Nos han dado calabazas
"Me apena que renunciemos a nuestro propio terror".
Cuando tenía que ir al cementerio, el buen Justino (utilizo un nombre supuesto porque sé que a mi amigo Santiago no le gusta que airee sus asuntos) pedía al conductor del autobús un billete de ida y vuelta.
-Mejor tener una excusa para regresar por si alguien me propone quedarme, que no voy a desperdiciar un billete con estas tarifas.
No seré yo quien critique su reticencia. El cementerio español es soso, incluso en su día grande. Aquí no pasamos de flores más o menos marchitas, aunque también se impone el plástico, más duradero e higiénico. Dicen en México que las caléndulas atraen a los espíritus, y yo sospecho que las flores artificiales solo llaman la atención de la abeja de Rumasa.
Entre los ramos y los cubos con bayetas y limpiador multiusos con que algunos acceden al camposanto ya está montada la fiesta, Al menos, hay un día al año en que se podría comer sobre las tumbas, aunque nadie lo hará. Para eso hay que viajar a México, precisamente
Que los muertos no se levanten al reclamo de los antojitos, tacos y chimichangas que sus familiares colocan sobre las losas para celebrar con ellos la festividad, o que ni siquiera reaccionen ante los hijos del agave y la sangrita que se derraman sobre el suelo consagrado, me fortalece en mi descreimiento. Las calaveras de azúcar, premio para los niños golosos, que repitiera Posadas en sus viñetas, no quieren espantar ni burlarse, sino plasmar que estar vivo y estar muerto son circunstancias normales a veces idénticas (solo que la segunda cansa menos), y que charro y gachupín se quedarán en los huesos por igual. Quienes aún resisten, lo celebran deseando que los esqueletos disfruten a su vez.
Me dicen que allí se mantiene viva la tradición de representar Don Juan Tenorio en cualquier tablado que resista el peso de un burlador, una novicia y una estatua. Por estos lares, la costumbre entró en decadencia, al parecer, cuando el éxito de Historia de una escalera llevó al Teatro Español a no interrumpir las representaciones para organizar la rimada (y un tanto ripiosa en ocasiones) redención del seductor. Tras comprobar que no se hundían los cimientos de los teatros por no vestir con calzas acuchilladas, el uno de noviembre se quedó con los dramas, comedias, zarzuelas y sainetes de los días laborables. Al bueno de Buero Vallejo se le llamó, desde entonces, capitán Centellas, el hombre que mató a don Juan.
A mí, sinceramente, el demócrata-cristiano punto de arrepentimiento me ha pareció siempre un truco de garitero pobretón. Prefiero la soberbia del burlador sevillano al que Tirso de Molina, mientras se bajaba del metro, imaginó yéndose al infierno sin abandonar su desplante soberbio, o al estudiante salmantino que no suelta la mano de su reciente esposa ni siquiera cuando descubre que el tálamo nupcial es una tumba y que su señora se ha quedado, literalmente, en los huesos.
Supongo que ahora esperan la pertinente diatriba contra el invento de Halloween, que sí que ha matado al Tenorio, a las romerías y casi a los huesos de santo, pálidos en un rincón de la vitrina ocupada militarmente por la barahúnda de golosinas con forma de fantasma, dentadura de vampiro o calabaza.
Pero, qué quieren que les diga, he visto caer muchas mitologías a lo largo de mi vida como para escandalizarme por una más. Es cierto que la primera vez que escuché los nombres de Freddy Kruger o de Michael Myers pregunté si ya los había fichado el Barcelona. Ahora sé que son defensas leñeros.
Sí que me apena que renunciemos a nuestro propio terror. Ningún niño tiembla con la mención del Sacamantecas, ni se estremece si se le recuerda a la Vampira del Raval o se insinúa que Romasanta aún vagabundea por el bosque. Si se cruza en la conversación la Santa Compaña, algún adolescente intervendrá para decir que se han separado tras la última gira.
Y ya nadie recuerda El clavo, La torre de los siete jorobados. El cebo, y otras pesadillas que, en papel o en pantalla, empañaron mis gafas de ansiedad y gozo.
Aquel miedo hecho de palabras y de las sombras del pasillo de mi casa todavía es más poderoso en mi mente que todos los cuchillos que rasgan la pantalla o los espectros generados por ordenador.
En cuanto a las calabazas, deberíamos, digo yo, aprovechar la masacre que la celebración lleva consigo para, lentamente asadas, servirlas con arrope y piñones al buen gusto de Valencia.
Podría decir que resucitan a un muerto, pero un bocado así es asunto de gente muy viva y despierta. Bien sabemos que nadie vuelve y que solo hallamos algún consuelo cuando los ausentes resucitan en nuestros sueños, esa borrosa patria de los muertos, para bien decirlo con Octavio Paz.