Por mí y por todas mis compañeras
Sumarse a una movilización colectiva no es tan fácil como parece. En una sociedad que premia la exhibición de la felicidad, a veces es el pudor el que funciona como freno (cómo manifestar mi penuria ante tanta sonrisa, ante tantas mañanas de domingo idílicas "colgadas" en Facebook). En otras ocasiones, es el miedo a perder lo que ya se tiene, por nimio que sea, lo que disuade de la protesta (no vaya a ser que pierda el trabajo, hay otros que matarían por estar en mi puesto; cuidado que con tanto desorden igual vuelve aquella crisis, que podemos estar aún peor). Y en no pocas circunstancias, el silencio viene dado por la vergüenza o la culpa por una circunstancia medida como fracaso propio (el desempleo, la incapacidad por enfermedad o vejez) o del entorno inmediato (ese hijo mío que no sale adelante, que necesita una ayudita; mi pareja que no remonta y ya va teniendo una edad).
El levantamiento reciente de los pensionistas, por todo ello, tiene un enorme mérito. Significa que mucha gente está venciendo esos mecanismos de autoconstricción cotidiana, para lograr así colectivizar un sentimiento de injusticia que se padece en el silencio de la vida individual. Ese difícil paso, que supone superar la condena social de afectos negativos como la vergüenza o el miedo, es la condición de posibilidad de cualquier proceso de emancipación, la mecha de todo ciclo de protestas, el germen de un cambio de mentalidad difícilmente reversible.
La novedad específica de las masivas manifestaciones de este pasado fin de semana viene dada por los apoyos que los pensionistas han recibido. En algunos casos han sido colectivos organizados los que han invitado a sumarse a las manifestaciones, siendo quizás el más significativo el caso de las organizaciones feministas convocantes de las movilizaciones y la huelga del 8 de marzo. En otros muchos, han sido ciudadanos individuales los que, no estando todavía en situación de percibir una pensión, se han sentido concernidos por los fines de la movilización.
Esa agregación de intereses y demandas no es una pauta de protesta habitual. Una de las críticas recurrentes por parte de la teoría crítica de izquierdas a nuestras sociedades del bienestar, es que la lucha por una justicia universal fue neutralizada por la promesa de la seguridad. El fatal efecto del reparto estatal de la riqueza habría sido una sectorialización de la sociedad en colectivos profesionales y demográficos, que se activarían solamente para defender su "trozo del pastel". Sin entrar en detalle, este enfoque ha acertado en buena medida en su diagnóstico, como evidencia una práctica sindical que ha venido movilizando a agricultores, funcionarios, profesores o pensionistas, pero siempre de manera aislada, suscitando suspicacias entre colectivos y distanciamiento respecto al conjunto de la sociedad.
Que muchos jóvenes precarios, trabajadores de clase media o agentes del feminismo se hayan sumado a la movilización de los pensionistas, implica una superación de esa comprensión segmentada de los problemas sociales. En un mundo en el que el eje ideológico "izquierda-derecha" es cada vez menos operativo a la hora de forjar sujetos políticos colectivos, los frentes sociales se formarán por alianzas entre demandas sin un vínculo identitario previo. Hace escasos meses, no hubiéramos dudado en ubicar en extremos opuestos de nuestra cartografía política a una activista feminista y a un pensionista. Que hoy pueda tejerse una alianza entre sus reivindicaciones, denota que estamos venciendo nuestros estereotipos para trabajar en una comprensión común y sistemática de la sociedad.
Lo raro no es que el feminismo apoye a las y los pensionistas, siendo la brecha salarial y el carácter feminizado del trabajo doméstico no remunerado causas de una desigualdad del 37% entre los subsidios de jubilación de los hombres y las mujeres. Lo raro es que nuestros prejuicios sobre feministas radicales y jubilados ultra conservadores impidiera una solidaridad recíproca de sus demandas. Lo extraño sería que los mayores no entendieran que los jóvenes protestaran por la precarización sistémica de sus condiciones laborales, cuando de ello depende el mantenimiento de las cotizaciones que financian sus pensiones. Lo incomprensible sería que los funcionarios no suscribieran las reclamaciones de los autónomos, cuando su baja cotización supone un agujero para la seguridad social.
Lo normal, al contrario, es que nos pensemos en común. Que recuperamos un sentido integral de la sociedad y de su administración estatal, y entendamos que toda medida sectorial debe pensarse de un modo sistemático. Lo normal es lo que ocurrió este pasado fin de semana, cuando feministas y pensionistas dinamitaron el "qué hay de lo mío", y reivindicaron el "por mí y por todas mis compañeras".