Nota sobre el discurso de un Nobel
Que los premios literarios son una extraña escenificación de la literatura lo deducen al menos cierto número de personas. Unas personas que, además, son capaces de reconocer lo que tiende más hacia el acto promocional, publicitario, que hacia otra cosa: los premios, y sobre todo cuando son premios considerados importantes, están siempre más cerca del ámbito económico que del artístico, por mucho que pueda parecer, a simple vista, lo contrario.
Acabado de leer por segunda vez el discurso de Bob Dylan con motivo de la obtención del Premio Nobel, un discurso difundido recientemente y escrito para poder cobrar finalmente los cientos de miles de euros del premio, me encuentro ante el asombro que produce el contacto con un acontecimiento de corte absurdo. Una vez leídas sus palabras sólo aparece en ellas, una y otra vez, una persona (el propio Bob Dylan) avanzando sin gracia entre la desorientación y la justificación forzada del premio que acepta, intentando, frase a frase, tener algo que decir y que pueda sonar, si no literario, al menos a clase de literatura.
Porque, aunque no se quiera reconocer, desde la primera línea se aprecia que la situación es algo esperpéntica: "Cuando supe que había obtenido el Premio Nobel, me surgió la pregunta de cómo se relacionaban exactamente mis canciones con la literatura. Quise reflexionar sobre ello y ver dónde se hallaba la conexión". Nunca se habría pensado que un Nobel de Literatura tuviese que reflexionar sobre si su obra tenía conexiones con la literatura, porque se supone que su obra es literatura, lo contrario sería un disparate.
Pero los disparates son la salsa del mundo y por ello la Academia Sueca se vio en la necesidad de compensar lo que tenía de desconocida Svetlana Aleksiévich, ganadora del año anterior, realizando una maniobra publicitaria llamada Bob Dylan y así mediatizar de nuevo el galardón, ponerlo sobre las mesas menos especializadas. Y esto porque sabían, además, que si los miembros de la comunidad literaria (sobre todo escritores y críticos relevantes) criticaban a Bob Dylan por aceptarlo, y a la Academia por otorgarlo, estarían de alguna forma mal vistos: ante todo, por mostrar recelo ante la calidad de mito con vida de la que goza el cantante y que lo hace, de alguna forma, intocable.
Recuerdo que cuando fui a una charla de Richard Ford en Oviedo, con motivo de la recepción del Premio Princesa de Asturias, dijo que si lo de Dylan no era literatura, ¿qué lo era? Y me decepcionó en parte. Porque Richard Ford me parece un escritor de los de verdad, un escritor que, según pienso, no estaba siendo del todo sincero al decir eso. Pienso que hay muchos otros, como él lo pensará sin duda, que han hecho más para ser reconocidos por su aportación literaria a la cultura mundial: desde el propio Ford hasta Kadaré, desde Cărtărescu hasta Oates, desde Didion hasta Marsé, desde Kundera hasta António Lobo Antunes. Cualquiera de ellos antes que Dylan. Cualquiera.
Así que, definitivamente, escribo esta nota porque, si se quiere ser justo y ver realmente lo que hay, el discurso de Dylan parece el de un estudiante aburrido que no se ha atrevido a rechazar su inesperada entrada en el museo de la historia de la literatura. Es más, ha preferido mostrase dócil a pesar de haber jugado al gato y al ratón con la prensa y los suecos durante meses. Por eso estoy convencido de que Dylan, a pesar de su merecido puesto en la historia de la música, puesto que nadie podrá objetarle, ha hincado la rodilla al aceptar un premio que le queda lejos. Y quizá lo haya hecho por vanidad. Pero, también es verdad, ¿quién está realmente libre de ella?
En este enlace puedes leer el discurso íntegro de Bob Dylan en español.