Notre Dame y la belleza creada por muchos tiempos, según Victor Hugo

Notre Dame y la belleza creada por muchos tiempos, según Victor Hugo

Una de las gárgolas de Notre Dame. Julien Fourniol/Baloulumix via Getty Images

Notre Dame, una de las construcciones más emblemáticas y bellas del mundo, ha sufrido un incendio. La cultura europea, las artes y la literatura se ensombrecen. La Historia de Francia, el imaginario y los recuerdos de media humanidad viven una pesadilla. Notre Dame empezó a construirse en París, en la pequeña isla de la Cité en el río Sena, en 1163 y sus obras concluyeron en 1345. Es un rincón de la belleza de la arquitectura y las artes de muchos tiempos que pasaron por allí y allí se quedaron. Y la historia que representa Notre Dame para Francia es también parte de Occidente porque sus ecos han contribuido a modelar una parte esencial de nuestro destino.

WMagazín rinde homenaje a este monumento y una joya que guarda cada uno de nosotros con un pasaje del clásico de Victor Hugo Nuestra Señora de París publicado en 1831. Detalles magistrales de una catedral que es protagonista de la novela y de la vida de los parisinos. Y recuperamos el poema de William Ospina Notre Dame de París que recoge el sentir de muchas personas y que empieza así:

Siempre llegué al amor por caminos de engaño.

Antes de verte, indemne, frente a mí, en los declives

de un verano imborrable, piedra sagrada, fuiste

un vago sueño de arcos y de luz insinuándose

por el cielo inventivo de mi infancia, y al verte

real como mis manos, calladamente cierta,

tu corteza prehistórica se burló de mis sueños:

no eras el sol de piedra que flotaba en la mente.

(Al final del artículo puedes leer el poema completo)

Notre Dame ardió y ya no será igual, pero siempre nos quedará la literatura eterna, como esta de Victor Hugo:

Por Victor Hugo

Todavía hoy la iglesia de Nuestra Señora de París continúa siendo un sublime y majestuoso monumento, pero por majestuoso que se haya conservado con el tiempo, no puede uno por menos de indignarse ante las degradaciones y mutilaciones de todo tipo que los hombres y el paso de los años han infligido a este venerable monumento, sin el menor respeto hacia Carlomagno que colocó su primera piedra, ni aun hacia Felipe Augusto que colocó la última.

Desde otro punto de vista, anecdótico y actual, la plaza del París marca el kilómetro cero delas carreteras nacionales que salen de París. En el rostro de la vieja reina de nuestras catedrales, junto a cualquiera de sus arrugas, se ve siempre una cicatriz. Tempus edax, homo edacior(2), expresión que yo trauciría muy gustosamente: el tiempo es ciego; el hombre es estúpido (“El tiempo devasta, pero el hombre es el mayor devastador”, Ovidio, Metamorfosis). Si para examinar con el lector, dispusiéramos, una a una, de las distintas huellas destructoras impresas en la vieja iglesia, las producidas por el tiempo resultarían muy inferiores a las provocadas por los hombres, especialmente por los hombres dedicados al arte. Tengo forzosamente que referirme a estos hombres dedicados al arte pues, en este sentido, han existido individuos con el título de arquitectos a lo largo de los dos últimos siglos. En primer lugar y para no citar más que algunos ejemplos capitales, hay seguramente en la arquitectura muy pocas páginas tan bellas como las que se describen en esta fachada, en donde al mismo tiempo pueden verse sus tres pórticos ojivales, el friso bordado y calado con los veintiocho nichos reales y el inmenso rosetón central, flanqueado por sus dos ventanales laterales, cual un sacerdote por el diácono y el subdiácono; la grácil y elevada galería de arcos trilobulados sobre la que descansa, apoyada en sus finas columnas, una pesada plataforma de donde surgen las dos torres negras y robustas con sus tejadillos de pizarra. Conjunto maravilloso y armónico formado por cinco plantas gigantescas, que ofrecen para recreo de la vista, sin amontonamiento y con calma, innumerables detalles esculpidos, cincelados y tallados conjuntados fuertemente y armonizados en la grandeza serena del monumento. Es, por así decirlo, una vasta sinfonía de piedra; obra colosal de un hombre y de un pueblo; una y varia a la vez, como las Ilíadas y los Romanceros de los que es hermana; realización prodigiosa de la colaboración de todas las fuerzas de una época en donde se perciben en cada piedra, de cien formas distintas, la fantasía del obrero, dirigida por el genio del artista; una especie de creación humana, poderosa y profunda como la creación divina, a la que, se diría, ha robado el doble carácter de múltiple y de eterno. Y lo que decimos de su fachada conviene a la iglesia entera; y lo que decimos aquí de la iglesia catedral de París conviene a todas las iglesias de la cristiandad en la Edad Media, pues todo se armoniza en este arte, originado en sí mismo, lógico y equilibrado. Medir el dedo de un pie es medir al gigante entero. Pero volvamos a la fachada de Nuestra Señora tal como se nos aparece hoy, cuando acudimos piadosamente a admirar la belleza serena y poderosa de la catedral que aterroriza, al decirde los cronistas: quae mole .sua terrorem inquitspectantibus. Tres cosas importantes se echan en falta hoy en la fachada: primero, la escalinata de once peldaños que la elevaban antiguamente sobre el suelo; después la serie inferior de estatutas que ocupaban los nichos de los tres pórticos y la serie superior de los veintiocho reyes más antiguos de Francia, que guarnecían la galería del primer piso desde Childeberto hasta Felipe Augusto, que sostenía en su mano «la manzana imperial». La escalinata ha desaparecido con el tiempo alirse elevando lenta pero progresivamente el nivel del suelo de la Cité. Pero aun devorando uno a uno esos once peldaños que conferían al monumento una altura majestuosa, el tiempo ha dado a la iglesia más quizás de lo que le ha quitado, pues ha sido precisamente el tiempo el que ha extendido por su fachada esta pátina de siglos que hace de la vejez de los monumentos la edad de su belleza. Pero ¿quién ha echado abajo las dos hileras de estatuas? ¿Quién ha vaciado los nichos? ¿Quién ha tallado en medio del pórtico central esa ojiva nueva y bastarda? ¿Quién se ha atrevido a colocar esa pesada e insípida puerta de madera esculpida en estilo Luis XV junto a los arabescos de Biscornette?’ Los hombres, los arquitectos, los artistas de nuestros días.

 
  5cb5a91a2400001901c89646Alexander Spatari via Getty Images

Y dentro del edificio, ¿quién ha derribado la colosal estatua de San Cristóbal, conocida entre las estatuas como lo es entre las salas la del gran palacio o la flecha de Estrasburgo entre los campanarios? ¿Y los miles de estatuas que existían entre las columnas de la nave central del coro, en las más variadas posturas; de rodillas, de pie, a caballo; hombres, mujeres, niños, reyes, obispos, gendarmes; unas de madera, otras de piedra, de mármol, de oro, de plata, de cobre e incluso de cera? ¿Quién las ha barrido brutalmente? Seguro que no ha sido el tiempo. ¿Y quién ha reemplazado el viejo altar gótico, espléndidamente recargado de relicarios y de urnas, por ese pesado sarcófago de mármol con nubes y cabezas de ángeles, que se asemeja aun ejemplar desaparecido del Val-de-Grace o de los Inválidos? ¿Quién ha sellado tan absurdamente ese pesadísimo anacronismo de piedra al pavimento carolingio de Hercandus? ¿No fue acaso Luis XIV, en cumplimiento del voto de Luis XIII? ¿Y quién ha puesto esas frías cristaleras blancas en lugar de aquellos vitrales de “color fuerte” que hacían que los ojos maravillados de nuestros antepasados no supieran decidirse entre el gran rosetón del pórtico y las ojivas del ábside? ¿Y qué diría uns ochantre al ver ese embadurnamiento amarillo con el que nuestros vandálicos arzobispos han enjabelgado su catedral? Recordaría que ése era el color con el que elverdugo pintaba los edificios “infames”; se acordaría del hotel del Petit-Bourbon, también embadurnado totalmente de amarillo por la traición del condestable; pero de un amarillo después de todo, dice Sauval, de tan buena calidad y pintado tan a conciencia que en más de un siglo no se le ha podido quitar la pintura. Creería que aquel lugar sagrado era un lugar infame y huiría de allí. Y si subimos a las torres, sin detenernos en las mil barbaries de todo género, ¿qué ha sido de aquel pequeño y encantador campanario que descansaba en la intersección del crucero y que con la misma elegancia y la misma arrogancia que su vecina la flecha -también destruida- de la Santa Capilla, se clavaba en el cielo más alto que las torres, decidido, agudo, sonoro, calado como un encaje? Un arquitecto de buen gusto (1787) lo cercenó y creyó que bastaría cubrir la llaga con ese enorme emplaste de plomo que parece la tapa de una cacerola.

(…)

Nuestra Señora de París no es, por lo demás, lo que pudiera llamarse un monumento completo, definitivo, catalogado; tampoco es una iglesia románica ni mucho menos una iglesia gótica ni un edificio prototipo. Nuestra Señora de París no tiene, como la abadía de Tournus, esa fortaleza maciza y grave, ni la redonda y amplia bóveda, ni la desnudez fría, ni la sencillez majestuosa de los edificios que tienen su origen en el arco de medio punto. No es tampoco, como la catedral de Bourges, el resultado magnífico, ligero, multiforme, denso, erizado y eflorescente de la ojiva. Es imposible clasificarla entre esa antigua familia de iglesias sombrías, misteriosas, bajas, como aplastadas por el medio punto, casi egipcias, si no fuera por la techumbre; jeroglíficas, sacerdotales, simbólicas, más cargadas en sus adornos de rombos y de zigzás que de flores, con más flores por adorno que animales y con mayor preferencia hacia los animalesque hacia los hombres; es más la obra del arquitecto que la del obispo; representa la primera transformación del arte, cargado aún de disciplina teocrática y militar, que tiene su raíz en el bajo imperio y se detiene en Guillermo el Conquistador.

No es posible tampoco colocar a nuestra catedral entre la otra familia de iglesias altas, estilizadas, aéreas, ricas en vitrales y en esculturas, de formas agudas y atrevidas, comunales y burguesas cual símbolos políticos, o libres y caprichosas y desenfrenadas cual obras de arte. A este grupo pertenece la segunda transformación de la arquitectura; es decir: la que no participa ya de to jeroglífico ni de to inmutable nisacerdotal sino de ese concepto artístico, progresista y popular, que se origina con la vueltade las cruzadas y termina con Luis XI.

Nuestra Señora de París no es de pura raza románica como las primeras ni de pura raza árabe como las segundas. Es un edificio de transición. Cuando el arquitecto sajón acababa de levantar los primeros pilares de la nave, la ojiva, que venía de las cruzadas, surge conquistadora y triunfante sobre los amplios capiteles románicos, que estaban preparados para soportar únicamente arcos de medio punto y dueña ya desde entonces, campeó por el resto de la iglesia. Poco experta y tímida en sus inicios, se ensancha, se contiene y no se atreve aún a manifestarse lanzándose y elevándose en flechas y en lancetas como lo harán más adelante tantas y tan maravillosas catedrales. Se diríaque no puede olvidar la existencia de sus pesados pilares románicos.

Por otra parte, los edificios de transición del románico al gótico no son menos preciosos para el estudio que los tipos puros, pues sin ellos se habría perdido el matiz del arte que ellos expresan y que es como el injerto de la ojiva en el medio punto. Nuestra Señora de París es particularmente una curiosa muestra de esa variedad.

A Mario Flórez

Siempre llegué al amor por caminos de engaño.

Antes de verte, indemne, frente a mí, en los declives

de un verano imborrable, piedra sagrada, fuiste

un vago sueño de arcos y de luz insinuándose

por el cielo inventivo de mi infancia, y al verte

real como mis manos, calladamente cierta,

tu corteza prehistórica se burló de mis sueños:

no eras el sol de piedra que flotaba en la mente.

Dormía allí una roca. La alzaron siglo a siglo

dolorosas estirpes de polvo. Vi en la noche

las puertas asimétricas, las toscas torres truncas,

los flancos floreciendo de demonios sardónicos.

Sólo vi tu apariencia de navío infernal,

tu alto cuerpo amasado por el miedo, y sentí

que efundiendo la lumbre de la superstición

todo lo contagiabas de pavor medieval

como un grito en la música apacible.

No todo en mis alarmas era error, pero luego,

frecuentando tus nichos, tu esplendor, fui entendiendo

que la belleza llega con máscaras atroces,

que a su primer encuentro lo sagrado horroriza.

Sé que da miedo hallar, hecho ya, lo imposible,

que antes de ser pensado, el mismo cielo espanta.

Así como a los mundos que sin saberlo giran

hechizando la noche con sus brasas perfectas,

vi el vuelo de tus bóvedas, la ebria piedra sin peso

flotando sobre el río de la plegaria humana.

Vi los arcos quebrados, las remotas ventanas,

las altas escaleras cuyo rumbo es enigma,

los cristales que quiebran y disgregan la luz.

Lento husmea el sabueso de la mente en las causas,

tras cada ojiva advierte la previa idea, el acto,

y percibe en las cóncavas, exquisitas alturas,

la labor de una sabia multitud invisible.

Veo en un brusco instante hormiguear los siglos:

la piedra rigurosa

se ordena, fiel al sueño de afanosas estirpes,

cruzan picas, plomadas, martillos, sogas, ángeles,

en el aire alabean ecuaciones y andamios

y fe y miedo trenzados alzan la roca mística.

Y una paz misteriosa nos da el saber que el templo

ascendió de las frentes y las manos del hombre,

por la noche el viento, cayendo hacia los astros.

Que algo divino ardía como fiebre en la sangre,

algo que no sabemos y que no preguntamos,

porque el misterio debe durar en el misterio

y es bello para el hombre que algo perdure oculto.

Así aprendí a querer tu compleja estructura,

allí estaba, envolviéndome,

tu cielo acastillado donde aletea la música,

los colores mordidos por la húmeda tiniebla,

la meditada oblicua de la luz en las criptas,

los sepulcros que agrava un lóbrego latín.

Allí estabas, dibujo fiel de la mente gótica,

retrato de una edad hecha de ley y de abismo,

batalla contra el caos perpetuada en la piedra.

Y te amé en esas tardes sin comprenderte, y fuiste

el sitio señalado para el éxtasis

cuando una aciago amor socavaba mi alma.

Ahora, lejos, Basílica, te recuerdo, orgulloso

de haber amado en ti todo lo que perdura.

En la memoria avanzo de nuevo por tu calma,

se ennoblece otra vez mi conciencia en tu música,

algo anterior a mí tiembla en mí contemplándote.

Morosamente busco lo que conozco y amo,

y no sé, al celebrarte,

qué celebro en secreto, más antiguo y más íntimo;

qué obstinado edificio de la mente o la sangre,

como el rostro anterior que un nuevo rostro evoca,

traza con sus hipérboles la memoria inexacta.

De:  La luna del dragón

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