'Nadie y Nadie'
Relatos a la sombra: los cuentos de Abraham García.
Las voces que daba el que subía sobresaltaron a las cabras, que mordisqueaban el amanecer en las bayas de quejigo. Y unas hurracas que se solazaban con un conejo muerto se elevaron sobre sus graznidos hasta la cima de los alcornoques.
-¡Renco! ¡Renco!
Y Renco dejó de masticar el bocado de pan y queso con que pretendía engañar a la mañana. En esta tierra de pesadumbres, se dijo, las visitas madrugadoras nunca traen nada bueno. A saber qué querría el Arsenio, saltando piedras y abrojos como si todavía fuera chaval, con los pulmones en la boca y la camisa hecha un charco.
Arsenio ni siquiera esperó a estar a su lado para anticiparle la mala nueva.
-¡Bájate! ¡Renco, por tu padre! ¡Que tu mujer se ha puesto de parto y no pinta bien!
Y Renco escupió el bolo de miga y dio dos vueltas sobre sí mismo como si no supiera ni dónde estaba ni hacia dónde debía ir.
-¡Cagontó y en mi puta alma! Arsenio, bájame el rebaño hombre, que la perra a ti te hace caso. Y toma —se descolgó la bota de vino— refresca el gaznate, que bien te lo has ganado.
Nunca supo si fue por la vereda o atajó descolgándose por el canchal y dejándose los pantalones en las zarzas. (Sintió tras él el jadeo de la perra que le seguía y sin volverse rugió ¡shht, atrás! vuélvete Jara.) Tampoco fue capaz de recordar si respiró durante el trayecto o contuvo la bocanada de aire del primer paso hasta llegar a la vega, donde se topó de bruces con la partera, renegrida, cabizbaja y con el rosario entre las manos.
-¡Ay, Renco! ¡Qué desgracia la tuya! Que se te ha ido la Eufemia. Hice cuanto estaba en mis manos, bien lo sabe el de arriba, y señaló a las nubes, pero ella no pudo aguantarlo. Hay días Bartolomé, en que Dios no empuja. Y al persignarse con el rosario tintinearon las enlutadas cuentas. Pero no todo iban a ser desdichas, te han nacido dos criaturas. ¡Dos zagales como dos claveles! Allí los he dejado, con tu prima Licaria. Ya ha llegado el cura y está rezando junto a ella. Paciencia, Bartolo, que tu mujer la pobre hoy se ha ganado el cielo.
Y Renco se quedó solo, desmadejado como un espantapájaros después del pedrisco, sentado sobre el coto encalado de una linde y maldiciendo el no haber llorado nunca y que ahora, que tanto lo necesitaba, no supiera cómo se hacía.
-¡Dos críos, ha dicho! ¡Dos bocas qué alimentar y ella muerta!
Sacó la petaca y lió un pitillo. Pudo más en los dedos la costumbre que el temblor. Se dijo que no había prisa por llegar. Tenía dos hijos, pero había perdido su casa.
Escupió la colilla y con su escaso resuello, encorvado y exhausto, como si, amén de la pierna, arrastrara con tirantes de hierro un féretro con todos sus antepasados, llegó hasta el umbral aturdido por un coro de llantos.
Crecieron como crecen las crías de los raposos: iguales y destrozones. No había locura, hurto o gamberrada que no se les hubiera pasado por las mientes; pero, de tan hábiles como salieron los dos demonios, nunca pudieron pillarlos. Tantas zalagardas quedaron sin castigo que no tardaron en perder sus nombres de pila, Juan y Bartolomé, para ser conocidos por todos como Nadie y Nadie.
-Mejor —decía el cura mientras arrastraba con el caballo de espadas—, así nos ahorramos el distinguirlos que a mí, y elevo su mano lechosa, me resulta imposible.
Fue la tía Licaria quien los crió, y solo a ella hacían caso. Renco se subía con las cabras antes del amanecer y no volvía hasta que la noche le recordaba que la bota de tinto estaba vacía. No los culpaba por haber nacido, pero no olvidaba la alcabala que había pagado por recibirlos. Para él, llevar la leche que los alimentaba y soltar de tanto en tanto unos cuartos —más reales que duros—, para que su tía los vistiera, era pago sobrado.
En cuanto aprendieron el abecedario, las sumas y las restas, los sacó del colegio, porque para ser cabrero bastaba con saber contar cabras y quitar de la cuenta las que se llevaba el lobo. Fue entonces cuando decidieron abandonar la casa, que ya les había abandonado y se lo gritaba por sus grietas, para pernoctar en un amplio chozo que Renco había levantado sobre el terreno plano de una hornera extinta.
La guerra los pilló demasiado jóvenes y a Renco demasiado viejo, por lo que ninguno de ellos escuchó más tiros que los que la noche amplificaba desde los valles lejanos hasta el aprisco, en que el pimentón sonrojaba el caldero de patatas con caza.
Una tarde, mientras los hermanos volvían con el rebaño, encontraron al padre esperándolos a la puerta del chozo, inquieto y más cabizbajo que de costumbre.
-A ver, Bartolomé…
-Diga, padre.
-Eres tú, ¿no? No vayamos a joder con vuestras bromitas.
-Yo soy, de verdad. Se lo juro.
-Te he traído esto. Lo ha hecho el herrero.
Le entregó un anillo de hierro, pulido y brillante; un sello sin ningún grabado en su cabeza.
-Lo he mandado hacer grande para que te sirva un buen tiempo. Te lo pones en el dedo gordo y te lo vas cambiando según crezcas. Pero no te lo quites en tu puta vida, que estoy harto de no distinguiros. ¡Cojones!
Cuando el padre entró en la choza, Juan le hizo una confidencia a Bartolomé:
-Anoche soñé con nuestra madre.
-¿Cómo supiste que era ella?
´-Nos arropaba.
La victoria trajo el monte para aquellos que no quisieron resignarse y al teniente Ferreiro para todos, un guardia civil bigotudo y desalmado, que había hecho el viaje desde Pontevedra limpiando cuantos pueblos eran liberados. Lo dejó bien claro la primera tarde que pisó la taberna del Lucas.
-En mi pueblo me llamaban Millocorvo, quiero que lo sepáis. Me gustaría saber si en este secarral de mierda hay alguno con huevos para decírmelo a la cara.
Aquella misma noche, Renco salió con un par de quesos en el zurrón, un cuarterón de tabaco en el bolsillo y un aviso escondido entre su ansiedad.
Los lazos para perdices y liebres y la liga para los pájaros quedaron como pasatiempos con que recordar la niñez. Los inmensos cepos de acerada fauces que atrapaban los ciervos y los jabalíes del coto señorial les daban dinero de verdad, pagado religiosamente por el pielero que de mes en mes remoloneaba por los caminos hasta que ellos lo encontraban. Dinero que compraba las mantas, las medicinas, más alguna que otra botella de coñac para espantar el miedo, que Renco cargaba en la mula de madrugada, cuando sabía a la patrulla adormilada en el cuartelillo. De tanto en tanto se encontraba con los huidos, entre los que había algún pariente lejano al que le unía, amén de los ideales y lazos de sangre, la gratitud por la ayuda que recibió cuando se vio solo con sus dos golfantes. Irremediablemente solo.
Para Millocorvo, las reses que no encontraban los señoritos (¿Y ese ciervo con un árbol en la testa que avisto el corchero? ¿Se le ha tragado la tierra?) en sus monterías se estaban convirtiendo en un dolor de cabeza peor que el de la partida de maquis que de tarde en tarde asaltaban un silo, requisaban las chacinas de una labranza, volaban el tendido eléctrico o emboscaban a la pareja.
Bien sabía que Nadie colocaba los cepos con una sagacidad admirable, y que Nadie escamoteaba las piezas que caían en ellos bajo las narices de los guardas. Y los motes de esos desgraciados le bailaban como una burla cruel e insoportable, una burla con la que quiso terminar ordenando al sargento que fuera en busca del Renco y lo presentara ante él para ser interrogado.
-Lo mismo saco a los hijos tirando de la lengua al padre. Además, me da que el tal Renco sabe mucho de alimañas de dos patas. Si sabré yo de qué pie cojea. Aleteo el mostacho y brillaron sus dientes de jabalí en la penumbra de su jeta. Una buena charla y se acaba tanta puñeta. De fijo.
Bruscamente, Millocorvo entró a la vez que la luz y permaneció en jarras y en silencio, mientras que su mirada torva recorría los hematomas del Renco, un sembrado de madroños sobre el páramo de su cuerpo amarrado y medio desnudo.
Se palpó la guerrera, sacó el tabaco y musitó:
-Tranquilo, Renco, que yo los apago en una conca y no como Martín, que lo ha hecho en tu pelliza.
Y con el cigarro señaló las lomas de su cuerpo ahora surcadas por un rebaño de mariquitas.
El hombre, ayudado por una luz matizada y levantando un párpado macilento, fue cotejando cada uno de los siniestros enseres que se amontonaban en una hornacina: grilletes con gruesas cadenas que parecían maneas, afiladas estacas de jara seca, un oxidado ovillo de alambre, dos gastadas fustas de verga de toro, un par de tenazas, unas pinzas de metal y en el suelo, parecido a aquel que había utilizado tantas veces para simular una nevada, un cubo de oxidado metal lleno de agua pútrida.
-Te gustan, ¿verdad? Pues falta lo mejor, la cajita mágica. Te intriga, Renco, ¿verdad? Pues no son grillos. Pero tranquilo, esa es sólo para invitados ilustres. Pero si se tercia, más vale que cantes rápido, que luego no podrás hablar. Se ensancha la boca y se te hinchan los huevos. ¡Martín!
-A sus órdenes —la voz llegó desde el fondo—.
-¿Diste de comer a los bichos?
-¡Aunque no haiga pá aceite, mi teniente!
Renco no tenía más bienes que la bota, una manta y la cabritera, pero no necesitaba más, conocía aquellas cumbres como los gavilanes, cada grieta, cada venero, cada alcornoque.
Aún febril y dolorido, salió del chamizo al anochecer. Nada les había dicho a sus hijos; ellos comprenderían. Se marchaba al monte, con los suyos y con la cabeza alta. Millocorvo se había aburrido de su silencio y lo había echado del cuartel a patadas.
-Mejor te irá muriendo, Renco. Mucho mejor. Cuando vuelvas aquí, pienso tomármelo muy en serio.
Moriría pronto, desde luego, pero algunos de verde se iban a quedar besando los cantos bajo un graznido de buitres.
Tres meses después, el pielero topó a los hermanos en una senda. Ni siquiera se bajó del pollino; se limitó a quitarse la boina y a dirigirse a ellos compungido y reverencioso.
-Chavales, lo siento mucho, de verdad. Os acompaño en el sentimiento.
-¿Qué dices, loco? Si hablas de nuestro padre, te equivocas.
Muy hurón es él para que le pase nada. Es más del monte que las torviscas.
-Ojalá y me equivocase.
Y girándose sobre la albarda extrajo del serón un ejemplar de El Alcázar manoseado y abierto por la página cuyo titular le costó leer:
CAE LA PARTIDA DE BANDIDOS CAPITANEADA POR DOMINGO RUIZ ‘TARAMA’
LA GUARDIA CIVIL ACABÓ CON LOS MALEANTES TRAS UN INTENSO TIROTEO
Encorvado el pielero se atranco en una frase:
-Cayó entre ellos el san-gui-nario… ¿San qué? Inquirió Nadie —y el pielero se encogió de hombros—. Bartolomé Mencía alias ‘Renco’. Farfulló aliviado.
-¿Qué cojones has dicho?
-Sanguinario —replicó el pielero con aplomo—.
-¿Sanguinario nuestro padre? Se puede ser malnacido…
-Los papeles no lo dicen, pero sé que se defendieron con bravura y se llevaron por delante a dos números y a un sargento. Eso cuentan por la zona.
Juan habló mirando al suelo:
-Si quieren el monte vacío, pues les dejaremos el monte vacío.
Bartolomé callaba y acariciaba el anillo que ya le iba apretando en el dedo.
Aquella noche, Juan despertó a Bartolomé de un manotazo que atravesó el camastro compartido. La lluvia se filtraba por los palitroques que lo techaban, pero no era esa la causa.
Despierta Tolo, que he soñado con padre —confesó tembloroso—. Lloraba.
Por la mañana, encontraron a la perra junto al venero tendida entre junqueras. En el retorcimiento del cuerpo y el espumarajo azul que le colgaba de la boca reconocieron la estricnina con que en tantas ocasiones habían envenenado al zorro.
No tardaron en saber que el teniente Ferreiro había invitado a una ronda en el bar “a la salud de esos don Nadie, que ya no tienen ni padre ni perro que les ladre”.
Y algunos parroquianos, entre el miedo y la indiferencia, habían bebido.
A Millocorvo le costó una llamada desde la comandancia. El teniente coronel no paró de gritar que ya estaba hasta los cojones de furtivos.
Ya ni siquiera cazaban por la piel. Habían convertido el coto en un pudridero de ciervos y jabalíes que dejaban a merced de las alimañas.
Que el Marqués de Las Torres y su socio, el general Almeida (y a Millocorvo, le pareció que su superior se cuadraba al otro lado del teléfono), le había conminado a restablecer el buen gobierno de las fincas en las que disfrutaban de la caza con la cúspide del Estado. Que acabara con los culpables de una puta vez. Ya no tenía la excusa de la partida para demorarlo. O a lo mejor prefería Ferreiro un destino en provincias más lejanas: Guinea o el Sáhara.
Cuando colgó el teléfono, el teniente rumió su furia en perfecta quietud. Bien había aprendido en su tierra a pensar antes de ponerse en movimiento. Para eso era buen gallego, pero no tanto para hacer preguntas; él prefería mandar.
-Martín.
-A sus órdenes, mi teniente.
-Nos vamos, usted y yo, a cazar zorros. Pero de uno en uno, que es más divertido. De uno en uno —recalcó—, para ver cómo respira el otro.
Dos noches después, a la salida de la taberna, el teniente se hizo el encontradizo con uno de los hermanos. Había estado esperando la atardecida para que desde los cerros se acercara el chaval a traer la leche del último ordeño y empinar un par de tintos pagados con el dinero de sus rapiñas.
-Hombre, Nadie. Se te ve muy solo. ¿Dónde te has dejado el espejo? Lo mismo se ha quedado en una trocha…
El aludido se acercó muy despacio, hasta que quedaron ambos rostros a pocos centímetros. Se aseguró de que nadie podía oírlos.
-La próxima te voy a dejar el ciervo a la puerta del cuartelillo, por mis muertos. Por mis cojones —añadió escupiendo— te vas a comer su cornamenta en mitad de la plaza.
Solo la noche y Nadie pudieron vislumbrar la fruncida sonrisa del guardia.
Corrió hasta su casa y cogió al perrillo que ambos hermanos se habían agenciado para sustituir al envenenado, un chucho mil leches aún por cuajar, pero listo como él solo y con la nariz de un perdiguero.
-Búscalo, Picón, búscalo anda. Busca al amo. Vamos, bonito. Vamos.
Los cohetes lejanos le recordaron que era el día de la fiesta. Tras la misa de amanecida, arrancaría la procesión, pobre y lúgubre entre tanta fachada con el luto pintado. Luego, la verbena, que se alargaría con el baile hasta que la noche cerrada los expulsara a todos a sus casas, a sus aperos, a su miseria.
Cogió todos los cepos, abrió el cercado de las cabras, acarició al perro, al que arrojó un cacho de cecina de ciervo, cargó con el saco y se marchó sin cerrar la puerta de corcho de la choza.
Sentía cómo la sierra toda se iba convirtiendo en su piel, en sus nervios y arterias. Cómo lo empujaba monte abajo y cómo se iba con él, consciente, también ella, de que no volvería.
Los cepos fueron colocados con maestría, pero no sobre el rastro de los jabalíes o en las trochas que transitaban los ciervos, sino en las veredas por las que fatigaban los cazadores, los forestales, las patrullas. Todo el día tardó en disponer las trampas; oscurecía y podía escuchar el lejano pasodoble.
-Ya subiréis, ya. Pero hoy la sierra baja conmigo.
Vestido con las sombras de riscos y chaparras, entró en el pueblo.
Le abrieron paso cuando apareció cargando un saco de arpillera bajo en el que se adivinaba el bulto de un animal. Y el silencio se iba extendiendo por la plaza a medida que atisbaban a Nadie soportando ese peso imposible. Solo unos pocos se atrevieron a susurrarle que se diera la vuelta, que no lo provocase, que si entraba no iba a salir vivo, que pensase en los suyos, esas pobres ánimas…
Ante la fachada del cuartelillo, gritó desafiando a las ventanas cerradas:
-¡Aquí tienes lo prometido! ¡Sal ahora, pedazo de mierda! —afirmó los pies, alzó la cabeza y gritó con más fuerza— ¡Millocorvo! ¡Millocorvo!
Apareció desencajado el teniente: Nadie se agigantó, volcó el saco; el cuerpo cayó como leña seca y la sortija en el hueso del meñique sacó lumbre del empedrado.