Plácido Domingo: el patriarcado protege a sus cachorros
Para algunos de sus defensor@s todo son felonías inventadas por las feministas supremacistas...
A la espera de que este texto no sea interpretado como una herejía ideológica y que yo no acabe como Tulio Cicerón (que fue linchado en el 44 a.C. tras el asesinato de Julio César), no me cabe otra que denunciar a diestro y siniestro las polémicas, revuelos en medios, condenas, defensas y opiniones de todos los colores sobre la noticia de que el tenor español más tenor de todos los tiempos y dios de la lírica, podría ser un abusador sexual. Como mínimo. Por el momento son nueve las mujeres las que lo han publicado urbi et orbi.
Personaje mundial y prestigioso, a Plácido Domingo se le suponía, como a tantos otros ya caídos, que era un ejemplo para el mundo de la cultura. Sentado en el podio de los dioses del Olimpo, el cantante de la laringe de oro, como lo catalogó la revista Time a finales de los 80 en su portada. El oro del periodismo para el iridio de su aura ya mitológica. En nuestro país nunca ha estado claro del todo si es mexicano o español; lo acunaron como el ídolo del nuevo sistema de fama creado por el mundo del espectáculo para representar los recios valores de la incipiente Marca España. Plácido encajaba a la perfección el maridaje entre su enorme potencial de seducción ante la opinión pública y la elevada rentabilidad social como hijo legítimo del espectacular fuego llamado ”Éxito”.
Pero bajo ese poderoso volcán en ingente y prolífica ebullición plasmada en conciertos, galas de Los tres tenores en lugares míticos, recitales ante históricos escenarios como la Scala, La Fenice, Bolshói, Viena, Opera House, Liceu, Sidney y más, latía la habladuría, la sospecha y en algunos casos la certeza de que Plácido no estaba hecho de iridio, sino de barro y ocultamientos. En su mundo sí se sabía.
Recuerdo un día que le hice una entrevista en el mismo Liceu de Barcelona, años 80. A solas él y yo, más o menos a media tarde. En su camerino. Cuando cerré el magnetofón se acercó más de la cuenta y con cara de “a mí me está todo permitido” me invitó al mismo hotel en el que se alojaría en Nueva York una semana después y donde de paso lo podría admirar (sic) en el Metropolitan Opera . Y “como teníamos amistades en común”, salir a cenar luego. Algo sonó en mi interior a encerrona rara y me aparté, justo en el mismo instante en el que entraba sin llamar Marta Ornelas, su esposa y poderosa ama del ego y las miserias que casi la mayoría de los hombres mayúsculos tienen como talón de Aquiles. Ornelas jamás dejó a Plácido a pesar de todo lo que sí sabía. Y Plácido tampoco abandonó a Ornelas porque era su médica-psiquiatra de cabecera, la única mujer con la que podía llorar en su regazo al socaire de su verdadero rostro. Solo ella lo conocía de verdad. Aunque en su defensa puedo pensar que la habían educado para soportar estoicamente a un hombre así. Una relación aparentemente tóxica… como tantas otras. Nada nuevo.
La señora pensó más de lo que vio y, cual protagonista de la óperas de su esposo, estuvo a punto de caer verbalmente sobre mí, cuyo estado me llevó a una fugaz despedida y a desaparecer sin ser vista por el agujero de la cerradura, no sin ver que el divo retorcía su mano, miedoso de su reacción. Traspuesta, marché a mi casa y llamé a personas amigas que sabía podrían consolarme. A las dos en punto de la madrugada sonó mi teléfono, que no cogí yo (por eso hay testimonio). Era Plácido desde Viena para disculpar a su cónyuge y no a él mismo. Sin embargo mantenía la invitación.
No fui a Nueva York a pesar de que envió un boleto en primera, y no volví a verlo hasta un rodaje de El Barbero de Sevilla, durante los fastos del 92. Nada salió de su gran laringe mientras volvía a entrevistarle.
Para algunos de sus defensor@s todo son felonías inventadas por las feministas supremacistas, guarras, frígidas, lesbianas a la que solo nos obsesiona matar hombres, maltratarlos y luego esconder las penosas estadísticas. Muchas han sido las plumas del sector periodístico que lo han elevado a los altares, negando todo y no investigando nada, una de las funciones principales de los periodistas.
Ellas, las supuestas víctimas, utilizando lenguaje clásico para que no te metan una querella (no para mí y otras muchas) son una mentirosas, vampíricas de fama y hambre mediática. Y ya lo más, la gran pregunta: “¿Por qué lo dicen ahora y no entonces?”. El summum del cinismo social, moral y ético. Ellas todas a la hoguera y el tenor a los altares.
Y no. No es así. Sin caer en el tópico descolorido que impera en la gran patria del éxito patriarcal, mediante el cual los hombres están cada día más asustados ante nuestros avances que solo van dirigidos hacia su exterminación. Y por ello deben defenderse.
Verbigracia, he leído barbaridades tales como “para cuándo un Me too para ellos”. Indecente postulado, conociendo como conozco. tanto por mis experiencias como por las de millones de mujeres que ahora (sí, ahora) hemos denunciado lo que en los 80 no podíamos.
Ya es hora de que el miedo cambie de orilla.
Ya es hora de que los dioses de barro paguen por sus desmanes.
Ya es hora de que los cachorros del patriarcado tomen conciencia de que NO ES NO. Y SI TOCAN A UNA NOS TOCAN A TODAS.