Carlos III, el 'preparado' en la sombra que debe aprender a ser menos honesto
Ha llegado al trono en edad de jubilarse, tras décadas de formación. Su vida privada le ha desgastado la imagen, pero ha demostrado su personalidad opinando de lo que le preocupa.
Carlos de Inglaterra llega al trono con una historia personal que en poco se parece a la de su madre, Isabel II. Nació sabiendo que sería rey, creció formándose para ello, lleva muchos años esperando su oportunidad y, por el camino, se ha ido entreteniendo. Su cargo, el de Príncipe de Gales, no venía con unas responsabilidades claras asignadas, así que su vida pública, hasta sus 73 años actuales, ha estado marcada por su espíritu libre, casi un verso suelto dispuesto a opinar sobre las grandes cuestiones de su país -eludiendo la neutralidad que su progenitora llevaba casi grabada en el ADN-, y por su vida personal, compleja y desgastante, hasta la redención final.
Desde que Charles Philip Arthur George naciera en Londres el 14 de noviembre de 1948, ha vivido a la sombra de su madre, su reina. Con tres años ya asistió a su coronación, un niño que empezó a llevar el cargo de duque de Cornualles sin saber ni escribirlo. Fue un niño royal distinto: sus padres apostaron por que fuera a la escuela, en vez de tener un tutor en casa, y recibió una intensa educación en Escocia e Inglaterra, con intercambios en Australia, miembro de la Commonwealth sobre la que ahora también reina. Fue el primer heredero al trono en tener un título universitario, tras estudiar en Cambridge. Empezó Arqueología y Antropología en 1967, pero a los dos años se pasó a Historia, donde se graduó. Esos años afianzaron uno de sus amores, el arte.
Sus años de formación acabaron y llegó el momento de asumir responsabilidades. Fue nombrado príncipe de Gales y conde de Chester el 26 de julio de 1958, pero su investidura no se llevó a cabo hasta el 1 de julio de 1969, cuando fue coronado por su madre en una ceremonia televisada celebrada en el castillo de Caernarfon. Su madre eligió un entorno de enorme simbolismo, en Gales, un hecho sin precedentes desde Eduardo VIII, con el que se reforzaban lazos con los territorios que forman el país, que debían estar realmente unidos. De ese momento se cuenta la soledad y la presión del príncipe en los preparativos y el idioma, el galés, bandera de los nacionalistas. A la postre, ha servido para una de las escenas más conocidas, hoy, en The Crown.
Su formación militar se fue ampliando, hasta ser piloto de aviación (que era lo que más le gustaba) y completar la carrera naval (obligado porque eso hicieron su padre, su abuelo y sus bisabuelos”.
En 1970 tomó su asiento en la Cámara de los Lores y pronunció su discurso inaugural en junio de 1974. Comenzó a asumir más funciones públicas, fundando The Prince’s Trust en 1976, una organización filantrópica en la que se ha volcado en estas décadas, y viajando a Estados Unidos en 1981. A mediados de la década de 1970, expresó su interés en servir como gobernador general de Australia, a sugerencia del primer ministro australiano, Malcolm Fraser, pero debido a la falta de entusiasmo público, la propuesta terminó en nada. ”¿Qué se supone que debes pensar cuando estás preparado para hacer algo que ayude y simplemente te dicen que no te quieren?”, se quejó en público. Fue la primera expresión de algo visto repetidamente después: su libertad para opinar y señalar lo que no le gusta o no le parece justo.
Este príncipe de Gales, el que más años ha estado en el puesto, es ahora el rey que llega con más edad al trono, y lo hace tras una vida que hace mucho dejó atrás ese tiempo rodaje, de calentamiento. Preparado está como nadie, pero la incógnita es cómo se comportará con ese bagaje a sus espaldas. Se ha visto opacado por su madre, aplastado por el peso de su predecesora y por los problemas con sus sucesores (William y Harry), pero también por sus propios errores. La mayoría han venido de su vida personal. El soltero de oro cuya falta de compromiso se convirtió en preocupación de Estado se casó con Diana Spencer, al fin, a los 33 años. Sus hijos llegaron en 1982 y 1984. Parecían años de calma, con el relevo generacional obligado en las monarquías ya bien cubierto. Pero se encadenaron las infidelidades, los tampones, la separación, el divorcio, la muerte.
Carlos no ha podido quitarse esa losa hasta hace bien poco. Su imagen estaba lastrada por sus relaciones y su manera de llevarlas. Se vio expuesto hasta el mínimo detalle en los medios y eso acentuó sus ganas de aislamiento. A menor exposición, menos riesgos. Se centró en su casa de campo de Highgrove, en sus conciertos, exposiciones y eventos culturales. Eso le hizo ser cuestionado, criticado. Se le veía ajeno a su sociedad, elitista, excéntrico y hasta altanero.
Pasados los años, ha retomado con más ganas su vida pública y se ha quitado la coraza de protección, gracias a una mayor estabilidad por su matrimonio con Camila Parker-Bowles, la nueva reina consorte. Tras años de relación clandestina, una ceremonia civil los unió en 2005 y, con el tiempo, tanto Isabel II como los ciudadanos británicos entendieron que así debía ser. Esa paz nacional ha ido en paralelo de dos cosas: un creciente republicanismo en la sociedad y el envejecimiento de la reina, lo que ha obligado a Carlos a arremangarse y a hacer más, porque su momento llegaba.
Su protagonismo ha ido aumentando, representando a su madre en actos que hasta hace poco nunca habría delegado, y su momento crucial fue tan cercano como en mayo pasado, cuando abrió el curso en el Parlamento pronunciando un discurso en nombre de la monarca, que ya presentaba problemas de movilidad. Fue inédito. Los analistas le vieron entonces empaque de rey, por más que 2022 estuviera llamado a ser el año del protagonismo de la reina, de nuevo, por su Jubileo de Platino. Lo ha sido, además por su muerte.
La parte más oscura
Más allá de los problemas familiares, a Carlos le han sacado los colores en los últimos años por algunas situaciones comprometidas que, al final, no pasaron a mayores. En junio de este año, como explica la edición del HuffPost en Reino Unido, fue objeto de escrutinio en The Sunday Times por supuestamente aceptar 2,6 millones de libras en “bolsas de efectivo” para su propia organización benéfica, un dinero aportado por el exprimer ministro de Qatar, Sheikh Hamad bin Jassim bin Jaber Al Thani. No se detectó actividad ilegal alguna, pero sus asistentes dijeron, con el agua pasad, que ese dinero se había enviado a organizaciones benéficas, pese a que se había gestionado correctamente. Desde entonces, la realeza británica decidió no aceptar más donaciones en efectivo.
Carlos Charles también es conocido por los llamados “memorandos de araña negra”, unas cartas que escribió a los ministros a lo largo de los años, supuestamente tratando de presionarlos de una forma u otra. El diario The Guardian entró en una batalla legal de 10 años con el Gobierno para que se publicaran apenas 27 de estas cartas, escritas entre 2004 y 2005. La Oficina del Gabinete las hizo públicas en 2015m al fin, y revelaron que había tratado de hacer una petición a los ministros sobre la Guerra de Irak, la matanza de tejones y la pesca ilegal de la merluza negra, entre otros temas.
Sin embargo, su portavoz dijo en ese momento que sólo estaba planteando “temas de interés público y tratando de encontrar formas prácticas de abordar los problemas” en lugar de adoptar una postura política de partido, pero no presionar ni imponer. “Con frecuencia, he escrito cartas a personas que no prestan atención en absoluto”, dijo al mismo diario en 2018, tratando de quitarle importancia al caso.
El librepensador que tendrá que callar
Carlos de Inglaterra ha apostado estos años por apoyar a la reina como bastón institucional, por comprometerse en causas benéficas y por promocionar, también, los valores clásicos del Reino Unido -de la artesanía al campo, pasando por los deportes-, pero también ha defendido principios que ni siquiera interesaban aún a los Gobiernos de su país. En eso ha sido un adelantado. Ha apostado por el ecologismo, las energías renovables y el urbanismo sostenible, por la agricultura respetuosa con el medio ambiente, y también por la universalización de la educación, la defensa de la multiculturalidad y la multiconfesionalidad. Es un gran lector de textos religiosos y filosofía y su visión ha sido siempre tremendamente aperturista. Ahora la debe ratificar como cabeza de la Iglesia Anglicana.
Se ha hecho respetar con proyectos como el de la Selva Tropical del Príncipe, de 2007, una iniciativa mundial que cuenta con el respaldo de empresas, políticos y personalidades para crear conciencia y actuar contra la deforestación tropical. En los 80 ya concienciaba sobre reciclaje: instaló uno de los primeros bancos de botellas del mundo en el Palacio de Buckingham, por lo que fue ridiculizado por la prensa. En sus fincas sólo hay paneles solares y se saca biocombustible del vino. Su marca ahora vende más de 200 productos sostenibles, desde alimentos hasta muebles de jardín. También ha escrito libros benéficos, como The old man of Lochnagar, con esa misma inspiración.
Hay un problema: un rey no debe decantarse por nada ni tomar partido ni criticar ni pronunciarse. En lo anacrónico del sistema lleva la penitencia. Y a través de sus actos y de sus palabras, Carlos III ha sido siempre transparente. Honesto, demasiado. Dicen las crónicas que con su madre se muere el siglo XX, pero hay dudas de que con él nazca el XXI, porque hay rémoras pasadas con las que hay que claudicar. Y una es esa: el rey no habla. Tiene por delante el reto de la neutralidad, pues, uno de los rasgos más elogiados a su madre, justamente. Recientemente fue muy comentada su crítica al Gobierno de Boris Johnson, que decidió expulsar a Ruanda a los solicitantes de asilo que llegasen de forma irregular a Reino Unido. Unos planes “espantosos”, dijo. Del Brexit, en cambio, no ha dicho ni palabra.
También ha espinado algún comentario en el plano internacional: en 2006, generó malestar cuando un tabloide británico, The Mail on Sunday, publicó extractos de un diario que escribió cuando representaba a la reina en la entrega formal de Hong Kong a China, en 1997. Describió a los funcionarios chinos presentes como “espantosas figuras de cera” y dijo que, tras un “discurso de propaganda” del presidente chino, Jiang Zemin, “tuvimos que ver cómo los soldados chinos subían al escenario a paso de ganso y bajaban la bandera británica e izaban la bandera definitiva”. La historia acabó en demanda por la filtración, ganada, y en quejas internas de Pekín.
Eso, con la corona sobre la cabeza, es pasar la línea roja. Carlos lo sabe y entiende que tendrá que reformarse. Lo ha dicho en público: “No soy tan estúpido como para no darme cuenta de que, desde la posición de monarca, no podré entrometerme en asuntos políticos”, reconoció en la BBC en una entrevista hace tres años, cuando cumplió 70. El paso atrás lo dará, lo que está por ver es si se ajustará con la misma firmeza que lo hizo su antecesora.
Legalmente tiene tres derechos: el de ser consultado, el de incentivar al Ejecutivo y el de advertir. Todo eso lo podrá poner en práctica, pero no a la vista de todos, sino en las audiencias que mantenga con los primeros ministros, en este caso, con la recién llegada al cargo, Liz Truss. Será el momento del debate, la reflexión y las ideas compartidas, pero de puertas para afuera, su papel será sancionar lo que le pongan por delante y actuar sin inmutarse, haya recesión, haya Brexit o se vuelva al fracking, por ejemplo, una medida nada verde que Truss acaba de aprobar.
Llevamos 73 años conociendo al Carlos heredero, pero aún no conocemos al Carlos rey. Lo tiene todo por demostrar. Un verdadero reto y, a la vez, el momento que tanto había esperado.