Para que la igualdad de oportunidades no sea una quimera
Confieso que soy de los que crecieron creyéndose el cuento de la igualdad de oportunidades. En casa me decían que toda persona que trabaja duro puede llegar hasta donde se proponga. Años más tarde, la Declaración Universal de Derechos Humanos me pareció una versión sofisticada de las cosas que ya me decían mi abuela y mi madre: todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos.
Los nuevos informes presentados por Oxfam esta semana explican que, el año pasado, la riqueza de las personas que tienen más de mil millones de dólares creció a un ritmo de 2.500 millones al día, mientras que la riqueza de la mitad más pobre de la población mundial se redujo en un 11%. Si no se toman medidas, seguiremos fracasando en el empeño de erradicar la pobreza extrema, y para muchas personas, la igualdad de oportunidades seguirá siendo poco más que una quimera.
Esta semana se celebra de nuevo la Cumbre de Davos, un encuentro en el que personas muy importantes que mandan mucho reconocen que la desigualdad es un problema gravísimo. Hasta aquí, todo bien, porque de razones van sobrados. Sin embargo, resulta curioso que, al regresar a sus países, sufran una terrible crisis de amnesia y continúen aplicando las mismas políticas neoliberales que están acrecentando la distancia entre los más ricos y los más pobres. Y así hasta el año que viene, y si te he visto no me acuerdo. Quizás sea el efecto del frío intenso de los Alpes suizos, quién sabe.
Ocurre que ya estamos hartos de tanta retórica. Es hora de pasar del discurso vacío a la acción decidida y valiente. Para ello, es imprescindible que los líderes reunidos en Davos caigan en la cuenta, de una vez por todas, que detrás de las cifras hay personas con nombre y apellido, personas con una historia, un presente y un futuro lleno de miedos y esperanzas. Porque cuando conectamos de verdad con la lucha de aquellas personas que cada día sortean la pobreza, de repente, comprendemos que hay desigualdades que son tan injustas como inaceptables.
Así somos. Necesitamos un clic empático para comprender que no es de recibo que, mientras las grandes fortunas y las grandes empresas pagan cada vez menos impuestos sobre los beneficios, 10.000 personas mueran cada día por no poder acceder a servicios de salud adecuados; o que 262 millones de niños y niñas sigan fuera de la escuela. En países como Nepal, por ejemplo, un niño de una familia pobre tiene tres veces más probabilidades de morir antes de los cinco años que un niño de una familia rica. Estas desigualdades no son una casualidad. Son la consecuencia de políticas públicas injustas, políticas que pueden revertirse cuando de verdad hay determinación para pasar de las palabras a los hechos.
En casa, mi madre y mi abuela no eran conscientes de que cuando la desigualdad supera lo justo y razonable, la igualdad de derechos y oportunidades puede convertirse en papel mojado. En países donde la desigualdad es excesivamente elevada, el futuro de los niños y niñas depende más de los ingresos de sus progenitores que de su talento y esfuerzo. En España, el cuarto país más desigual de la Unión Europea, un niño o niña de una familia de ingresos elevados ganará el 40% más que uno de una familia de ingresos bajos. De hecho, un adolescente de una familia de ingresos bajos necesitará cuatro generaciones, 120 años, para alcanzar un nivel de ingresos medios. Para las personas que siguen creyendo en la igualdad real de oportunidades, seguro que estos datos resultan de difícil digestión.
Es un error pensar en la desigualdad solo en términos económicos. La desigualdad afecta a todas las parcelas de nuestras vidas. Uno de cada dos estudiantes que abandonan los estudios de forma prematura proceden de hogares de renta baja; la diferencia de la esperanza de vida entre el barrio más rico y más pobre de Barcelona es de once años; y también sabemos que las personas de renta baja acuden a votar, y participan en manifestaciones, en menor proporción que las de renta alta. La desigualdad no es un simplemente un concepto. La desigualdad nos persigue en nuestro día a día, paso a paso.
El deterioro continuado y persistente del peso de los salarios en la economía es una de las principales causas de la desigualdad. Millones de trabajadoras y trabajadores deben repartirse un trozo cada vez más pequeño del pastel, mientras que las rentas del capital, muy concentrado en pocas manos, no para de crecer. En España, un 13% de las personas trabajadoras sigue viviendo en situación de pobreza y vulnerabilidad. Las mujeres, que asumen desproporcionalmente la carga del trabajo de cuidados no remunerado, y están detrás del 70% de contratos parciales no deseados, son quienes más sufren la precariedad. Es inconcebible que personas que trabajan no reciban un salario que les permita vivir una vida digna.
Con su adhesión a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, los líderes de Davos se comprometieron a no dejar a nadie atrás. Hacer esta proclama no puede ser más sencillo. Sin embargo, hacer de la proclama un verdadero compromiso requiere determinación. No dejar a nadie atrás implica proporcionar acceso de todas las personas a una educación y salud de calidad y gratuita, asegurar que todas las personas pueden acceder al mercado de trabajo en condiciones equitativas y decentes, y poner al servicio de la ciudadanía sistemas de protección social que nos proporcionen una red de seguridad cuando las cosas no salen tan bien como esperábamos. Y para financiar estos servicios, los gobiernos deben lograr que los que más ganan paguen los impuestos que les corresponde. La elusión y la evasión fiscal les cuesta cada año, a los países en desarrollo, 170.000 millones de dólares.
La semana que viene, cuando haya acabado la cumbre de Davos y los líderes se encuentren de nuevo delante de la ciudadanía, sabremos si otra vez se giran para darles la espalda, o si, por fin, son coherentes con los compromisos adquiridos y apuestan de forma decidida por crear sociedades más justas en las que todas las personas puedan disfrutar de las mismas oportunidades.