Tengo 63 años y ella 22, y nadie entiende nuestro matrimonio
Echando la vista atrás, no me termino de creer que contactara con ella. Con 60 años, me había jubilado, abandonado la familiaridad de Canadá para establecerme en la República Dominicana, había terminado la mayoría de mis responsabilidades con mis hijos adultos y llevaba tres años divorciado de mi exmujer.
Ya había adoptado a ocho perros de las calles de Puerto Plata y estaba mirando en Facebook una página de rescate de animales con la que colaboraba cuando me topé con su publicación. Aunque Alex solo tenía 20 años y vivía en Estados Unidos, le envié un mensaje, y aunque tengo 40 años más que ella, me contestó.
Nuestras charlas por internet se convirtieron en conversaciones telefónicas que se alargaban durante toda la noche y un día la invité a visitarme. Antes de permitirle viajar, la madre de Alex (que es 10 años más joven que yo) me buscó en Google y eligió con su hija una palabra de seguridad (pumpernickel, un tipo de pan especial de centeno) para que utilizara en el caso de que la secuestrara y quisiera esclavizarla durante el resto de su vida. Así pues, unos meses después del primer intercambio de mensajes en Facebook, Alex salió de un avión y entró en mi vida. Un poco más de un año después, sin haberse ido aún de la República Dominicana, se casó conmigo.
Cuando hicimos el intercambio de votos, ya llevábamos un tiempo dándonos cuenta de la incomodidad social que parecía provocar nuestra relación. Mis amigos, así como los suyos, pusieron en duda la sensatez de comprometernos. Mis hijos (formados y con un pensamiento liberal) no sabían cómo procesar que ellos fueran seis años mayores que la nueva prometida de su padre. Mi madre judía se tomó la noticia de que me había casado con una mujer 40 años más joven con el mismo horror que si le hubiera dicho que estaba a punto de convertirme a la cienciología. La madre de Alex, a quien acabé adorando, se mostraba tan reacia como mi familia.
Sin embargo, lo que más nos molestaba era la impresión generalizada de que se trataba de una “relación transaccional”.
Una relación transaccional es aquella en la que ambas partes tienen un interés particular para sí mismos, en la que tienen que hacer cosas para el otro con la esperanza de que ese otro le dé lo que busca. La clásica relación transaccional en la que el hombre (o la persona mayor) ofrece ayuda económica a cambio de que la otra persona (la mujer o la persona más joven) le dé sexo. En los casos en los que el hombre es mucho mayor y la mujer es mucho más atractiva, esta impresión se vuelve más evidente.
Las bases de una relación transaccional implican poco amor, respeto o entrega, ya que cada miembro no pretende aportar, sino recibir. La ironía en nuestro caso es que mi esposa no solo proviene de una familia adinerada, sino que también, tras una exitosa carrera en su adolescencia en competiciones mundiales de hípica, tiene su propio dinero. En mi caso, después de años de matrimonio infeliz, lo que buscaba no era sexo, sino intimidad y cariño. La idea de poner en peligro mi felicidad futura a cambio de un revolcón era una ofensa para mis necesidades afectivas.
Yo no tenía por qué casarme por sexo y ella no tenía por qué casarse por dinero, pero eso es lo que todo el mundo piensa.
Solamente los pocos que nos conocen de verdad (nuestros amigos y familiares cercanos) conocen el trasfondo de esta historia. Mi esposa es una pintora exitosa que estudió en la prestigiosa universidad Savannah College of Art and Design, para la que le concedieron una beca completa. Yo puse fin a mi carrera profesional en el mundo inmobiliario a los 50 para dedicar más tiempo a la escritura, una pasión que he tenido toda mi vida pero que dejé de lado para formar una familia, pagar las facturas y reunir la seguridad financiera que se esperaba de mi estrato social.
Fueron las artes las que nos unieron a Alex y a mí. Nuestro aprecio por las creaciones del otro nos hizo ahondar más en la creatividad que define nuestro trabajo y que incuba nuestra relación. Nos amamos de un modo que trasciende el sexo o el dinero.
Y pese a eso, nos critican como pareja. Lo que el mundo ve no es la pasión de dos espíritus creativos que se unen en un viaje de descubrimiento y crecimiento, sino las deprimentes realidades de una relación de conveniencia. El mundo me ve como si fuera un depredador rico en busca de los encantos físicos de una mujer mucho más joven y demasiado poco sofisticada como para comprender mis maquiavélicas motivaciones.
Si pasan un tiempo tratando de diseccionar a ciegas nuestro matrimonio, muchos llegan a la conclusión de que soy el típico sociópata que se quiere casar con una mujer inocente e ingenua con el cociente intelectual de una planta.
En realidad, al casarme con Alex me he vuelto más sensible y consciente de las necesidades de otras personas. Sugerir que una mujer que terminó los dos primeros años de universidad cuando aún iba al instituto y que estudió Química orgánica y Bellas artes con becas es intelectualmente inferior es un insulto hacia la genial mujer con la que me casé, que pertenece a la asociación internacional de superdotados MENSA.
Hace mucho que dejamos de obsesionarnos por las pequeñas humillaciones que sufrimos todos los días. No hay ningún restaurante en el que no me hayan preguntado qué va a querer tomar mi hija. Dios no quiera que mi mujer decida pagar la cena con su dinero, porque los camareros nunca la toman en serio cuando pide la cuenta. Como soy alto, cuando vuelo me gusta reservar la fila de asientos que está junto a las salidas de emergencia y estoy harto de que los responsables me pregunten si mi hija tiene la edad suficiente para sentarse ahí. La última vez que volamos a Estados Unidos, el país que le emitió el pasaporte a Alex, el agente de inmigración puso en duda que estuviéramos casados. Cuando le mostré el certificado, se sorprendió de que no fuera todo un montaje.
Quiero tanto a mi esposa que no necesito la aprobación de los demás, y mucho menos de personas que no conozco. Lo que me molesta no es que piensen que estamos casados por intereses personales, sino la idea de que toda la gente que está en una relación con diferencia de edad lo hace por eso. Cuando Anna Nicole Smith se casó con el magnate de 89 años en silla de ruedas J. Howard Marshall II, mucha gente no tuvo dudas de cuáles eran sus motivos.
Puedes preguntarle sobre mí a cualquiera de mis amigos y la mayoría incluirá entre mi lista de características que soy excesivamente limpio y ordenado. En mis relaciones previas, la falta de organización me volvía loco. Las discusiones que he tenido a lo largo de mi vida por la colocación de los cubiertos en el cajón son legendarias. Y aun así, cuando Alex deja sus pinturas, sus pinceles y sus bocetos por toda la casa, lo que veo no es desorden, sino las sutiles huellas del ángel artístico que, de un modo muy suyo, ha encontrado el modo de llevarse mis estresantes obsesiones a un lugar de paz.
Nuestra casa vibra con su presencia, una enmudecedora sinfonía de arte, formas y colores que amansa mi locura y ha apaciguado mi alma. Como escritor que sufre los apuros del bloqueo de la hoja en blanco, en su presencia las palabras fluyen, atraídas desde zonas de mi consciencia a las que solamente ella sabe apelar.
Alex es vegetariana. Es una elección vital que tomó no por motivos de salud, sino por su amor hacia todos los seres vivos. Su profunda conexión con los animales también ha calado en nuestra relación. No es que me apetezca menos la carne, sino que ahora comprendo las implicaciones morales de mi decisión de comer carne y me doy cuenta de que mi lugar en este mundo complejo con otras criaturas acarrea responsabilidades.
Alex me ha vuelto más empático, más comprensivo y más generoso de espíritu. Lo que ha conseguido conmigo, después de haber vivido la vida de un depredador narcisista, es volverme más humano. En mis relaciones previas, mis parejas me hacían quererlas. Alex me ha enseñado a quererme a mí, y por eso la quiero aún más.
Algunas noches, cuando consuelo a Alex por un episodio particularmente cruel de observaciones moralistas acerca de la legitimidad de nuestro matrimonio, acabo diciéndole lo mismo: el éxito es la mejor venganza.
Cuando llevemos 20 años de matrimonio, dudo que nadie cuestione por qué nos casamos. En una época en la que casi la mitad de los matrimonios terminan en divorcio, pocas veces se cuestiona una relación que sobrevive y florece. Espero vivir el tiempo suficiente para verlo.
Jeffrey Oberman vive en República Dominicana desde 2007. Desde que fijó su residencia allí, Jeffrey reparte su tiempo entre su implicación en iniciativas de organizaciones sin ánimo de lucro para ayudar a su comunidad y contribuir al desarrollo inmobiliario. Jeffrey publica artículos sobre el estado actual del cine y la televisión en In Roads, una revista de opinión canadiense abierta a múltiples puntos de vista para promover el diálogo en todo el espectro político.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.