Perales, todas las cosas que quedaron por decir

Perales, todas las cosas que quedaron por decir

Se va sin dejar de ser ese hombre sencillo y cercano con el que se identificaron varias generaciones de españoles. La semana que viene ofrecerá el último concierto de su carrera en España.

Jose Luis Perales en el Wizink Center de Madrid.Europa Press via Getty Images

Puedo dar fe de ello: una tarde del verano de 1974, el de la flebitis de Franco y Amparo Muñoz en Manila, José Luis Perales estaba en su casa. Yo tenía doce años y me lo imaginaba como en una de sus canciones, sentado en un sillón, con un café cerca y viendo caer la lluvia. Sin embargo, no llovía. En el piso familiar, a donde había vuelto desde el campo para acompañar a mi padre a no se qué gestión, el calor era sofocante.

Pocas semanas antes había acudido a un recital de Mari Trini y estaba decidido a dar con ella como fuera. No sabía qué quería decirle, pero no dejaba de buscar su teléfono. Cada vez que se publicaba un reportaje o una noticia, anotaba el nombre del periodista que firmaba la información y lo llamaba a la revista para pedirle el número de Mari Trini. Así de sencillo. Por supuesto, nunca pasé de la centralita. En Hispavox, su discográfica, tuve más suerte. En pleno mes de agosto, alguien atendió la llamada.

–Buenas tardes, estoy buscando el teléfono de Mari Trini. Quiero hacerle una entrevista —mentí—.

–Se lo podrían facilitar en el departamento de prensa —respondió mi comunicante, a quien no debió hacer sospechar mi aflautada voz de adolescente—. Ahora no hay nadie, están de vacaciones. Llame en setiembre.

Largo me lo fiaba. Septiembre, ¿qué se había creído? No podía esperar tanto tiempo.

–¿Y el de Perales? —contraataqué—.

–Ah, pues ese sí lo tengo. Tome nota…

En la primavera de ese año también me había aficionado a escuchar a José Luis Perales. En las radios sonaba de vez en cuando una canción muy romántica, Celos de mi guitarra, y otra que rara vez ponían y que sin embargo me parecía sublime: El día que tú te marches, sobretodo en su última estrofa: “Tus labios irán perdiendo su color/los años irán pasando para los dos./Muñeca de salón, sin alma ni pasión,/Tus ojos verán cerrarse la puerta./Sentada en tu sillón, perdida la razón/serás una historia más que pasó…”. ¡Menudo final!

Todo eso se lo conté de corrido en cuanto Perales dijo ‘dígame’ aquella tarde de agosto. Ah, y que sabía que era su primer elepé, que por supuesto lo iba a comprar cualquier día de estos, que también había leído que había estado esperando varios años a que el productor Rafael Trabucchelli le diera una oportunidad, que su novia se llamaba Manuela y que tenía otra canción que me gustaba mucho en la voz de Clemencia Torres, Llegaré mañana.

Al fin ataqué sin clemencia:

–¿Tú tienes el número de Mari Trini a mano?

En eso escuché que mi padre abría la puerta. Tenía que colgar. Si me sorprendía hablando por teléfono, una conferencia con Madrid, encima, la bronca sería monumental.

No desistí. Apenas dos años después, Perales vino a Granada para participar en el homenaje que organizaron tras el accidente de tráfico que le costó la vida a dos componentes de Los Ángeles. Allí estrenó La casada, con una letra de la que mi madre no tardó en apropiarse: ”Él solo quiere tener esposa/para cuidar la casa/ella se muere por ser querida pero él se marcha”. Que mi madre se hubiera identificado tanto con la protagonista no me sirvió de nada en el propósito de alcanzar el camerino del cantautor, porque luego llegaron los de Jarcha, entonaron lo de Libertad sin ira, el graderío se vino abajo y mamá dijo que había que salir de allí antes de que los grises la emprendieran a golpes y nos detuvieran. A ver qué explicación le daba ella luego a mi padre, cuando tuviera que ir a sacarnos a comisaría.

En realidad, a mi madre le acabó gustando más Me llamas, que salió en el verano del 78 en disco pequeño, era más ella, a dónde iba a parar, aunque tardara todavía dos décadas en colgarse el bolso que él regaló y decidirse a ser una mujer completamente libre. A partir de Tiempo de otoño, Perales fue un buen compañero para mi juventud, esa época que combina la nostalgia de lo que fuimos con lo que nos gustaría ser. O lo que es lo mismo, el recuerdo de aquel pastel que se burló de ti tras el cristal se cruza con el sueño de surcar el mundo en un velero llamado libertad. Nos fuimos de casa y mamá, la misma mujer que mientras escribo esto convalece en el hospital por una caída, se quedó atrás, recogiendo los platos y el mantel tras el almuerzo.

Me reencontré con él varias veces: al término de un concierto en el 81, con Nido de águilas en lo más alto de las listas de ventas; en el 84, cuando acababa de firmar un contrato, dicen que millonario con la multinacional CBS, o en el 91, en el mítico parque de atracciones Tívoli. Por supuesto, no le volví a hablar de Mari Trini. La última vez que nos vimos fue en Sevilla, hará cosa de cinco años. Para preparar bien la entrevista hablé con Josele y con Paco Aguilar, los componentes del dúo Yerbabuena, que lo habían tratado en sus años de estudiante en la capital sevillana, y me contaron el asunto de la guitarra.

Como siguió haciendo luego, cuando fue una estrella de la música, en el internado de los Salesianos Perales no ocultaba su origen humilde. Él mismo se había fabricado una guitarra eléctrica a partir de un modelo que se exponía en el escaparate de una tienda de instrumentos musicales de la calle Sierpes. Un año, al volver al pueblo, encontró una guitarra como la que le gustaba encima de la cama. Con los ahorros de varios años, se la había regalado su padre, un pastor.

Esa última vez que nos vimos yo acababa de perder al mío y tenía interés en que supiera que su última canción me estaba ayudando mucho en el duelo, “Calma/sólo deseo hoy calma/y consumir el tiempo lentamente/mirar por mi ventana/cómo el agua y el viento/pasan, calma…”.

–Yo te llamé una vez para pedirte el teléfono de Mari Trini —acabé contándol—.

–Me acuerdo…

–¿En serio? Han pasado ya más de cuarenta años.

–Es la única vez que me han pedido así el teléfono de otro artista.

Hoy he llamado a un amigo común para pedir su número porque estoy escribiendo algo sobre aquellos años y me gustaría recoger su testimonio.

–No creo que te pueda atender, hoy da su último concierto en Madrid, después otro en Bilbao y se retira de los escenarios.

Y parece que sí, que esta vez es la definitiva. Debería escribir algo sobre esa despedida que, en cierta forma, siento como propia. Cuando me haya ido recuerda que hay alguien que piensa en ti, dice una de sus baladas, aquella que yo canté un día en el coche mientras me alejaba de una ciudad en la que había vivido. Podría empezar por decir que Perales, quizás, fue ese amigo que, sin conocernos, pensó en nosotros todos este tiempo. El tiempo de nuestra juventud.

Adiós, José Luis, todas las promesas de nuestro amor se irán contigo.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).