'Nekrassov' o esa risible mediocridad que tanto iguala
¿Quién iba a decir que el existencialista de Sartre tenía su guasa? Resulta que la tenía y la tiene, como comprobarán los que se sienten en el Teatro de la Abadía a ver Nekrassov. Una guasa clásica que se prepara a fuego lento, que lleva su tiempo. Una guasa de alta comedia, con ese espíritu de cine en blanco y negro que ha llegado a nuestros días gracias a algunas películas de Woody Allen pero, sobre todo, con las comedias ajadas de los hermanos Coen. En este caso con un toque francés a lo Louis de Founès que, además, al principio de la obra, se presenta como una película de Jean Renoir.
Historia de un estafador, un falsario, que pasa de intentar suicidarse a convertirse en pieza clave de la política francesa en muy breve tiempo. Lo que hace a la obra muy actual. Ya que no importa si las cosas, las noticias, son ciertas o falsas. Lo que importa es a quién sirven, a qué poderes fácticos o no, a qué propósitos, a qué objetivos.
No hay que engañarse, todos tienen sus propósitos u objetivos más o menos claros a izquierdas y a derechas, muy variopintos, es verdad, y dependientes del número de seguidores. Aunque no los cuenten, no los digan en voz alta, incluso, aunque no sean capaces de verbalizarlos. También que cuanto más poderoso se es económicamente, más fácil es hacer valer una opinión, una forma de ver el mundo, imponer un criterio. Hacer del mundo un lugar a su imagen y semejanza, hacer un mundo cómo debe ser.
Dan Jemmett, el director, construye ese mundo impuesto e impostado y coloca al público en una posición de observador. En alguien que puede mirar con mente crítica lo que sucede en escena. Pues apela a ese espectador activo que tanto fomenta y cultiva el Teatro de la Abadía. El director, fiel a su patrón y su poética, hace de esta, como de todas sus propuestas, una obra etílica. Una obra que comienza algo serena y se va alocando bajos los efectos del alcohol lo que le viene muy bien al propósito del autor y del director. Y que marca sacando a los actores de escena, que no del escenario, y haciéndoles acercarse a un mueble bar a servirse un guisquito tras otro (es de esperar que sea ficticio) mientras esperan su momento, su escena. Una borrachera cada vez mayor a medida que se va actualizando la música incidental que separa momentos y escenas.
Actores y actrices que dan un recital de interpretación, que puede que extrañe a algunos espectadores por el estilo de guiñol y apayasado. Al que, por cierto, se ciñe como un guante el inspector que crea Miguel Cubero, una mezcla entre el inspector Clouseau de la Pantera Rosa y el inspector Gadget. Insistencia y consistencia con la que acaba ganándose al espectador.
Aunque el actor vertebrador de la función es Ernesto Arias. Su simpático estafador se mueve en esa línea de interpretación de malotes que caen bien, aunque te tomen y te den pálpelo, que va de Cary Grant a Geoge Clooney. Registro que le sirve para hacerse pasar por Nekrassov, el ministro ruso disidente que da título a la obra. Un tipo sin escrúpulos que comprueba en sus carnes qué supone el tenerlos. Registro que le sirve para construir con su compañera Carmen Becarés, que sabe darle la réplica y tomarle el pie, una pareja de comedia romántica clásica, con una tensión sexual con solo mirarse.
Por todo ello, el espectador paciente, que sabe que las cosas se toman su tiempo, disfrutará y reirá una obra en los que aparentemente captialistas liberales y los aparentemente comunistas juegan al ajedrez político en el tablero parisino sobre un fondo de Guerra Fría. Una guerra que se calentaba y se calienta a base del grito de ¡más titulares!, entre otras cosas.
Todo ello para forzar la máquina de una opinión pública que formada por individuos incapaces de crear y responsabilizarse de sus propios argumentos se apuntan al chiste fácil, al titular de impacto, a la frase feliz, al sentido común. Algo que repetir como un mantra y que convierten a los molinos de viento en gigantes, querido Sancho.
Pues como dice el inspector Goblet que interpreta Cubero, la mediocridad es lo único que no se puede imitar, es algo que se tiene, se nota, se huele. Y en el aire se queda la idea de que la mediocridad es lo que nos iguala, la que nos permite reconocernos como iguales. Triste conclusión para una comedia que hace reír, que divierte y que hace que lo pases bien en el teatro. Que permite tener lo que comúnmente se llama una buena tarde de teatro.
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