No necesitamos salidas de tono, sino un verdadero debate sobre el futuro de Europa
Podrá gustar más o menos la decisión de la Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein de entregar a la justicia española a Carles Puigdemont únicamente por el delito de malversación. Voces autorizadas consideran con argumentos sólidos que los jueces alemanes han aplicado erróneamente la euroorden y, de esta forma, han hecho un flaco favor al principio europeo de reconocimiento mutuo de las resoluciones judiciales.
Pero de ahí a reaccionar a la decisión de la justicia alemana proponiendo la suspensión del Acuerdo de Schengen o afirmando que la Orden Europea de Detención y Entrega ha dejado de ser eficaz, media un largo trecho: el que separa reflexionar con serenidad sobre temas de tanta relevancia de lanzar propuestas que tienen poco de meditadas. Sin duda, ese no es el camino para afrontar seriamente los problemas y sí es el atajo para animar sin fundamentos la desconfianza ciudadana en la UE.
La euroorden es y sigue siendo un instrumento esencial de la cooperación judicial en el seno de la UE, un avance que ha funcionado perfectamente en infinidad de casos y permite materializar algo tan esencial como que los estados miembros de la Unión se consideran entre sí estados de derecho pleno. Y poner en cuestión nada más y nada menos que la libre circulación que garantiza Schengen, interpretando que esa es la respuesta adecuada a la decisión de unos jueces alemanes implica no entender varias cosas: por ejemplo, que el poder ejecutivo y el judicial ni deben ni pueden generar entre ellos dinámicas de acción-reacción incompatibles con la división de poderes propia de una democracia, o que no hay que quemar la casa común europea a la mínima que se está en desacuerdo con una decisión determinada de uno de ellos.
Porque puestos a hablar de contribuciones negativas a la confianza mutua entre estados de derecho plenos que se reconocen como tales, mejor haríamos en no olvidar las que algunos gobiernos (Polonia, por poner un caso) han hecho o están haciendo al limitar la independencia del poder judicial, algo que se terminará pagando muy caro en términos de construcción de la unión política europea a la hora de considerar la calidad de los estados de derecho que hoy conforman la UE.
El debate europeo no puede entablarse en base a frases hechas o descalificaciones gruesas porque la naturaleza histórica y política de la UE tiene en sus supuestos defectos (como la complejidad) algunas de sus más relevantes virtudes, que la han llevado a gozar de una "mala salud de hierro". Eso les importa poco a los partidos euroescépticos, pero debería ser una norma intocable en las formaciones europeístas de toda orientación ideológica u origen nacional, empezando por la de nuestro país, donde el pensamiento sobre Europa siempre ha aportado soluciones en positivo.
Por eso ha hecho bien el Gobierno español al manifestar su respeto por la decisión judicial alemana y, al mismo tiempo, defender la euroorden y Schengen frente a diversas salidas de tono, alertando a quienes las han formulado de que por esa vía se acercan demasiado al tentador discurso de la simplificación que hoy abanderan fuerzas no precisamente proeuropeas en demasiados lugares de la Unión.
En todo caso, quizás la ocasión sea propicia para recordar que la UE necesita de forma urgente un auténtico debate ciudadano sobre su presente y su futuro.
Sin ese debate –que debe ser tan profundo y largo como se requiera- será muy difícil afrontar la complejidad de asuntos calientes que ya tiene planteados encima de la mesa y, menos aún, continuar su profundización política. En realidad, el debate de ideas es el único camino para evitar el desgaste de la Unión, minimizar sus errores y afrontar el desafío populista. Y mientras no se produzca esa reflexión común en todos los idiomas comunitarios, el peso de la ciudadanía europea como tal sujeto político y jurídico estará minusvalorado y su punto de vista global se fraccionará cada vez más, para regocijo de los antieuropeos, en medio de una sensación que irá de la frustración a la desidia.
El nuevo Gobierno español, declaradamente europeísta, está en las mejores condiciones para liderar ese debate ciudadano sobre el futuro de Europa que no puede quedarse en el estrecho margen de las propuestas de la Comisión o en las convenciones ideadas por París.
Proponer ese debate a la UE en términos más estructurados, participativos y eficaces de lo escaso que hoy está en marcha, haciendo coincidir su comienzo –pero no su conclusión- con la campaña de las elecciones europeas de 2019 y promoviéndolo en España como ejemplo de buenas prácticas, sería una tarea que le vendría como anillo al dedo al Ejecutivo que preside Pedro Sánchez.
Porque, si no es España, ¿quién puede hacerlo con mayor y mejor legitimidad?