Lula, el ave fénix que dejó atrás el lastre de la cárcel y voló hacia la presidencia de Brasil
El expresidente ha culminado su arrolladora resurrección política ganando a Bolsonaro, con una vuelta a la justicia social que aparque "el odio y la venganza".
Luiz Inácio Lula da Silva (Caetés, 1945) renace, cual ave fénix. El expresidente de Brasil, el que fuera político más conocido e influyente de América Latina en las últimas décadas, el líder que cosechaba los mayores aplausos domésticos e internacionales, cayó en desgracia por una persecución judicial y parecía ya fuera de la carrera política para siempre. Y, sin embargo, se ha desembarazado de ese lastre con todas sus causas archivadas, ha retomado el liderazgo de su partido, el de los Trabajadores, y este domingo se ha proclamado vencedor en las elecciones en su país con todas las encuestas a favor, aunque bien es cierto que con menos fuelle del esperado por los sondeos iniciales.
No pudo superar en primera vuelta al ultraderechista Jair Bolsonaro, hoy al mando, y ha cosechado la victoria definitiva con un ajustado resultado del 50,9% de los votos frente al 49,1% que ha logrado su adversario. Con todo, el político izquierdista volverá a ponerse a las riendas del Gobierno en el que será su tercer mandato y que deberá arrancar el próximo 1 de enero de 2023.
No se puede decir que Lula regrese, porque nunca se fue. Desde que entró en política, primero como sindicalista y luego como fundador del PT, lleva seis candidaturas a sus espaldas, fue mandatario entre 2003 y 2011 -cuando perdía, era segundo, no más atrás- y se marchó del cargo con un 83% de popularidad. Lo refrenó un cáncer, lo refreno la cárcel, pero vuelve por sus fueros. Reconoce que no pensaba regresar, pero que ha visto su legado “destruido, desmantelado” y que eso le hace tener una “causa”. “La política vive en cada célula de mi cuerpo (...), puedo hacerlo mejor que antes”, promete. En su diana, atacar el hambre, reducir la inflación y recoser un país que aparque “el odio y la venganza” que ha inyectado Bolsonaro.
El ascenso de un paria
Lula es el hermano pequeño de siete, hijo de unos padres jornaleros, sin estudios, del estado de Pernambuco. A él el colegio se le daba muy bien, pero en Quinto de Primaria lo tuvo que dejar para ayudar a su familia, con un padre ausente para irse a buscar mejores empleos y una madre sobrecargada. No comió pan nunca hasta los siete años. A los 12 hizo de limpiabotas, de ayudante de tintorería, de vendedor de fruta y tapioca por las calles. A los 14 entró en una factoría de tornillos. A los 19 perdió el meñique de su mano izquierda en una fábrica de piezas de coches, llevando ya en la piel siempre la señal del obrero.
Pero Lula, como lo llamó su gente desde siempre, era un trabajador con conciencia. Fue uno de los cabecillas en la organización de huelgas contra la dictadura militar que aprisionó a los brasileños de 1964 a 1985, paros que aceleraron su fin, y se afilió al prohibido Partido Comunista para apuntalar esa lucha. En democracia, ya era un rostro conocido de la pelea antifascista y por eso, un año más tarde, se estrenaba como diputado. Llegó a integrar la Asamblea Constituyente que restableció el voto libre en el país. En 1980 había fundado el Partido de los Trabajadores.
Durante años peleó por la presidencia, sin éxito, cuando la izquierda aún no era vista como una salida a los problemas ciudadanos. Hasta que llegó en 2003 y se impuso al derechista José Serra. Luego ganó al socialdemócrata Geraldo Alckmin, quien -los giros de la vida- hoy es su compañero de boleta. Desde ahí, una carrera imparable de dos legislaturas en las que logró sacar a 30 millones de personas de la pobreza, revitalizar la industria petrolera y poner a Brasil en el mundo con un nuevo poderío económico y la celebración de festejos deportivos como el Mundial de Fútbol o los Juegos Olímpicos. Un señor sin estudios que explica su secreto: “el arte de gobernar es usar el corazón, no sólo la cabeza”.
La persecución
En 2010, por primera vez no concurre a unas elecciones presidenciales en décadas, dando paso a su heredera, Dilma Rousseff, que ganó, con menos tirón, pero respaldada por lo hecho. Sin embargo, fue defenestrada con un juicio político por corrupción y aquello parecía el fin de la era Lula. Como si el latigazo los hubiera quitado del escenario a los dos. Fueron malos tiempos para Lula, superando un cáncer de garganta tras 40 años de fumador y viendo desmoronarse lo trabajado.
También a él lo pusieron en la diana de las investigaciones por corrupción. El caso Lava Jato reveló que un grupo de empresas pagaron cientos de millones en sobornos a funcionarios gubernamentales a cambio de contratos públicos en tiempos del PT. Entonces, se armó un vendaval contra las malas acciones de los políticos, una limpia, encabezada por un juez que parecía valiente y decidido, Sergio Moro. Meses de operativos amplísimos, detenciones masivas y mensajes de limpieza por doquier.
En el marco de esa investigación, el 4 de marzo de 2016, Lula fue arrestado y su casa fue allanada por la causa que investigaba a la petrolera nacional Petrobras por corrupción, una de las ramas de Lava Jato. Según sus detractores, Lula presuntamente habría recibido ocho millones de euros entre pagos por conferencias, viajes y regalos.
El expresidente insistía en la falsedad de sus acusaciones, en su inocencia, en la fijación de los jueces en investigar al PT y no a otros partidos (hubo 300 detenidos ligados a la formación), pero el 7 de abril de 2018 fue condenado a más de 20 años de penas sumadas. Entró de inmediato en una cárcel de Curitiba, rodeado de miles de seguidores, con la popularidad por las nubes. Pasó dentro 580 días, un tiempo en el que se quedó fuera de las últimas elecciones, a las que sí quería volverse a presentar. Siempre ha dicho que ese era el objetivo de todo, sacarlo de los comicios.
Lo intentó en su nombre Fernando Haddad, pero sin éxito, y ganó el ultra Bolsonaro, a lomos de una promesa de pelea contra la corrupción que no ha sabido cumplir. Faltaba su carisma, su voz, sus lemas. “Cuantos más días me tengan encerrados, más Lulas van a nacer”, retaba, pero la verdad es que es único.
Lula salió de prisión y, una a una, sus causas se fueron cerrando. Es verdad que no ha sido absuelto de todas ellas, sino que unas se cerraron por falta de jurisdicción o competencia y otras, por parcialidad manifiesta de los jueces que lo llevaron. Pero su expediente ha quedado limpio. Brasil vio a Moro, el juez estrella que fue a por él, convertirse en ministro de Bolsonaro y mostrar sus aspiraciones presidenciales, pero a raíz de unas filtraciones periodísticas y de una investigación del Supremo, después, se supo que había ido a acabar con Lula, más que juzgar con equilibrio. Esas revelaciones fueron el pistoletazo de salida a la nueva campaña de Lula, porque aunque confiesa que ya no se veía en el poder, “tengo que pelear de nuevo”.
Pasaba 23 horas al día en su celda, un tiempo que dedicó a leer, a pensar, “a darle vueltas a la vida”. “Allí me quedé tranquilo, preparándome como Mandela se preparó durante 27 años”, ha afirmado en la campaña. Se compara con el líder sudafricano, con Ghandi, con Luther King. Ahora Bolsonaro lo llama “ladrón” y “comunista”, él le replica que es un “autoritario” e “inhumano”, pero dice que no se altera. Que ha aprendido que todo llega y que, también, ha aprendido a defenderse mejor de las fake news de su adversario. “La gente sabe”, zanja.
Un tiempo nuevo
“Dejar el sueño volver”, dijo en su campaña. Con 77 años recién cumplidos a finales de mes, Lula sostiene que no está para enredarse en críticas, sino para “hacer”. “Sobreviviente” del cáncer y la justicia parcial, ha centrado su campaña “en lo importante”: garantizar que los brasileños desayunen, coman y cenen, para empezar. De la lucha contra el hambre ha hecho su bandera, como ya ocurrió en sus mandatos previos, cuando implantó dos programas revolucionarios, Hambre cero y Bolsa familia, con los que en una década benefició a 52 millones de ciudadanos, el 27% de la población. Es cierto que entonces tuvo un tiempo de vacas gordas, con la economía ascendiendo, pero algo de mérito propio tendrá el haber triplicado el PIB per cápita (son datos del Banco Mundial).
La situación es desesperada, porque la economía brasileña entró en recesión en 2021 y, si bien volvió a crecer desde hace casi un año, y la tasa de desempleo cayó a 9,1% en julio, aunque sigue siendo el mayor nivel de desempleo desde 2012, según un informe del Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas, citado por la estatal Agencia Brasil. Esa mejora está lejos de ser percibida por la población en general, sólo llega a las clases altas, por ahora. La tasa de pobreza alcanzó el 23,7% en 2021, lo que representa a casi unos 20 millones de brasileños.
El equipo de Lula ha acuñado el término “presidente antipobreza” para referirse a él, mientras el candidato defiende en sus discursos el derecho a “un asadito” o una “cerveza fría” como premio a quien pelea por la vida. “Es como nosotros”, dicen sus seguidores.
El PT ha enfatizado que hay que tapar la “grieta” social de Bolsonaro, no sólo en derechos o atención, sino en convivencia. Se ha extremado la radicalidad en las calles, polarizando a los brasileños y hasta armando más fácilmente a la calle, y quiere darle la vuelta al Gobierno, para que sea una herramienta de “unión y hermandad”, donde se priorice a los pobres pero no se marquen diferencias por ideologías.
“Los poderosos no necesitan al Estado”, es una de sus frases, cuando ahonda en la separación de casta y calle, sin dejar de hablar con empresarios y emprendedores, centralizando su discurso para que nadie lo llame extremista. También lleva en sus apuestas a las mujeres, los negros, los indígenas, los luchadores por el medio ambiente (cuando Bolsonaro ha logrado cifras récord de deforestación en la Amazonia)... y añade un término nuevo, “empatía”, la que el actual presidente no tuvo cuando afrontó la pandemia diciendo que no era nada, cuando murieron 685.000 personas, muchas sin asistencia, sin medios, sin confinamientos, sin mascarillas.
La campaña de Lula ha sido de punta a punta del país, como las de antes, mostrando también un aguante físico importante, porque no para sobre el escenario, micro en mano. Ha tocado a la gente, ha hablado mucho, pero no ha definido demasiado su programa, convencido de que primero tiene que llegar el marco, el cambio de sistema, y luego las medidas, como explicaba en una entrevista a Time en primavera. Ha prometido, pues, ayudas para el alimento y la vivienda, un salario mínimo más alto, mejores empleos, más seguridad y una ruptura del aislamiento internacional de Brasil, cuando él fue uno de los líderes más queridos y con mejores relaciones del mundo. “Es el político más popular de la Tierra”, que decía Barack Obama.
Lula ha cuajado una coalición fuerte, con pilares de la izquierda nacional y centristas, comunistas y algún liberal, verdes arrancados a las formaciones ecologistas. Confía en que la ola progresista que recorre América Latina le ayude también. Deseaba no ir a una segunda vuelta, pensando que eso calmaría a las calles, daría menos posibilidades a un levantamiento por parte de la ultraderecha. Bolsonaro ya estaba mostrando signos de mal perder y había anunciado un recuento paralelo del voto con control del Ejército porque no se fía. Nunca ha habido fraude reconocido en un proceso en Brasil.
Al final, el pasado 2 de octubre, los datos fueron tan ajustados que Bolsonaro no se quejó: Lula logró poco más del 48% de los votos frente al 43% de su principal oponente, pese a que los sondeos habían augurado diferencias de hasta ocho puntos. Los sondeos actuales hablan de práctico empate técnico, si se tiene en cuenta el margen de error, del 49% de los votos para Lula y el 45% para Bolsonaro. Y eso que el PT ha visto cómo los otros candidatos de izquierdas, centroizquierda y verdes que concurrieron a la primera vuelta le han dado, uno tras otro, sus apoyos.
Lula ha intentado espantar esos fantasmas con “ilusión”. Y con amor, una palabra que se repite en su escenografía y en el aire, porque siempre cerca tiene a su esposa, la socióloga Rosângela da Silva, conocida como Janja, con la que se casó en mayo. Militante de siempre del PT, la conoció estando en prisión y ahora dice que está enamorado “como si tuviera 20 años”.
Juntos aspiraban a llegar al Palacio de Planalto y cambiar, de nuevo, Brasil. Con una frase de Lula como motor: “Mañana tendremos suficiente. Mañana será mejor”.