesa me susurran, con cara, pues, eso, de gusanos, que hago bien, que basta ya de tanta vanidad, de tanta fatuidad y engreimiento, que la literatura no es para mí. Y yo sigo sufriendo. Y que quede claro: sufrir no me apetece; me apetece escribir. Narrar. En la libreta esbozo ideas y resúmenes, hago apuntes y esquemas. El portátil o el ordenador de pantalla grande los utilizo para escribir a partir de mis anotaciones en el cuaderno; es decir, es en este momento, yo frente al ordenador, cuando me debato con la pulsión creativa.
Salirme de mí misma. Descolocarme. Ponerme en situación. El reto ya no es ahora la punta del iceberg sino el iceberg entero.
Entretanto, los gusanillos siguen regañándome con frases tales como “estas perdiendo el tiempo” o “no tienes talento literario”. Sin embargo, como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga: ya que el entusiasmo por desempeñarme como escritora me sale de un modo natural, como algo evidente, nada artificioso, procuro ejercitar a fondo aquellas habilidades o talentos de las cuales voy manca. En cualquier caso, es una aventura, un desafío, que afronto con placer y necesidad, a pesar de mis decaimientos y sufrimientos inducidos por el chismorreo perverso de los gusanos en mi mesa.
Me deleito con las palabras. Y son muchas las veces que busco su etimología. Desde que recuerdo, cultivo este interés. Me recreo, jugueteo con ellas; las entremezclo, las amaso… quiero cocinar un pisto delicioso y con esta sanfaina crear emociones en el lector; avivarle los cinco sentidos y los que tengamos por descubrir. Azuzarlos. Dibujar con palabras escenarios que lo envuelvan y lo transporten a su propio mundo, a sus recuerdos y experiencias. Y lo cuestionen. Más que la historia en sí misma, es esto lo que de verdad me seduce. El juego que permiten las palabras y su sonido, a veces atroz, otras ridículo, tierno o extraño. Con ello no quiero decir que este impulso de escribir esté exclusivamente dirigido a dibujar textos bonitos con los vocablos. Más bien obedece a una especie de exigencia que me surge de muy hondo, la exigencia que me impulsa a discernir y exponer los pliegues y envolturas de la sociedad en la que vivimos, a través del juego con las palabras. No son pues un adorno sino piedras preciosas, muy sutiles, para entenderme y entender el mundo que me rodea; para comprender los engranajes relacionales y el peso de las emociones que los lastran. Pero también para aprehender el mundo en mayúsculas; un mundo que es urgente cambiar, redirigir. Sí, escribo porque disfruto escribiendo, pero desde la incomodidad; por una necesidad emocional y existencial. ¿A alguien le parece que todo lo que he escrito es demasiado pretencioso?